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– Bien sabes que no creo en Dios. Pero algo así debe ser la comunión.

No logramos hacer nada sino cerrar los ojos en el silencio del campo.

Seguí con los ojos cerrados soñando, soñando que me iba con él hasta el fin del mundo. Entonces me besó los párpados cerrados y me dijo en un murmullo.

– Que se duerma mi princesa.

Inundada de la más total plenitud, la que no tuve nunca antes ni después en la vida, me dormí. Debe haber sido ya tarde, ya noche, cuando sentí ruidos. Fue un sexto sentido el que reaccionó a algo que enturbiaba esa paz. El Gringo dormía como un ángel a mi lado. El sueño de los justos, pensé al mirarlo, y comprendí que dormiría como no lo había hecho en años. Me levanté en puntillas, en silencio me puse los calzones y su sweater largo, lo primero que encontré a mano. Siempre recordaré el olor rápido de transpiración de ese sweater. Bajé las escaleras, estaba oscuro. Abrí la puerta de mi casa y vi lo que nunca esperé ver: el acero azulado de un BMV. El corazón me latió como una perfecta maquinaria cuando se dispara y pierde su rumbo. Reconocí las dos figuras adentro del auto. Corrí hacia ellos.

– ¡Llegaste! -casi sin voz.

– Parece que no me esperabas -la de Juan Luis era gélida. Y mi hijo a su lado.

– No, creí que llegabas mañana -¿notaría él cuánto temblaban mis palabras?

– ¿Qué haces aquí, si me permites la pregunta? ¿Pretendía hacer un escándalo delante de Jorge Ignacio?

– Vine a buscar unas cosas y me tendí y me dormí. Juan Luis abrió la puerta del auto par a bajarse. ¿Cómo detenerlo?

– No, no te bajes, es tarde. Vámonos juntos a Santiago.

– ¿Y tu auto?

– Vengamos a buscarlo después, igual debemos acarrear tantas cosas- ¿de dónde salía ese dominio que parecía estar demostrando?

Miró bien el pasto y el jardín y pareció consolarse cuando vio solamente el Peugeot estacionado, sólo escenario conocido. Quizás yo no mentía.

– Espérame aquí -le ordenó a Jorge Ignacio, que ya abría su propia puerta. -

Oirninó conmigo haría adentro.

– ¿Por qué tiemblas?

– Tengo frío.

– ¿Por qué estas casi desnuda? Blanca, ¿qué pasa? Y algo inexplicable me sucedió.

– Juan Luis, baja la voz y te lo diré. Hay un hombre arriba, un hombre que duerme y que vino conmigo y al que no volveré a ver. Por el amor a tu hijo, y por todos estos años, déjame vestirme rápido, en silencio, y partir contigo. Que Jorge Ignacio no se dé cuenta de nada. Luego hablaremos, cuando estemos los dos solos.

– No te creo -fue cuánto pudo decir.

Fue la sorpresa que lo paralizó. Era lo último que habría esperado de mí. Se quedó donde estaba, sin cruzar el umbral de la puerta. Una estatua Juan Luis.

Aproveché su inmovilidad, sabía que no duraría. Subí rápido, me saqué el sweater del Gringo, mientras él soñaba -en otra galaxia, probablemente-, mientras no sabía cómo yo lo protegía. Me vestí con total rapidez y dejé las llaves de mi auto en el hueco de la almohada, imposible que no las viera, él comprendería. Lo miré y me despedí con los solos ojos.

Bajé en un instante y me dirigí al auto de mi marido, éste aún petrificado en el umbral de la puerta. Pero no fue capaz de partir con la dignidad que yo esperaba, como habría partido yo. Entró y subió las escaleras. Lo raro es que lo hizo sigilosamente. Miró a través de la puerta de mi pieza, comprobó que era cierto, y bajó. No despertó siquiera al Gringo. Subió al auto, lo hizo partir, aceleró fuerte y se alejó del lugar. Cuando ya salíamos a la carretera, detuvo el motor. Se bajó, dio la vuelta y abrió la puerta de mi lado. Me tomó del pelo y levantó su mano. Me cruzó la cara con esta mano, impregnada de rabia y descontrol.

– ¡Puta!

Jorge Ignacio miró esta escena aterrado.

– ¡Por el amor de Dios, Juan Luis, está tu hijo ahí!

– ¡Que sepa mi hijo la madre que tiene! -y volvió a pegarme. Más que los golpes, me dolieron los ojos testigos, esos pobres ojos de mi niño. Mi niño grande.

Yo creí que las mujeres a quienes les pegaban eran otras. No yo.

