Aprovechando esta soledad me deslicé lentamente hacia el escritorio de Juan Luis. Había un cajón, uno entre esos muchos del antiguo mueble donde Juan Luis depositaba todo lo que tuviese que ver conmigo, todo lo que se relacionaba con nuestra supuesta vida de enamorados, no con nuestra vida matrimonial administrativa.
Abrí ese cajón. Buscaba mi caligrafía.
Desde que éramos novios, yo le escribía a Juan Luis. Desde el principio viajó mucho y yo sentía la necesidad de colorear esas ausencias. ¿Necesidad o deber, me pregunto hoy? Partía y yo fabricaba divertidos cuadernos y en ellos le hacía cartas-diarios de vida. Diez papeles amarillos recortados de sobres de revistas, con un clip rosado en su esquina. O veinte papeles de envolver, cuadrados y grandes, corcheteados al costado. Según el largo del viaje era la longitud del block que yo inventaba. En ocasiones incluso agregaba una portada, una gruesa cartulina de color llamativo y las titulaba: «Viaje a Venecia. Abril 1983». Cuando vino el boom económico de finales de los setenta y pudimos comprarlo todo, el goce de estos blocks aumentó: las librerías eran un carnaval para este pequeño hobby.
Sagradamente, cuando Juan Luis volvía, le entregaba mis cartas, poniéndolo así al día de toda su ausencia en un lenguaje ligero y con humor: desde el primer diente de Jorge Ignacio hasta cuando subió el dólar, luego de jurar el gobierno que no lo haría, hasta de los 39 pesos le hablé. Era mi gesto de amor.
Ahora las tomo en mis manos y siento cómo se acelera mi corazón. Mi caligrafía grande, confiada y bonita. Siempre las lapiceras, nunca los lápices a pasta. Mi Sheaffer con pluma de oro, objeto amado, con tintas negras brillando en la redondez de mi escritura. Siempre negra la tinta, mi distintivo. La Sheaffer ya no me sirve. Están casi gastados sus bordes, tanto uso. Debiera tirarla. ¿Valdrá la pena guardarla para Trinidad? Falta tanto para que ella la use. Tirarla mejor. No acumular nada.
Un día compré un frasco de tinta Pelikan de color turquesa. Llené mi pluma de oro. La estrené en un cuaderno personal -ya no para Juan Luis-: «A partir de hoy, dejo el negro. Escribiré PARA SIEMPRE en color turquesa». Eso ocurrió dos semanas antes de. Quedó el turquesa flotando, mis ojos ven su fantasma.
Palabras turquesas.
Vuelvo a las cartas y blocks que miro sin comprender, tratando de acordarme cómo era, cuándo era esto de escribir, de que fuera natural escribir, un don tan básico, mínimo, evidente, y hoy no comprendo lo que mi propia mano dibujó, los signos que yo misma hice. Los reconozco sin entenderlos y creo que así puede comenzar la locura. The dream was too much for you to hold (Over and over I keep going over the world I knew.)
Los blocks para Juan Luis hasta aquel día. Juan Luis volvía de Sao Paulo. Le entregué como siempre su regalo: mis cartas. Se las llevó para leerlas. A la mañana siguiente le pregunté su opinión sobre mi pelea con mi hermano Felipe.
– ¿Qué pelea? -me miró desconcertado.
– La que te conté, sobre los fondos para su campaña.
– Blanca, llegué anoche, ¿cuándo has alcanzado a contármela?
– En las cartas, Juan Luis.
– ¡Ah!
– Me agradeciste el block anoche, luego de haberlo leído, ¿te acuerdas?
– Sí… -un silencio corto-, creo que no llegué a esa parte.
– Pero si te la contaba en la segunda hoja.
– No recuerdo…
Me dolió. Preparaba con tanto esmero su presentación, sus formatos, el color de los papeles, la escritura misma, las anécdotas, las inspiraciones amorosas.
