Tomo mañana el avión a Chile. Juan Luis se queda aún un par de días en Nueva York. Hice exactamente todo lo que me pidió. Sueño con besar a mis hijos, con liberar a mi pobre madre de su cuidado (como me dijo por teléfono, ¿no te ibas sólo por una semana?), sueño con abrazar al Gringo y contárselo todo y no quiero esperar un momento más. Los dos días que le quedan a Juan Luis en este país me parecen mucho tiempo. A veces dos días pueden ser eternos.
Luego de Puerto Vallarta, Nueva York me resultó más monstruoso y enorme que de costumbre. El movimiento de la ciudad y de Juan Luis no paraba. Central Park. Que viese la casa, que dejásemos todo listo, que conociese a la gente con quienes trabajaría y ojalá a sus esposas, que él se trasladaría casi de inmediato (yo podría tardar un poco), que viera los colegios de los niños, que los containers, que la elección de los muebles. Todo preparado para enfrentar este «proyecto familiar».
Dejémonos de cosas, Blanca, me dije muy seria frente a la estatua de Alicia en el País de las Maravillas, tú nunca te separarás. No sigas jugueteando con ideas adúlteras, Juan Luis es tu marido y ése es un dato inamovible. Ya verás cómo te las arreglas con tus locuras y ese hombre extraño y ajeno que se ha apoderado de tu voluntad. Y aunque apoderado esté, es y seguirá siendo extraño y ajeno, nada tiene que ver con tu mundo y con tu vida. Están tus hijos, y por último, está Dios. Hay ciertos sacrificios que ni siquiera se piensan dos veces. Nunca has ponderado el abandonar a Juan Luis, nunca aceptarás la idea de ser una mujer separada, por nada del mundo. Entonces, ¡basta!
Mi voluntad es nula.
* * *
Basta de huevadas, Blanca. ¿Hasta cuándo?
Tú sabías. Y si no lo sabías, debieras haberlo sabido.
El día en que Victoria, con su maravillosa candidez, te preguntó.
– ¿Qué es la decencia, Blanca? Tú respondiste seria.
– Sólo esto: una suma de detalles.
Luego escribiste con tu tinta negra: es barrer toda hojarasca.
Escúchame, no puedes seguir en el limbo: existen el cielo y el infierno. Incluso tienes la opción del purgatorio.
Tú me asignas a mí la responsabilidad. Fui la culpable de reunir a la Blanca displicente del Chile intocado con la trágica Victoria del Chile herido.
Y de contrastes no quieres ni saber.
Ese día, el más importante en años para la familia de Victoria, el día que fueron a declarar… ¿Recuerdas cómo se arreglaron? ¿ Recuerdas el traje sastre impecable de la señora Yolanda, guardado años en el ropero para una ocasión como ésta? ¿Recuerdas cómo les repartimos Tricalmas, medio Tricalma por cabeza? ¿Te acuerdas cómo te enojaste con Lorena ese día y cómo te agradeció Victoria el que te hicieras cargo? ¿Te acuerdas que estaba volada y no quería asistir y antes que su madre la viera, tú la llevaste al baño, la obligaste a mojarse la cara, a maquillarse, a despertar del letargo? Y tú llegaste en el Peugeot, despachaste el taxi que ellas habían contratado y las subiste como si fueran a un matrimonio. ¿Recuerdas cómo Victoria se tomó su pelo inmenso, cómo se despejó la cara para dar mejor impresión a los abogados y a la Comisión y te preguntó ansiosa, dime, Blanca, con el pelo así, me veo más respetable? ¿Recuerdas el efecto de la bandera chilena, y el orgullo de la señora Yolanda? Ella iba a declarar ante el Estado de Chile, no a una comisión más de derechos humanos, nacional o internacional. Esta vez iba a contar su historia al primer organismo público de su propio país después de todos estos años. Ella te lo dijo, ¿ recuerdas? Por años he esperado este momento, es toda la diferencia, Blanquita, contarles mi historia a ellos que a cualquier otro. Por eso voy cargada de papeles y evidencias, por eso quiero a la familia completa conmigo, porque, entienda, Blanquita, ¡por fin una historia oficial!
