– Veré si sé me ocurre algo.
Victoria me miró entre divertida y asombrada.
– No tienes nada que ver con esto… Sólo te estoy contando, no pidiendo.
– Pero quizás pueda ayudar en algo…
– ¿Ayudar? ¿Crees que no has ayudado bastante? Lo que haces por Bernardo no tiene precio. Bueno, Sofía siempre ha dicho que eres un ángel.
Llegó Bernardo con las tazas y la tetera. Yo no tomaba sino café. En mi existencia el té era sólo a las seis de la tarde con un par de tostadas. Me pareció raro esto de tomar té a cualquier hora.
– Perdón, ¿no tienes café?
Victoria se largó a reír.
– ¿Café? ¿Estás loca? Es muy caro. Ya, no le hagas asco a una simple taza de té.
– ¿Y qué vamos a comer, mamá, si te quedas sin sueldo? -Bernardo no parecía compungido sino discretamente preocupado. No debe ser la primera vez, pensé para mis adentros mientras me apenaba esa mirada de hombre grande que cruzaba a veces sus ojos.
– Comida hay donde tu abuela Yola, no pasarás hambre -me miró explicándome-. Mi mamá vive en este mismo pasaje.
– ¿Y cómo vamos a pagar el arriendo?
– Dios proveerá, no te preocupes tú. Déjamelo a mí. Mañana pensaré. Por ahora trataré de relajarme, mi cabeza ya revienta.
Sirvió un té para mí, otro para ella, estrujando las bolsitas. Cerró los ojos y acarició su frente oscura. Bernardo y yo guardamos silencio, casi con respeto. Al abrirlos parecía imbuida de otra realidad.
– Eres tan bonita como decía mi hijo -me sonríe-. Alta y rubia, todo lo que mata por estos barrios.
Sonreí de vuelta, vagamente molesta por la simple conciencia de mí misma. Me sabía «adecuada» -ésa sería la palabra correcta- estéticamente hablando, pero me sabía más que me sentía. Me llevé la mano al pelo, característica mía cuando era observada. Llevaba ese mismo peinado desde los cinco años, clara cabellera de Príncipe Valiente, siempre bien recortada, la salvación para las lisas sin mucho pelo como yo. Los voluminosos rizos negros de esta mujer a mi lado me sometían al más total contraste. Terminé mi té con rapidez y me levanté, sintiendo la mirada de Victoria sobre mí. Y de nuevo esa risa, en la que no distingo entre la ironía y la llanura.
– Estás con cara de culpa por tu metro setenta y tu pelo rubio… No seas tonta, debieras sentirte fantástica.
A partir de ese día, Victoria estuvo en casa cada tarde que llegué para la lección.
Por supuesto esa noche le hablé -fragmentadamente- a Juan Luis.
– No pretenderás que la lleve de secretaria al banco, supongo. De partida, debe hablar inglés. Y con la pinta que la describes…
– Pero debe ser harto más culta que las modelos esas que atienden tu oficina. Después de todo, escribe poesía.
– No es mucho como curriculum. En este país uno levanta una piedra y aparece un poeta. ¿Ha publicado?
– No creo.
– Patético, Blanca, patético. La poetisa inédita. Típico de las mujeres escribir poesía. Y si se meten con la novela, siempre son cortitas. Todo mínimo. Muy femenino.
– Yo no sería capaz de escribir un solo verso, Juan Luis. No la mires tan en menos.
– Tú no lo necesitas, mi vida. Tú no necesitas nada para hacerte camino. Tu naciste pavimentada.
* * *
Las sesiones con el fonoaudiólogo. Los ruidos, aquellos malditos ruidos míos.
– Da-mas-co.
La palabra damasco. Claro que la tenía delineada en mi mente. Fueron sesiones enteras para llegar a decirla, sílaba a sílaba, con enorme dificultad. Todos los pliegues y dobleces de mi boca terminaban en una gran arruga, en una arruga gigantesca para llegar a la da, al mas, al co.
Cojo la palabra en mi mano y la escondo.
Cuestan tanto trabajo. Al comienzo un poco de sonido es siempre muy grueso. Procuro adelgazarlo, pero ¿cómo puedo manejar un poco de sonido, un poco de voz, un poco en la garganta, un poco en la lengua que gotea adentro de la boca, un poco de fealdad sobre el silencio?
Cada día, al irse el fonoaudiólogo, siento mi lengua tumefacta. Como si se me hubiese ahogado adentro de la boca, como si mi boca fuese una ola inmensa que la inundó. Me la imagino purpúrea e hinchada como la de un animal que ha perecido en el agua.
