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– Mi madre me contó una vez que a los sesenta ella seguía teniendo la autoimagen de los treinta -comento-. Con espejo al frente y todas sus evidencias, no había caso, se seguía imaginando de otra edad de la real, viéndose a sí misma distinta a como la ven. Es patético, parece que nunca se asume.

– Podemos terminar todas de Baby Jane, a lo Bette Davis.

Sofía apenas escucha a Victoria, sumida en sí misma.

– ¿Qué piensas? -le pregunto.

– Pensaba en cuándo, cuál fue el momento que crucé esa línea invisible de la juventud a la edad mediana. Y concluí a propósito del patetismo -la interrumpe su propia risa- que fue el día en que los hombres sentían que me hacían un favor al acompañarme, y no viceversa.

– Esa es una interpretación tuya. Pía dice que para ella los cuarenta fue estar por fin en una edad en que le respondían las llamadas telefónicas. Por fin un ser respetable.

– Para mí -intervino Victoria- fue aprender a decir que no…

– ¡Uf! ¡Si sacáramos la cuenta de la cantidad de síes que debieron ser no! -intercala Sofía.

– Cuántas veces me fui a la cama sin las ganas suficientes por no atreverme a negarlo, casi por un problema de buenas maneras… Como me pasó una vez, cuando el papá de una amiga me empezó a toquetear y yo consideré «mal educado» de mi parte mandarlo a la mierda…

– Yo espero con mis cuarenta atreverme a decir un par de no domésticos. ¡Tengo tanta casa sobre los hombros! -ésa, evidentemente, soy yo.

– Eso es culpa tuya, tú has dejado que así sea -me responde Sofía y agrega mientras me observa levantarme del sillón- qué envidia tu flacura…

– Estoy igual, no he bajado de peso…

– Me recuerdas a una amiga de mi mamá -interviene Victoria-. Su marido debía levantarse muy temprano cada mañana y desde la cama mandaba a su mujer, que también estaba acostada con él y que no debía levantarse a trabajar, a calentarle la taza del water porque a él le daba frío hacerlo. Ella iba y se instalaba un buen rato, sin mear ni cagar, instalándose no más… Cuando el marido sentía la voz de su mujer que le gritaba «¡Pedro, ya está!», él comenzaba con su primer rito del día.

– ¡Exageras! -dije riendo, pero muy luego me acometió el tono reflexivo-. Aunque no sea como esa vieja del excusado, mi caso no tiene vuelta… Tipo Luis XIV, la casa soy yo.

– Siempre ha sido igual, las mujeres son las casas. Los hombres sólo entran y salen de ellas -dice Sofía, luego sonríe-. Una buena tele es mucho mejor que una mujer, decía Alfonso cuando se separó. Sin embargo, como todo separado, entraba a su departamento y prendía luces, radio, tele, todo al mismo tiempo.

– Pero para ti es harto más aliviado que para Blanca…

– ¿Aliviado? Escúchame esto, Victoria: ayer estaba yo en una reunión, llena de importantes ejecutivos que necesitaban una asesoría para el personal de su empresa. La secretaria me avisa que hay una llamada de mi casa. Tomo el teléfono. «Señora, ¿cuántas bandejas de carne molida trajo? Encuentro una no más y no me alcanza para el pastel». Y yo «No importa, Rosa, hazla con una y agrega más papas». Corto la comunicación y miro a los empresarios como si nada y digo: «Entonces, íbamos en…». Por la mierda, ¡si tú crees que me salvo!

– Entonces, si no te salvas tú, no se salva nadie… -le contesta Victoria, mirándola risueña. Se levanta del sillón y da unos pasos de baile por la sala.

– Me gustaría ser hermafrodita por un rato. ¿Se acuerdan de ese engendro tortuoso y blanquecino de Fellini Satiricón? -hace muecas Victoria-. No, como él, no. Un hermafrodita glorioso que gozara paralelamente los dos lados. O sea, quisiera ser un hombre y gozarlo, pero sin perder mi perspectiva de mujer.

Sofía la mira y se prepara un trago.

