Me han traído al fonoaudiólogo. Me advierte que tengo un año para mejorarme, que la curva de mejoría en estos casos -raros, por cierto- se detiene a los doce meses, así de preciso. Me lo repite: si no avanzo, será éste el estado en que permaneceré. Una carrera contra el tiempo, cada día de los doce meses son cruciales, debo ganarle al tiempo y mejorar, mejorar todo lo posible, llegar a esa mínima meta: la de poder comunicarme. No es que este pobre señor me mienta y me diga que me curaré, no. ¿Pero doce meses? ¿Quién dijo que me importa el mañana? ¿Quién dijo que estaré viva en doce meses? O dicho con exactitud, ¿quién dijo que me importaría estar viva en doce meses más? ¿Y quién se ha arrogado el poder de decidirlo por mí? ¿Me ha hecho alguien la pregunta?
¿Le habrán explicado al fonoaudiólogo que me puede venir otro ataque de un minuto a otro y que toda su planificada curva de mejoría se haría pedazos? ¿Que es esa la amenaza real que pende de mi cuello?
Es un hombre joven, menor que yo. De él se desprende una seriedad a toda prueba, la diversión no parece ser parte de su oficio. Usa trajes oscuros, casi siempre es el mismo, uno café. Brilla un poco. Bajo la chaqueta, un chaleco gris abotonado. Más bien estrecho el chaleco.
Su cara, casi lampiña, es rosada. Y pálida como la cera los días de más frío. Sus manos parecen las de una mujer, cortas, finas, de uñas bien recortadas. Su olor a after-shaving es el mismo que he olido mil veces en mil lugares. Pulcro él. Pienso sorprendida que habrá mujeres que se enamoran de hombres así. Como dice Honoria, a nadie le falta Dios. Me humilla cuando abre su maletín y saca cartones con signos y figuras enormes, como casas o manzanas. Me pregunta si distingo lo que son. ¿Me creerá estúpida? Me dan ganas de llamar a mi hija para que le enseñe a ella, que aún nada sabe. Dudo que yo aprenda algo. Tampoco me muero de ganas de aprender, de re-aprender. De partir de cero.
Vivo en la melancolía de la expresión más virginal, como si se pudiese volver a partir.
* * *
– Sus propios pensamientos le hicieron volar la cabeza a la señora -fue el diagnóstico de Honoria. Sofía se ríe y yo también.
Honoria tiene toda la razón.
El éxito era el mandato principal de la familia. Y en eso estaba yo, tratando de cumplirlo con toda naturalidad, cuando conocí a Victoria y se me empezó a trastornar la vida.
Fue todo tan simple.
Mí título de profesora estaba guardado en el cajón de la antigua cómoda de caoba, regalo de matrimonio de mi abuela. La pelusa de polvo que cubría ese cartón universitario lo decía todo. No lo necesitaba para ganarme la vida ni para acreditarme ante nadie. ¿Sabes cuántos títulos igual a ese hay en el país, sabes lo poco que vale?, preguntaba Juan Luis irónico, olvidando, parece, la responsabilidad que le cabía en su adquisición. De todos modos, los trabajos que yo hacía eran todos ligados a la beneficencia, nunca fueron remunerados. En mi familia los hombres eran todos solventes y sus esposas no debían inquietarse con el tema.
Para ser precisa, toda esta historia empezó por Sofía.
Sofía había tocado lo que durante años más amé: mi hermano Alfonso. Era mi cuñada favorita y fue ella quien llegó a pedir ayuda. Necesitaba sacar adelante a un niño de diez años que padecía problemas de aprendizaje. La familia del chico no tenía medios para pagar ayuda especializada.
– ¿Y quién es este niño?
– Es hijo de una amiga mía, ex paciente -Sofía era sicóloga-. Me interesa especialmente su caso, por eso me atrevo a molestarte.
Como era mi hábito, accedí. La palabra no era casi inexistente en mi vocabulario. Programamos la primera cita. Sofía me entregó la hora, el día y la dirección. Un poco más de un año ha corrido desde aquella tarde.
Sofía fue -hasta entonces- lo único raro acontecido entre nosotros. Nadie se casaba dos veces. De hecho, cuando Alfonso se separó de su primera mujer, fue como si la tragedia se hubiese colado bajo las puertas. Como en la familia no se conocía aún esta palabra -tragedia- se la asignamos a tal hecho cuando se gestó.
