Vuelvo a Victoria. Cuando te dijo, ¿sabes, Blanca, lo que significó para mí la llegada de la democracia? Que la desaparición de mi papá se hiciese realidad. Nunca soñé tanto con él como en esos días. Me vino de golpe un convencimiento de que estaba vivo. ¿Cómo podía yo aceptar realmente que estaba muerto si no fui capaz de encontrarlo? Es como si yo misma lo hubiese matado.
Luego nos dijo a ambas: somos los leprosos de este régimen. Eso nos dijo. Y tú, mi Blanca, eres como esas monjas del medioevo. Alimentaban a los leprosos, pero les tiraban la comida con los baldes a sus cuchitriles. No entraban.
Tampoco tú quieres contagiarte.
Tampoco quieres ver, con tu mirada esquiva, que al desaparecer, la muerte del padre de Victoria, de ese Bernardo de los bigotes y de la mirada suave, es una muerte múltiple, inacabada, fragmentaria e interminable.
¿Quieres sumarte también tú a esa mayoría silenciosa, la que no quiere saber?
Tú supiste mucho más de lo que habrías elegido, ¿verdad? Fuiste sabiendo, por ejemplo, por qué un niño inteligente como Bernardo fallaba en el colegio, ese preciso año, en el momento exacto de la Comisión de Verdad y Reconciliación y no en otro. Sabías que la familia entera, marcada por la pérdida y el trauma, se estaba destruyendo y te hiciste la lesa. Trataste a Bernardo como a un niño común y corriente, como si aquel impreso con la cara de su abuelo no le velara el sueño.
Tú estabas con nosotros, antes de partir a Puerto Vallaría, ese día que el Presidente dio a conocer el Informe al país. Nos reunimos todos en casa de Victoria, nos programamos para estar juntos ese día. Te arriesgabas a una fuerte pelea en tu casa, pero por primera vez pareció no importarte. Querías vivir ese momento en Avenida Grecia, en ningún otro lugar. Me di cuenta de que no cederías ante Juan Luis, que el Gringo no te esperaría en vano, que algo creíste recobrar de una Blanca que alguna vez pudo haber sido.
Nos sentamos frente al televisor, ya no los dos aparatos -uno de sonido y otro de imagen-, sino el que tú llevaste en forma casual un día, diciendo, no quiero que Trinidad tenga televisión en la pieza. Victoria, quédate tú con ella por mientras, en tu modo fino e imperceptible. Te sentaste pegadita al Gringo y fue la única vez que te atreviste -olvidándote, quizás- a no guardar apariencias. Te vi tan conmovida ese día, dijiste más tarde, por fin, el informe terminó, ahora todo cambiará y Victoria y el Gringo y los demás serán más felices. Pero al día siguiente te lo negaste y hoy vuelves a tu país para comprobar que nada ha cambiado.
Y ahora el Gringo te espera, pero no como tú esperarías que te esperara, y te dirá al oído,… y si contemplas llorando las estrellas y se te llena el alma de imposibles, es que mi soledad viene a besarte…
* * *
Aterrizando en Santiago, toda la oscuridad de la ciudad y su inmundicia me envolvió.
Santiago. Yo no había leído un solo diario frente al mar, venía de otro mundo, asoleado y ensimismado. Lo he hecho por primera vez en el avión. En mi ausencia hubo un asesinato -otro-. Los matutinos me ló dicen, no se habla de otra cosa. En casa veo el noticiero en la televisión. ¿Y el Informe Rettig? ¿Es que ya nadie lo recuerda? No entiendo nada.
Llamo a Sofía. Sí, el Informe enterrado. Un solo asesinato borró los otros miles y miles, me dice. Pero, ¿cómo lo lograron?, pregunto. Sofía me insiste, con la voz cansada, que así fue. Parece que el horror del país no duró.
Todo me pareció confuso, caótico. Hasta el aire de ese otoño.
Anunciar mi partida a Nueva York, abandonar mi país contra mi voluntad, dejar al Gringo desgarrándome el corazón. (Vendré muy seguido, Gringo, no te dejaré, debes esperarme.)
Un caos.
Voy a Avenida Grecia. Del escepticismo a la tristeza, a la tristeza total.