Y se bajó del auto como la mujer más digna que jamás haya visto, digna y orgullosa: de su marido, de su pasado, y llena de esperanzas de limpiar al fin su nombre.
¿Cuánto tiempo llevas, Blanca, siendo cómplice de historias de horror y borrándolas luego de tu memoria para dormir tranquila, para no pelear con Juan Luis, para trabajar intacta en tus beneficencias, para seguir como siempre, sin un conflicto, viviendo en esa familia tuya, aferrada a su espléndida levedad?
Para que la próxima vez que Pía te diga, con cara de hermana mayor con trotadora, «Sofía no tiene ningún sentido de las conveniencias», tú puedas seguir asintiendo.
Las evidencias te enrostran, no te dejan salida. Sin embargo, tú continúas con el discurso ese: Victoria sí, el país no.
¿El Gringo te ha contado que nunca se duerme sin recordar los ojos de su amigo cuando moría a su lado? Si no te lo ha contado, podrías sospecharlo.
Por favor, deja fuera las consideraciones políticas u ideológicas que tanto detestas. Se trata de humanidad. Yo sé que el Gringo te habla a ti en otro lenguaje. El Gringo nunca usa términos políticos como lo hacemos Victoria y yo. Lo concreto de tal lenguaje le parece casi procaz, viviendo él en la sutileza o la sofisticación de sus libros. O quizás se siente amenazado si lo sacan de la abstracción.
De todos modos, Blanca, no importa qué lenguaje hable el Gringo contigo. Tú sabes lo que él vivió, una experiencia límite: la tortura. Sé que has decidido eliminar esa palabra de tu léxico. Si no la conocías antes, menos quieres conocerla ahora. Pero existe.
Ese hombre que amas fue sometido a una experiencia extrema de dolor físico y síquico con el objeto de quebrarlo. Es mentira, Blanca, que lo primordial de la tortura sea sacar información. Lo primero es la destrucción. En mi profesión le llamamos «el colapso de las estructuras del yo». Y este colapso se vive diferente cuando es causado por la mano del hombre. No te hablaré de sicología, quiero hablarte de lo que el Gringo no te dice. Quiero que caigas en cuenta de lo que le pasó a ese cuerpo tan hermoso. :
En la tortura, el Gringo estuvo furiosamente solo e inerme. El mundo interno y externo se confundieron en su cuerpo deshecho. No tenía cómo defenderse ni a quién recurrir; su vida y su muerte dependían absolutamente del torturador, quien se convirtió en su único referente disponible. Esto lo humilló y su involuntaria dependencia le generó culpas. Por eso silenció para siempre una parte de lo allí vivido.
Es muy difícil, Blanca, hablar sobre la tortura. Yo lo sé bien por mis pacientes, no en vano me he especializado en estos temas. Ni la vergüenza ni la negación son suficientes para explicar lo que encierra este silencio. Aunque una parte de la tortura se transforme posteriormente en palabras, hay otra parte que sencillamente no puede ser expresada. No hay lenguaje. El Gringo guarda adentro una cantidad de horror imposible de ser dicho. ¿Has tratado de imaginar, tú, que a todo le haces el quite, qué habrán hecho con él esas mujeres que lo torturaron? ¿Lo has pensado alguna vez, mientras lo acaricias? Y ese horror le tiene que haber salido más tarde, por otros lados de sí mismo. El dolor que no pudo ser hablado buscará otro lenguaje que no sea la palabra.
Yo sospecho, Blanca, que la capacidad de hablarlo protege un poco el cuerpo. Recuerda que no fue éste su tema cuando declaró ante la Comisión: allí habló de la muerte de su amigo. Es probable que en todos estos años nunca haya dicho una sílaba. Quizás seas tú la destinada a escucharlo.