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Martha sabía de todo aquello. En su trabajo en Glitz tenía que leer Hello y esa costumbre había sido imposible de dejar. No podía reprochar a Lewis el tono de disgusto en su voz. Savannah Mansfield era toda una belleza, pero Martha intuía que seguía siendo una chiquilla mimada que cada vez que no se salía con la suya, pataleaba. Su matrimonio con la estrella de rock Van Valerian, que no era conocido precisamente por su buen carácter, había sido sentenciado desde el mismo momento en que anunciaron su compromiso en las portadas de las revistas, luciendo ostentosos anillos de diamantes.

Ahora Savannah iba a ingresar en una clínica famosa por su clientela, celebridades que, a juicio de Martha, acudían a ella para poder soportar la presión de ser tan ricos. Mientras, la pequeña Viola Valerian había sido abandonada por sus padres y dejada a cargo de su tío.

Martha sintió lástima por ella. Lewis Mansfield parecía una persona responsable, pero en absoluto alegre y cariñoso. Era un hombre atractivo. Seguro que si sonriera, tendría otro aspecto. Estudió su boca tratando de imaginárselo sonriendo o en actitud cariñosa. Sintió un escalofrío en la espalda y rápidamente desvió la mirada.

– ¿Quién cuida actualmente de Viola? -preguntó, en un intento por alejar sus pensamientos.

– La misma niñera que se ha ocupado de Viola desde que nació, pero se va a casar el año que viene y no quiere estar lejos de su novio tanto tiempo -dijo. Finalmente añadió-: Necesito alguien que tenga experiencia con bebés y esté dispuesto a pasar seis meses en San Buenaventura.

Por el tono de su voz, Lewis parecía molesto por el hecho de que aquella mujer no estuviera dispuesta a alejarse del hombre al que amaba.

– ¡Soy su chica! – dijo Martha alegremente, feliz de que por fin hubiera mencionado el motivo de la entrevista-. Usted necesita una persona que sepa cuidar de un bebé. Yo sé hacerlo. Busca a alguien que esté dispuesto a pasar seis meses en San Buenaventura. Yo quiero ir allí y estar seis meses. Yo diría que nos necesitamos mutuamente, ¿no?

Lewis la miraba con recelo. Estaba siendo demasiado locuaz.

– Usted no tiene aspecto de niñera -dijo él al cabo de un rato.

– Las niñeras de hoy en día no son aquellas regordetas y sonrosadas matronas de antes.

– Ya veo -contestó secamente. Estaba claro que él esperaba encontrar una mujer mayor que estuviera dispuesta a permanecer con la familia durante generaciones y que se dirigiera a él como señorito Lewis.

Ahora que lo pensaba, ¿cómo era que los Mansfield no tenían a una persona así? No sabía mucho sobre ellos, pero siempre había pensado que esa famosa familia era muy rica, de las que organizan fiestas inolvidables, viven intensos romances y disfrutan de la vida sin hacer nada de provecho. Hasta que vio a Lewis. Quizás él fuera la oveja negra.

– Que no llevemos moño no quiere decir que las niñeras actuales no sepamos cuidar perfectamente a los niños -dijo orgullosa y miró a Noah, que golpeaba el sofá con su mano regordeta.

– Ya lo veo -dijo Lewis sin mucha convicción, mientras miraba de reojo al bebé.

Martha buscó en la amplia bolsa que llevaba y sacó un sonajero con el que distraer a Noah. Este lo tomó y lo agitó, haciéndolo sonar. Aquel sonido siempre le divertía y le hacía sonreír dulcemente. Era tan adorable… ¿Cómo podía alguien resistirse a la ternura de un bebé?

Miró a Lewis y observó que miraba indiferente al niño. Al menos, se había sentado en el sofá frente a ella.

– ¿Es esta su ocupación actual? -le preguntó.

– Es mi única ocupación -contestó Martha lentamente-. Noah es mi hijo -añadió.

– ¿Su hijo? Gilí no me dijo que tuviera un hijo.

Gilí tampoco había mencionado que fuera frío como un témpano de hielo, pensó Martha. No podía reprochárselo. Se había hecho con el puesto de editora de Glitz y ahora estaba ansiosa de deshacerse de ella y de mantenerla alejada, para asegurarse de que no trataría de recuperar su antiguo trabajo.