La segunda vez que se repitió una escena parecida, lo comprendí. Las miraba, las agradecía y las introducía en el cajón de los recuerdos. No quise preguntarme desde cuándo no las leía o si las leyó alguna vez.
Entonces no le escribí más.
Juana se pasea excitada por mi dormitorio contándome, con un dejo de fascinación en la voz, el escándalo que ha protagonizado María Luisa, nuestra ex compañera de colegio. Era la primera del curso.
– ¿Y qué hizo con todos esos sietes? Dime, Blanca, ¿de qué le sirvieron esa cantidad de sietes?
Algo me acerca a María Luisa, imperceptible, un pequeño tirón hacia ella. Se ha arrancado con el marido de su hermana, abandonando cinco hijos y dieciséis años de matrimonio.
– ¿Te has fijado, Blanca, que mientras más maldita una mujer, más amada es por los hombres y más incondicionales son ellos en su estúpida reverencia? En cambio -agrega sobre el hombro, despechada- a las mujeres buenas las dan por sentado y las echan al trajín…
Me pregunto qué habría sucedido con el escándalo de María Luisa en los tiempos de mi madre. Sospecho que en la época de mi abuela sencillamente no habría podido ser. Y en los míos… perdón, ¿cuáles son los míos? Se oscurece mi imaginación.
(«Me apesté, mamá», fue la explicación de Jorge Ignacio cuando volvió sorpresivamente de las vacaciones, porque la madre de su amigo lo culpó por un dinero desaparecido. Lo miré desesperada mientras constataba que el honor ya no jugaba ningún rol. Ya no se confiaba en mi hijo sólo por ser él, como habría ocurrido en mi infancia. No se cuestionaba la decencia entonces. Sentí que no sabía lidiar con estos nuevos elementos, y repetí la frase de mi abuela, la primera vez que le exigieron mostrar el carnet de identidad: ¡Esto es una impertinencia, qué toupee! Me consuela el que estemos todas en las mismas. Tampoco sabe Sofía lidiar con sus propios tiempos, los nuevos. Se obsesiona con los graffitis, se enoja. «Proletarios del mundo: unios. ¡Última llamada!». O en grandes letras amarillas: «Basta de hechos, queremos promesas». Me dice desconcertada: nos habíamos aprendido de memoria todas las respuestas y nos cambiaron las preguntas…)
– ¡Ya estás distraída! -Juana me habla fuerte-. ¿Es que no te impresiona el numerito que se mandó la María Luisa?
* * *
Ayer, frente a todos mis hermanos, en esos momentos en que se respira el éxito y el bienestar de esta singular familia, se me cayó el vaso que sujetaba con la mano derecha. No sé qué fue más estruendoso: el cristal contra el suelo o el silencio de todas esa miradas fijas en mi mano.
Sólo Sofía debe haber comprendido mis ojos despavoridos, pues ella soltó su vaso y éste también se hizo tiras.
– ¿Qué pasa? -la voz de Felipe y el desconcierto eran una misma unidad.
– Lo que pasa es que Honoria está vieja y no lava bien la loza… -contestó Sofía con una naturalidad indesmentible-. Está toda pegajosa de jabón. ¿No será hora, Blanca, de contratar a alguien más joven que la ayude?
Todos respiraron tranquilos y limpiaron sus vasos por si acaso.
Sofía volvió a mi pieza cuando los otros partían.
– Tu mano no está bien, Blanca.
Ella era la única que nunca hacía dos observaciones a la vez, así me daba la oportunidad de responder con la cabeza una a una, sin confundirme. Negué con la rotundidad que puede un gesto.
– ¿No sería bueno traer a la kinesióloga de nuevo?
Volví a negar.
– Está bien, quería que tú me lo aseguraras. Ya en la puerta volvió la cara.
– Blanca, ¿estás segura que tu lado derecho no dejó secuelas?
Mi gesto fue, segura, Sofía, segura. Ella sonrió y partió.