– Ven, mi amor, te llevaré al lugar que más quiero, vamos a mi casa en el campo.
Debíamos estar juntos allí, necesitaba que la madera de mi casa lo acogiera, necesitaba que él me confirmara en ese lugar.
Manejé por el camino de mi niñez, y cada partícula de aquella materia volvió a vivir, sólo porque él la miraba conmigo.
Abrí la botella de vino mientras ardía el fuego de la chimenea en mi dormitorio. El atardecer fue el más limpio de cuántos recuerde. El Gringo tocó las naranjas y los limones, olió el azahar y miró los cerros, como si bautizase mi tierra.
Le dije que el verde de la mesa de pool era el de sus ojos y sonrió. No me preguntó por qué tenía esa mesa ahí. Tampoco le conté que la había comprado para entusiasmar a los dos hombres de mi casa, pues ellos no amaban este lugar mío. Se aburrían en él, les hacían falta tantas cosas. Ingenua, pensé que la mesa de pool podría suplirlas. Vinieron un par de veces para que me pusiese contenta y no volvieron. Trinidad y yo en el campo, Juan Luis y Jorge Ignacio en la ciudad.
Cuando nos acurrucamos al lado del fuego con el vino tinto, él prendió ese cigarrillo. Adheridos, como si nos hubiesen cosido, atado, alguna parte del cuerpo sujeta, eslabones uniéndonos. Entonces me lo dijo.
– También yo me voy, Blanca. Me voy a Australia.
– ¿Qué? -era como si me dijese que se iba a Marte, no, nadie podía irse a Marte.
– No tengo nada que hacer aquí. Lo he pensado largo, no quise contártelo hasta tener la seguridad…
– ¡Pero cómo puedes irte si me quieres…!
– ¿No te vas tú a Nueva York?
– De acuerdo, pero estaré viniendo, lo haré por ti…
– Blanca, Blanca, no nos mintamos. Nada es tan fuerte en ti como tu propia tradición. Vendrás a Chile porque tu clan estará aquí, porque este campo estará aquí, y además porque estaré yo. ¿Es cierto o no?
Lo miré dubitativa.
– Sí, es cierto.
– Créeme, si tú hubieses sido otra, me habría jugado por Chile, por quedarme. Pero no eres esa otra ni yo quiero que lo seas. Me enamoré de ti, y lo asumo.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque primero estarán siempre tus hijos y tu marido, porque nunca lo dejarás. Porque incluso frente a Nueva York has sido incapaz de decir no. No lo dirás nunca, Blanca, ¿verdad? ¿Vale la pena quedarse, entonces? Recuerda que no tengo anclas y que además, este país me duele. Dos razones para seguir dando vueltas por el mundo.
– No te vayas, Gringo. No me dejes.
– ¿No te das cuenta que ya me has dejado tú a mí?
– Es que Australia está tan lejos. Por lo menos si eligieses otro país…
– Es su lejanía lo que me arrastra hacia ella.
– ¿Tiene esto que ver con el Informe y con la pena de los demás?
– Te dije que me dolía este país, si a eso te refieres. Unos instantes de silencio, yo le seguía concentrada los pasos a su respiración.
– Este país está insensible, porque no puede más, porque el daño ha pasado a ser parte de él, y ha construido su orden sobre este daño.
– No hables de país, hay de todo…
– Se convivió con el horror tanto tiempo, Blanca… -sus dedos largos cruzan con suavidad mi cabeza y se sumergen en mi pelo, su mirada se ha puesto ausente- Hubo que negar este horror y excluirlo para resistirlo.
Lleno su copa otra vez, también la mía, si pudiera empaparme de vino entera.
– Soy un ser que vaga, y eso siempre lo supiste.
– Pero, ¿por qué te fuiste la primera vez? ¿Porque te habían detenido?
– Me fui por el mismo horror del que te hablo. ¿Cómo lo hacía para reconocerlo y sobrevivir simultáneamente? Creí que el aislamiento y el encierro en mí mismo podrían evitar el sentirme siempre amenazado. No todos lo vivieron así. Hubo muchos a quienes su compromiso salvó. Las causas sostienen…, pero yo no tuve más causa que mi propio miedo. ¿Sabes, Blanca? -juega siempre su mano con mi pelo y se la tomo, restregándola, fijándola, no se vaya a ir esta mano-. Esos años en el Sur, en Aysén… me dediqué a expulsar de mi mente todo lo siniestro… temí en algún momento de conciencia convertirme en un sicópata. Programé mi exclusión del mundo, hasta convertirme en un apático, en un indiferente.