Igual, él llega cada día. Y siente que vamos ganando porque después de todo he dicho:
– DA -MAS -CO.
Hago un esfuerzo desmedido. Tenso mi voluntad, la estiro obstinada. Me desespero. Y los sonidos que salen de mí son gárgaras para el abismo.
Me maltrato, me re tacho, me dejo fuera.
Quedar del todo fuera, qué tentación.
Ser libre: dejar de ser persona. Dejar de ser persona: la libertad.
La tentación de vivir en los márgenes.
Mi padre me dijo un día: de la presidencia del banco a las riberas del río Mapocho. El no creía en el interregno, para él no había grandeza allí. Que el día que decidiera que el gesto de desnudarse cada mañana para recibir esa agua curativa ya no le hiciese sentido, el día que una ducha le resultara un gesto titánico, ese día empezaría a ser un mendigo. O la grandeza o la decadencia, que a sus ojos era grande igual, mientras fuese total. Me explicó de las etapas intermedias -cuando el derrumbe es inminente y no se le acepta, cuando se le pelea sin lograr hacerle el quite-, son ellas las verdaderamente decadentes. Un rey o un mendigo, nada de términos medios.
Recuerdo que el día que me lo dijo reí.
Hoy: mil veces una homeless de Manhattan que una media mujer aquí en Santiago.
* * *
Me quedo en cama cada vez más seguido. ¿Para qué levantarme? No tengo nada qué hacer, ni deseos latentes, nada. Las visitas y el fonoaudiólogo son mi única actividad, ninguna elegida por mí. Las visitas empiezan a disminuir, ya pasó de moda el tema de mi enfermedad. Además, la gente no sabe qué hacer conmigo. Algunos creen que la afasia es una especie de locura, que estoy mal de la cabeza y me temen. Otros se desesperan de hablar solos y no vuelven más.
Trini se acurruca como un gato a mis pies y le hago cariño. Paso largos momentos, los únicos de cierta gloria, tocando su cabeza rubia como la mía. Me habla y me habla en su medio idioma y no entiende mucho qué sucede: le han dicho que su madre está muda y ella me dice muda y ríe y yo río. Trini es lo único bueno de este mundo. Es raro esto de los hijos. Recuerdo haber pensado entonces, en medio de esa locura, la locura de entonces, que cuando el caos ha hecho diana en el amor -aquel amor de los hombres, con los hombres- y lo que resta de ello en uno es cansancio, inquietud y desamor, los hijos se revelan como la gran pasión. El sólo amor no supeditado en nuestro mismo corazón.
Victoria viene siempre con Sofía. Ellas me entretienen, las escucho, las observo, las escruto. Vínculo con la vida. En el caso de Victoria, vínculo que más bien duele. Los recuerdos de esa Blanca de otros tiempos a su lado son casi lacerantes. Después está Juana, mi amiga de infancia. Ella sí viene. Mis hermanos se juntan aquí en mi casa. Honoria les prepara tragos, mamá trae canapés, como si nada hubiese sucedido, sigue la vida familiar; pareciera que sólo se cambió el lugar de ubicación. Mi casa pasó a ser la casa de mi madre y todos discuten y bromean y conviven arriba mío ignorándome, olvidan pronto mi presencia. Mis cuñadas con sus caras compasivas y Pía, como hermana mayor, apoderándose de mi casa. Ella es mi vecina, compramos juntas estos sitios y juntas nos construimos estas casas y desde que me enfermé abrió una puerta por el jardín de atrás y así ambas casas -ambas de ella, al parecer-pueden funcionar como una. Sofía me contó que en reunión familiar lo habían decidido, después de todo es una generosidad de parte de Pía, ya que no es fácil llevar dos casas a la vez, así evitaban traer a alguien a vivir aquí, que a mí no me habría gustado, ¿cierto? Yo me estoy poniendo mala, la enfermedad me está poniendo mala, ni siquiera soy capaz de agradecer lo que Pía está haciendo y me siento invadida y a la que menos le gusta es a Honoria, lo sospecho, entonces Pía manda a todo el mundo, da instrucciones y decide por mí. Todo eso sucede, pero cada vez menos. Hablan de cuando Blanca se mejore… y hacen planes, banalidades como viajes a Europa y cosas así, como si de verdad creyeran que todo esto es un paréntesis Casi no escucho, cada vez más en otro mundo. De repente, cuando hay mucha luz y la casa está sola, me levanto y busco recuerdos.