– Lo que es yo, asumí mi edad. No me pasearé nunca más en pelota delante de nadie que no sea Alfonso, no usaré más traje de baño en público, y por pretenciosa, no por moralista, no tendré más en mi vida un romance. Alfonso y punto.

– Claro… Un escorzo desnudo cortándose las uñas de los pies puede haber sido una hermosura años atrás. Las bailarinas de Degas no deben haber tenido más de veinte.

– ¡Ya no! -repite Sofía-. Ya nada relacionado con el cuerpo es bello. Nadie debe verlo sino yo. Lo otro es indecente.

Se levantó desperezándose y cuando le llegaron los primeros acordes de Los Prisioneros cantó con ellos y agarró vuelo con su estrechez de corazón. La siguió Victoria. Mientras ambas cantaban, hice un inciso en la celebración de mis cuarenta años y me fui a ese recital de los Inti Illimani al que me llevaron. No quería ir y me convencieron que al margen de las connotaciones políticas, eran estupendos músicos, que juzgara por mí misma. Las vi emocionarse, cantar, vibrar y aplaudir. Incluso, en una canción determinada, Victoria lloró y no me atreví a preguntarle por qué. Pero había pasión en ellas, eso les provocaba los Inti Illimani. El público entero tenía pasión. Me sorprendió esa capacidad de gozar como un solo gran cuerpo, de apasionarse colectivamente. Pensé en ello por días. Concluí preguntándome -sin dramatismo- por qué la pasión no era una de mis pertenencias.

Mientras las miraba bailar, sentada pulcramente en el sillón, con timidez le estiré la manga a Sofía y le hice la estúpida pregunta.

– Entonces, Sofía, ¿cuál sería la forma correcta de ser mujer?

Y la sonrisa compasiva de Sofía.

– Ninguna. O todas.

* * *

Diluida siempre, disuelta y diseminada, camino por ese sol descabellado y me cuento, hubo una vez un verde, un preciso verde que yo confundo, pues miro los jacintos y se me vienen encima y los jacintos son azules y era esmeralda el verde aquél, ese verde que hablaba de la Blanca luminosa.

Estirarse hacia el sur. Hacia ese verde. Pero llegará Juan Luis de un momento a otro. Llegará Juan Luis a pedirme que parta con él lejos de ese sur.

Llegué al hotel y encontré su recado. Que me fuese a Nueva York, que nos encontráramos allá. Ese fue el momento en que empezó la vorágine. Miro para atrás y decido que es cierto. El vértigo: allí empezó y no se detuvo más. Nunca más.

Me despedí de Puerto Vallaría en la mejor de las formas: pedí una botella de Veuve Clicquot, Juan Luis no vería sino el resumen de la cuenta final en la tarjeta de crédito y no sospecharía que yo pedí el champagne más caro sólo para mí. Me fui con la botella y una copa de cristal azul, hecha a mano como sólo las hacen las manos mexicanas, y me tiré en la arena frente al mar. Poco a poco esta maravilla atravesó mi paladar, llegó a mi boca y a mi garganta, asaltándome con codicia. Ganas locas de compartir con el Gringo, de darle a probar, de contarle que el ángel de Blanca está botado frente al mar con champagne hasta en las orejas. Ganas de echárselo en la boca y de comentarlo en seguida. ¿Por qué será que con los amantes uno lo comenta todo y con los maridos nada? ¿Se dará por sentado dentro del matrimonio que cada uno conoce las percepciones del otro y no vale la pena verbalizarlas? Siempre que Juan Luis y yo volvemos de una comida lo hacemos en silencio, aunque ambos tengamos mil pensamientos en la cabeza. Con el Gringo, en cambio, cada cosa que vivimos juntos es tomada y analizada por los dos en sus mil detalles. Parece que esa es la ley: la palabra para los amantes, el silencio para los esposos. Pero como nadie me ha enseñado ni preparado para este tema, tengo una duda grande: ¿ese silencio es el silencio pleno de palabras que sobran o es el silencio gastado del cansancio? Me despido del mar.

* * *