Victoria se apena un poco más cada día; todos a su alrededor se apenan un poco más cada día.
Victoria ronda desconcentrada por las calles; todos a su alrededor rondan desconcentrados por las calles.
Victoria pierde vitalidad; todos a su alrededor pierden vitalidad.
A Victoria la maltrató la esperanza, esa esperanza que se le estancó en el cuerpo; el cuerpo de todos a su alrededor está maltratado por la esperanza que se estancó.
Victoria sabe que el momento ya pasó y que nada ocurrirá; todos a su alrededor saben lo mismo. Y la culpa y la pena los envejecen.
Victoria está envejeciendo.
Como me lo dijo ella misma hoy día, soy un animal herido y corro lejos de la horda que me ha dado la espalda.
De Avenida Grecia vuelo a casa, paso por el departamento del centro de la ciudad y nadie me abre la puerta. Quiero ubicar al Gringo como sea. En la esquina de mi calle veo un tumulto, gente y policías. Freno rápido y me bajo del auto. Es Honoria quien está en el suelo. Han atropellado a Honoria y nadie hace nada. Le grito al carabinero y el carabinero me mira raro, es una empleada doméstica, me dice. Le pregunto si han llamado a la ambulancia. Sí, a la del Hospital Salvador, aún no llega.
– ¿La ambulancia del Salvador? Pero si estamos en San Damián, no llegará nunca. ¿Por qué han llamado a un hospital tan lejos? ¿Por qué no a la Clínica Las Condes, aquí al lado?
– Por que no nos consta que alguien vaya a responder.
– Llame a Las Condes, de inmediato.
Me obedeció como si fuera mi asistente. Entonces me acerqué a Honoria, no, no era grave, pero mi Honoria estaba herida. Y al lado, el chofer de un militar, el que la había atropellado.
– Luego hablaré con usted. Le ruego que pase por mi casa esta noche, tengo todos sus datos.
La ambulancia llegó al instante y partí con ella, abrazando su cabeza. Le toqué su piel de pergamino, no había aceite posible para mis yemas. El doctor de turno en urgencias me abordó, aterrado que nadie fuera a pagar por esta mujer.
– ¿Es usted su patrona?
Lo miré fijo.
– No, soy su hija. Me miro rarísimo.
– Apúrese, atiéndala.
En la noche, ya con Honoria en casa y todos cuidándola, llegó el chofer que la había atropellado. Pidió perdón y me dio las explicaciones del caso.
– Yo no soy culpable, señora, Dios lo quiso así.
– ¿Cómo? ¿Dios quiso que Honoria fuera atropellada y usted no tiene ninguna responsabilidad?
– Así es, exactamente, señora. Esto ha sucedido porque Dios lo ha querido.
– Váyase. Váyase, por favor, no tengo más que hablar con usted.
Dios. Lo único que faltaba. Y la amargura se me hizo en la boca. ¿Nadie era culpable de nada? ¿Todo lo ha querido la voluntad de Dios? ¿Y la impotencia del Gringo? ¿También la quiso Dios?
El accidente de Honoria no me permitió ver al Gringo ese día. Al siguiente ella estaba de buen ánimo y guardar cama por su pierna enyesada no le pareció un calvario. Dejé a la otra empleada, la mamá de la Jenniffer, a cargo de ella y de los niños y partí.
– ¡No sé a qué horas vuelvo! -fue mi despedida, fingiendo una voz casual. Noté la mirada fría de Jorge Ignacio-. En Estados Unidos estaremos juntos día y noche, ahora debo ver a la gente que no irá con nosotros.
Partí sin mirar atrás. No quería sobre mí el hielo de esos ojos, y me fui pensando que en el futuro no habría nunca hielo, a costa de mi sacrificio, nunca hielo, tonta Blanca.
Llegué a casa del Gringo, apurada por devorarlo.
El abrazo fue el más apretado que nunca recibí. Hasta dejarme exangüe. Sus brazos fuertes me enjaularon, me sujetaron, me aprisionaron, me contuvieron. Y en ese instante estuve segura que hasta el final de mis días reviviría ese abrazo. Yo me entregué a la euforia de la bienvenida, sabiendo en mi interior que hablaríamos de despedidas. Pero creí que solamente lo haría yo.