– ¡Qué cojones tiene! -fue, en privado, el comentario de Juan Luis.
Es que mis hermanos y yo nos habíamos casado para toda la vida, como lo hicieron nuestros padres y nuestros abuelos. Y un día, en esos largos almuerzos de los domingos donde nos reuníamos todos, Alfonso avisó, mientras tomábamos el pisco sour, que se había separado. Debe haber sido el primer domingo que, sin razones evidentes como viaje o enfermedad, Luz no asistió.
Que fue un golpe la separación de Alfonso, lo fue y por mucho tiempo un tema tabú. Ningún miembro de la familia lo hablaba en voz alta, aunque cada pareja, ya en el silencio de sus dormitorios, lo hubiese analizado y comentado mil veces. Peor lo tomaron mis tres cuñadas que mi hermana Pía y yo, seguro que temieron que se sentase un precedente. Pero con el tiempo se tranquilizaron: nadie más se separó. Ellas no contaban con lo que aún habría de venir. Se tomó como una locura de Alfonso y la frase cliché, que nunca falta en estos conglomerados humanos, fue que Alfonso era distinto, que siempre había sido distinto.
Mi debilidad por él nunca fue disimulada. Nuestra cercanía se creó en la infancia, sólo por casualidad, porque uno nació inmediatamente después del otro. Cuando Alfonso entró a estudiar Medicina, juré seguirlo. Lo hice pero no prosperó, aunque eso es harina de otro costal. Hoy es ginecólogo y una de las razones que lo inspiró a especializarse en problemas de esterilidad fue mi útero bicórneo, que tantos problemas me causó y que me hizo parir con grandes dificultades sólo dos hijos y no diez como hubiese querido. Fue cuando él aún estaba en el internado que decidió casarse con Luz, novia reciente, compañera de curso mío en el colegio. Recuerdo bien el día que Alfonso me comentó: de puro caliente, Blanca, sólo por eso me casé, me moría por acostarme con ella y no había otra forma de hacerlo sino casándose. Si me hubiese dado la oportunidad de desahogarme a tiempo, habría tenido las antenas más despejadas. Y también recuerdo que al oírlo me perturbé: no estaba habituada a hablar de sexo con nadie, menos con mis hermanos.
Dice haber convivido con Luz en una rutina intrascendente y poco divertida -la que vive casi toda la humanidad, acota Sofía- y que le resultó superior a su resistencia. Los clichés siempre tienen un fondo de verdad: Alfonso era distinto. No creo que su matrimonio difiriese mucho del resto de los de la familia, pero él no lo aguantó y lo rompió.
A pesar de lo unidos que éramos, ninguno logró saber cuáles fueron sus pasos durante los años siguientes. Nos llegaba todo tipo de rumores desde la vasta vida social que acumulábamos entre todos. No le faltaron mujeres a Alfonso. Mamá decía sin pudores lo buen partido que era y yo pensaba que su ternura debía enamorar a cualquiera. Pero ninguna de ellas fue llevada a la casa materna a almorzar un día domingo.
Hasta que apareció Sofía.
No era lo que la familia esperaba ni respondía al molde de las mujeres que la formábamos.
Sofía usaba colonias de hombres y no había filtro entre su pensamiento y su palabra. Le gustaba la ropa de patchwork, los cuadros de su living eran de Samy Benmayor antes que se hiciera famoso e incitaba a sus pacientes a leer a Fuguet. Se tomaba la profesión en serio y las formas bastante en broma. Trabajaba en un hospital -donde conoció a Alfonso-, además de su consulta. Cosa rara para mí: se ganaba la vida y no necesitaba el dinero de Alfonso. Era mayor que él, opinaba de política en la mesa sin comulgar precisamente con nuestras ideas, y más encima cargaba con «uno de estos apellidos modernos», como recalcó mamá. Una self-made woman. Sencillamente no tenía nada que ver con ninguna de nosotras. Esto indignó a Luz y, vengativa, se negó terminantemente a firmar la nulidad, a pesar de la suculenta pensión que recibía de Alfonso. Sofía estaba a favor de una ley de divorcio y opinando que la nulidad era una perversidad jurídica y que se cagaba en ella -esas fueron sus palabras-, ante nuestro estupor, se fue a vivir con Alfonso sin firmar contrato alguno.