Naturalmente los ahorros, todos a su nombre, partieron con él. La casa de San Damián era un regalo de mi padre y estaba a nombre mío, todo un capital, decía Arturo, no debía inquietarme. Pero vendría más adelante el día a día. Entonces debí mirar el campo por primera vez con otros ojos. En el futuro debería atender las explicaciones y cuentas de su administrador -otro de mis hermanos- y por fin escucharlas. Lo que antes fue accesorio pasaría a tomar un lugar central. Y me encontré orgullosa de tal sustento, de comer por fin del fruto de la tierra.
* * *
Déjame intervenir por primera vez.
Yo estaba contigo esa noche. ¿Quieres que recordemos juntas? ¿Me escuchas, Blanca?
Tus ojos eran de una profundidad tan, pero tan bella… no sabes qué belleza había en tus ojos. Te disfrazaste, te maquillaste dramática, te vestiste toda de negro, una Juliette Greco de los noventa, y trágica apareciste, larga, el kohl en los ojos, negra, tu pelo rubio, sólo algo de plata colgaba de tu cuello delgado y era redondo el negro en el escote de tu garganta.
Entraste jugando el único rol -creíste tú entonces- dramático de tu vida. Nos miraste a los tres: Sofía, el Gringo y yo, demudados ante tu solemnidad, ante esta Blanca transformada.
– Me quedaré contigo -le dijiste al Gringo y el kohl en tus ojos los profundiza aún más.
Los tres mudos, mirándote en silencio.
Mi Blanca, alba en tu inocencia, trágica, bella, perdida, temí que tu esbeltez te quebraría. Quedaste parada en el centro, sola como nunca lo estuviste en tu existencia.
Los deseos se torcieron y tu esbelta palidez se estrechó.
Sus raíces no estaban en ti, no estaban en tus arterias ni en tus venas ni en esos delgados huesos, ¿no lo sabías? Llegaste a él hambrienta y mutilada, y tampoco lo sabías. Diviso la punta de tu lengua rozando tus propios labios, Blanca, obsesiva mirando los suyos.
– Me voy -te contestó él.
– No, no puedes irte.
– Parto.
– ¿Por qué? -le preguntaste una vez más.
– No hay lugar para ningún sueño aquí… por lo menos allá tengo la evidencia de la falta de sueños.
– Habrá vacíos allá…
– Prefiero esa vaciedad a este lleno engañoso. Fue más tarde que murmuraste.
– Aquí estoy yo, Gringo. Al menos esta patria me tiene a mí.
– No me basta, Blanca.
Te corrió una lágrima y él te dijo.
– Vente conmigo.
– Imposible. Está mi hija -y luego agregaste: -Y están las raíces.
Alargaste tus manos. Mis manos impías, dijiste. Y el Gringo te envolvió una, luego la otra.
Sofía y yo los abrazamos. Sofía y yo estábamos tristes como ustedes. Todos estábamos tristes. El Gringo partía. Todas quedábamos solas. No era tu única soledad.
Fue el día de tu máximo esplendor. Si te hubieses visto, por una vez habrías creído en tu belleza.
De negro en tu blancura solitaria, desde las honduras mismas de la materia apareció esta visión que nos enmudeció a Sofía, al Gringo y a mí. Y él te dijo que te recordaría siempre con la tierra como tu telón de fondo y todos pensamos más allá de los cerros y de los naranjos.
Trasunta tu desamparo, Blanca, como los hogares de los pobres los domingos, cuando la precariedad les convierte ese día en extramuros. Esa eres tú hoy.
Te colgaste de él, te arrodillaste y abrazaste sus pies. Inmóvil el abrazo, inmóvil el Gringo que sabía que de todos modos iba a abandonarte.
– ¡No me dejes, Gringo!
– Volveré por ti. Volveré por ti… mi amor -Sofía y yo fuimos testigos del único eslabón para tu esperanza.
Esa noche fuiste de fuego. Tu intensidad nos amainó, tu audacia nos acobardó, tu soledad nos advirtió. No aflojes, te dijimos Sofía y yo sin palabras.
Han hecho diana en ti, te han herido, Blanca en llamas, ¿tienes miedo?, ¿quieres huir?, ¿ temes que te arranquen de cuajo el corazón?
Tanto sudor…, ¿no temiste derramarte? Tanta saliva…, ¿no temiste secarte? Tanta humedad…, toda la humedad se desprendió de tu cuerpo esa noche. Y no la recobraste como rocío.
* * *
Latente y sorda tu aflicción. ¿Y la rabia? La rabia… ¿dónde? Tus lamentos en silencio. También yo lloré esa noche por ti, pero resentida, resentida yo por tu propia falta de resentimiento.
Soy frágil, Sofía, fueron tus pobres palabras.
(Esa fragilidad explotaría mas tarde en mil fragmentos.)
Me dijiste un día, el mundo del dolor ha pasado a tener un nombre para mí: Victoria. Ahora te digo, sin piedad, que ese nombre es el tuyo.
Para Victoria han pasado quince años de suplicio sostenido. Su darlo es ya casi atávico, y créeme, Blanca, irreversible. Ni a ella ni a los otros los salvarán. Nada los salvará. Te insisto: el daño ya los ha horadado y tú pareces aún no comprenderlo.
Tu callado sufrimiento fue otro. Y podrías haberlo aliviado. No eras la primera mujer del mundo que pierde al marido y al amante. Pudiste renacer mil veces, cosa que a Victoria le está vedada. Pudiste empezar de cero y hacer una linda corrida. Pero para ello debías sacar la rabia. Reaccionar. Y enjuiciar: enjuiciar a ese par de hombres que amaste y borrarles el maquillaje, frotárselos sin temor a la luz cruda. Quizás con Juan Luis hiciera menos falta. Pero el Gringo…
Yo también estaba hechizada con el Gringo, Blanca, todas lo estábamos. No niego las muchas bellezas de ese hombre. Tampoco niego tu amor ni te lo desatiendo. Pero ninguna verdad es total, nada del todo blanco, nada del todo negro. Y si hubieses hecho la prueba de amar a un Gringo de verdad y no a ese vikingo etéreo que tú inventaste, me inspiraría más respeto tu devoción. Si ibas a desangrarte por él, al menos hacerlo por el hombre de carne y hueso y no por el que tus ojos nublados desfiguran. Hacerlo por ese hombre que no conoció el compromiso, que se solazó en el tormento sin mover un dedo para salir de él, por ese hombre que arranca y arranca cobarde, que no fue capaz de quedarse contigo cuando tú más lo necesitabas. Desángrate por ese hombre que no sospecha lo del vocablo amor. No, no lo sospecha, Blanca. Sólo sabe del juego del estar y no estar, como la más vil de las histéricas. Es ese tu hombre, el que a veces tiene un horrible rictus en su boca. El que huele ahumo y no a carne. El que se esconde tras la música y los libros, pedante, porque no tiene los cajones para vivir fuera de ellos. El que te quiso, Blanca. ¿ Quieres más o me detengo ya?
Estabas tan indefensa esa noche, tan indefensa…, cualquiera te hubiese podido adueñar. Podría haberlo hecho un amor grandioso o una iluminación, pero fue el rayo del que habló Honorio.