Todo parecía ir de mal en peor. A ese paso no conseguiría ir a San Buenaventura.

– Lo siento, pero creí que Gilí le habría hablado de Noah.

– Tan sólo me dijo que se le daban bien los bebés, que estaba libre los próximos seis meses y que podría partir de inmediato. Y que deseaba ir a San Buenaventura.

– Es cierto. Lo estoy… -Martha fue interrumpida por Noah, que arrojó su sonajero a Lewis y rompió a llorar-. Tranquilo, cariño -lo consoló, mientras recogía el sonajero.

Pero ya era demasiado tarde. El bebé que dormía en un rincón se había despertado y comenzaba a lloriquear.

– ¡Lo que faltaba! -protestó Lewis.

Martha se puso en pie de un salto, tomó a Viola y la meció en sus brazos, hasta que el llanto se transformó en sollozos. Entonces, se sentó de nuevo en el sofá y la puso sobre su regazo.

– Deja que te vea -dijo Martha observando al bebé-. Eres preciosa, ¿lo sabes, verdad?

Martha pensaba que todos los bebés eran adorables, pero Viola era especialmente bonita. Tenía el cabello rubio y ondulado y los ojos azules, con largas pestañas que brillaban humedecidas por las recientes lágrimas derramadas. Sorprendida, no quitaba ojo a Martha, que la miraba sonriente.

– ¿Qué tiempo tiene? -le preguntó a Lewis, mientras hacía cosquillas a Viola provocando sus carcajadas-. Parece de la misma edad que Noah.

Aturdido por la sonrisa cálida del rostro de Martha, Lewis se esforzó en responder:

– Tiene unos ocho meses -dijo después de hacer los cálculos necesarios.

– ¡Como Noah! -exclamó ella.

El niño empezaba a estar celoso por la atención que estaba recibiendo Viola, así que Martha puso a ambos sobre la alfombra. Los bebés se observaron fijamente.

– Parecen gemelos, ¿verdad?

– Si olvidamos que una es rubia y el otro moreno -repuso Lewis, dispuesto a no hacer ninguna concesión.

– Bueno, no gemelos idénticos -dijo Martha conciliadoramente-. ¿Cuándo es el cumpleaños de Viola?

– Creo que es el nueve de mayo.

– ¿De verdad? -preguntó Martha sorprendida-. Ese día también es el cumpleaños de Noah. ¡Qué coincidencia! -exclamó, y observó a los bebés, que continuaban sobre el suelo, mirándose desconcertados-. ¡Esto es una señal! -añadió mirando a Lewis.

No parecía impresionado. Martha estaba segura de que él no creía en las casualidades del destino, así que no tenía ningún sentido preguntarle por su signo del horóscopo. Seguramente ni siquiera lo sabría.

– No me ha dicho por qué quiere ir a San Buenaventura -dijo él distraídamente. Se estaba fijando en el modo en que Martha sujetaba a Viola, en cómo sonreía a los dos bebés, en el resplandor que iluminaba su rostro. De repente, pensó que tenía que dejar de fijarse en aquellos detalles. No tenía tiempo para eso.

– ¿Tiene que haber una razón para que alguien quiera pasar seis meses en una isla tropical? -dijo Martha.

Su tono de voz era neutro, pero Lewis tuvo el presentimiento de que escondía algo y frunció el ceño.

– Quiero asegurarme de que la niñera que venga con nosotros sabe en lo que se está metiendo -dijo secamente-. San Buenaventura está aislado, en medio del Océano índico. La ciudad más cercana está a cientos de kilómetros. La isla es muy pequeña y no hay donde ir, salvo unas cuantas islas cercanas que son todavía más pequeñas.

En ese momento, Viola empujó a Noah y éste rompió a llorar. Lewis estaba al límite de su paciencia.

Quizá no había sido una buena idea poner juntos a los bebés. Martha recogió a ambos y los sentó sobre su regazo. Le dio el sonajero a Noah y un osito de peluche a Viola, que rápidamente se lo llevó a la boca.

– Lo siento -dijo Martha, y se giró hacia Lewis-. ¿Qué me estaba diciendo?

Lewis observaba a su sobrina, que miraba a Noah con el mismo gesto de soberbia que su madre y, por un momento, casi estalló en carcajadas. Reparó en Martha. Tenía que admitir que, a pesar de que no tenía aspecto de niñera, no se le daba nada mal.