Manejó en el más total silencio.

Y en ése, el silencio de la carretera, cuya helada tensión pudo convertir el aire en verdaderas estalactitas, yo tuve sólo tres pensamientos: el primero, si Honoria no hubiese estado accidentada, esto nunca habría sucedido. Ella lo habría retenido, la casa no hubiese dado esa sensación de abandono, Jorge Ignacio no habría estado ofuscado y a Juan Luis no se le habría ocurrido partir al campo. Honoria vio una sola vez al Gringo y su sabiduría de siglos lo debe haber sabido. El zarco, lo llamó, el hombre de los ojos claros.

El segundo pensamiento fue que Juan Luis era un cobarde. Prefirió pegarme a mí que pegarle al Gringo, debe haber divisado su porte en mi cama y decidió no enfrentarlo, mejor descargarse en mí -una acción, al final, gratuita- y de paso le quitaba al Gringo la posibilidad de defenderse, o de defenderme a mí, o cualquier acción de honor que el Gringo, por supuesto, hubiese preferido como desenlace.

Y el tercero, que esos golpes, y todos los que hubiese querido propinarme, bien valían la noche vivida.

Cuando llegamos a Santiago, me dijo.

– A mi casa tú no vuelves. Bájate aquí.

– No me bajaré a esta hora de la noche. También es mi casa, y está mi hija ahí. Tengo derecho.

– Has perdido todos tus derechos, Blanca, y más vale que lo vayas sabiendo.

Mi memoria ni sabe cómo llegué esa noche a San

Damián. Pero sí sabe del último de los pecados que cometí frente a Juan Luis: entré al living vacío, me senté en el más grande de los sillones tapizados de blanco y allí deposité toda la bilis que mi cuerpo contenía.

Para siempre esa mancha en el blanco inmaculado.

* * *

Así fue como empezó la guerra.

Así fue como me abandonó Juan Luis. Se llevó a mi hijo con él, quien al despedirse guardó silencio. Ni una sola palabra, mi hijo.

Mi familia vio la posibilidad de hacerle un juicio y quitarle a Jorge Ignacio, pero me negué: sería aún más traumático para él. Ya no era un niño, yo no lo forzaría a quedarse conmigo. Aún sabiendo que ello me rompería en dos, a Trinidad no quiso ni pedirla. No fue por hacerme un favor a mí, le sobraba la niña, era muy pequeña para hacerse cargo de sí misma. Lo que sí se preocupó fue de avisarme -por si tenía algún plan en la cabeza- que no extendería ningún permiso para mover a Trinidad del país. Inmovilizada Trinidad, gracias a nuestras maravillosas leyes. Inmovilizada yo. (¿Sabría algo de Australia? ¿O actuó bajo mera intuición?)

Juan Luis decidió irse a Nueva York de inmediato. No volvió a dormir en nuestra casa, fue sólo a hacer sus maletas y a ver qué se llevaría. Habló antes con un abogado. A mí me representó mi hermano Arturo. Quiso dejar andando los papeles de la nulidad y yo no me opuse. No me volvió a ver luego de esa noche. Se las arregló para evitarme, y yo no tenía nada, absolutamente nada que decirle. Partió con Jorge Ignacio. Nos quedamos las mujeres en San Damián: Trinidad, Honoria y yo.

Aunque la familia no vio con buenos ojos el que yo tuviese otro hombre, se puso de mi parte como corresponde al espíritu de clan y consideraron altamente reprobable la actitud de Juan Luis, la de quitarme a mi hijo, y la de golpearme, cosa que me preocupé de divulgar. Ellos se hicieron cargo de todo, poniéndome como condición no volver a ver a este «otro» por un tiempo, lo entorpecería todo, Juan Luis podría estar siguiéndome por si yo acudía a los tribunales, incluso podía ejercer acción contra Trinidad si provocaba aún más sus iras. Accedí; habría accedido a cualquier cosa en el estado de presión en que me encontraba. No pensé en los plazos del Gringo, en Australia, todo lo dejé para después. Sofía dice que en alguna parte de mi conciencia culpé al Gringo por haberme desbaratado la vida. Eludí las cosas prácticas, estaba demasiado destruida para pensar en ellas. Mis hermanos lo hicieron por mí y se preocuparon de la partición de bienes y cosas por el estilo. Hubo frases grandilocuentes como las de mi padre: nadie estafará a mi hija, para algo sirve la sociedad conyugal y el capital que su padre ha aportado a ella. Y frases irónicas como las de Pía: cartuchona serás pero no huevona, hermanita.