– Pero, dime, Gringo ¿por qué no la peleaste?, ¿por qué te dejaste destruir?
– No tuve la capacidad de elaborar la tortura…
– ¿Y porqué no pediste ayuda? Victoria me ha contado… dice que los sicólogos han ayudado a otros…
– Supongo que se necesita un mínimo de autoestima para eso… y yo no la tenía…
– ¿Y quién paga por todo eso?
– El cuerpo… siempre un lugar simbólico.
– Ese cuerpo que me va a dejar…
– Perdón, mi amor, pero debes comprender: para esperar cualquier cambio de verdad, habría necesitado recordar, sentir, llorar. No pude -se suelta de esta jaula que son mis manos, me toma el rostro con las suyas y me clava el verde con infinita ternura-. Me perdí a mí mismo.
Miramos los dos al fuego como si el fuego nos diese una escapatoria, como si en las lenguas naranjas pudiésemos encontrar alguna respuesta. Gringo, mi Gringo, qué te han hecho, qué te hicieron, mi amor, dímelo, por qué te ocurrió todo esto, habla que mi corazón se va a partir, habla de una vez, Gringo, cómo sanarte, no resisto tu pena, no la resisto…
Y entonces dijo aquello, por segunda vez desde que nos conocíamos, nombró esa palabra que nos taladraba, esa palabra que sólo se pronunció hace mucho tiempo atrás, cuando conocí el departamento del centro de la ciudad.
– Mi impotencia es mi único lenguaje del dolor. Quizás podré sanar el día que elabore este duelo.
Enterré mi cabeza en su regazo y cerré los ojos llenos de él.
– Princesa mía, al menos quiero que lo sepas: has ayudado en este proceso. Has ayudado, con tu ignorancia y tu ingenuidad, has ayudado mucho más de lo que tú misma sospechas.
Nos besamos y en ese beso se nos fue la vida.
Mi cama allí era mi cama y por eso pude tenderme con el Gringo en ella, sin culpa ni traición. Lo desvestí como si fuese la última vez y lo toqué con verdadero frenesí. Nos acariciamos largo, largo como sólo un hombre y una mujer que saben de carencias pueden hacerlo. Recorrí su cuerpo besándolo parte a parte, centímetro a centímetro, no fuese a quedar un solo pequeño espacio que no llevara la huella de mi boca. Sentí que su miembro se endurecía más de lo habitual y lo adoré por eso y lo besé y lo lamí con el amor más grande de la tierra. Volvió su cuerpo sobre el mío, de nuevo es ese abrazo hambriento y abrí mis piernas sujetándolo sobre mí. Dije palabras que nunca había pronunciado, que no sabía siquiera que supiese, que tampoco sabía que había llegado a sentir, que nunca estuvieron en mí con anterioridad, todas las palabras que se pueden decir y todas me parecieron legítimas y suyas y verdaderas y reales. Tuvo una mirada nueva mientras nos acoplábamos y sin darnos cuenta, como si ambos fuésemos otro, empezó a penetrarme. Lenta, muy lentamente. Nunca su dureza llegaba al punto de poder hacerlo y yo -en alguna parte de mi mente- siempre esperaba ese toque, esa rotura, la que me constatara que éramos solo uno. Como la virgen que lo necesita para saberse poseída, comenzó ese desgarre que nos salvaba. Y al unísono se situó ese desgarro en mi sexo y en mi alma, sentí su profundidad en mí, abrí más y más las piernas dándole la bienvenida, abierta y rasgada, lo recibí y al ser penetrada quise que me rompiera, que me rajase entera, que me perforara. Más y más. Hasta que por fin pudimos fundirnos y supimos al acabar que éramos un solo ser, no fue posible distinguirnos uno del otro, éramos la misma cosa, una misma misma cosa.
Comenzamos a despegarnos poco a poco para mirarnos, y como dos ciegos nos tocamos, como ciegos a los que les basta las manos, recojimos cada detalle de nuestras caras y las guardamos como en un camafeo. Apañó mis ojos y me habló besándolos.