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Martha se tranquilizó al escucharlo hablar en tiempo pasado.

– Parece usted un hombre muy familiar. ¿No le gustaría tener hijos? -dijo Martha mirándolo fijamente.

– No -contestó él tajante-. Con Savannah ya tengo suficiente familia.

– Pero sería diferente si tuviera sus propios hijos.

– Usted misma ha dicho que dan mucho trabajo, por no hablar de las preocupaciones…

– Y muchas alegrías -lo interrumpió Martha.

– Eso era lo que decía Helen.

– ¿Ya no están juntos?

– No. Helen y yo teníamos lo que se dice una relación ideal. Es una mujer guapa e inteligente. Estuvimos juntos mucho tiempo. Por aquel entonces, yo viajaba mucho y ella ejercía de abogada. Éramos muy independientes, pero nos gustaba disfrutar del tiempo que pasábamos juntos. Todo fue perfecto hasta que sus hormonas se revolucionaron -dijo Lewis y cambió la expresión de su rostro-. Quiso tener hijos. No dejaba de decir que era el momento apropiado.

– Quizá lo fuera para ella -dijo Martha.

– No lo era. Había dedicado mucho esfuerzo a su trabajo y no podía tirarlo todo por la borda.

– Es sorprendente a lo que una mujer es capaz de renunciar por tener un bebé -dijo ella pensando en sus propias circunstancias.

– Helen no estaba dispuesta a renunciar a su trabajo. Ella quería tener un bebé y seguir trabajando en la firma de abogados. No entiendo para qué tener un hijo y dejarlo al cuidado de una niñera -sonrió y añadió con tono irónico-: Y según ella, el egoísta era yo.

– ¿Qué pasó?

– Me dio un ultimátum. O teníamos un bebé o me dejaba. Así que me dejó -dijo esbozando una triste sonrisa.

– ¿Se ha arrepentido alguna vez de su decisión?

– No -contestó Lewis-. A veces, la echo de menos. Si soy sincero, bastante a menudo -añadió mientras miraba pensativo el vaso que tenía entre las manos-. Es una persona muy especial. Fuerte, muy inteligente y, desde luego, muy guapa. ¡A saber qué habría sido de nosotros si hubiéramos tenido un hijo!

– Seguro que ahora sería feliz.

Martha se había imaginado muchas veces la sensación de aterrizar en San Buenaventura. Había pasado tantos meses pensándolo que no podía creer que ese momento por fin hubiera llegado. Se imaginaba mirando desde la ventanilla del avión el intenso azul del mar, las blancas playas con sus palmeras y el reflejo del sol en el agua. Pero la realidad fue muy diferente.

Unos cuarenta minutos antes de aterrizar, empezó a llover. Las turbulencias despertaron a los dos bebés, que se pusieron a llorar molestos por el cambio de presión que sentían en sus oídos.

Martha tomó a Noah y trató de calmarlo. Lewis no tenía problemas con Viola. Estaba tranquilo, como si no se percatara de los bruscos movimientos que el viento provocaba en el avión. Sus manos fuertes sujetaban a la niña, que, apoyada sobre su pecho, parecía más tranquila.

Martha era consciente de que estaba transmitiendo su propio pánico a Noah, lo que no ayudaba a calmarlo. Pero, ¿cómo podía tranquilizarse con todas aquellas sacudidas?

Lewis la miró preocupado.

– ¿Está bien?

– En mi vida he estado mejor -dijo Martha con ironía. Se mordió el labio con tanta fuerza que se hizo sangre.

Lewis sujetó a Viola con una mano y con la otra se las arregló para soltar su cinturón de seguridad y sentarse junto a Martha.

– Déme su mano -le dijo, y se abrochó el cinturón.

Martha sujetó a Noah sobre su regazo. Se sentía avergonzada por estar tan asustada y, aunque le costara admitirlo, necesitaba sentir el contacto de Lewis. Si ella misma conseguía tranquilizarse, lo mismo haría Noah.

Cambió a Noah de posición y dejó una mano libre que Lewis estrechó firmemente.

– No hay ningún problema -le susurró con voz suave-. Esto suele ocurrir en la época de lluvias. Los pilotos están acostumbrados. En cuanto estemos bajo las nubes, todo volverá a la calma. Enseguida aterrizaremos. ¿Se encuentra mejor?

Lo que realmente la estaba haciendo sentir mejor era la calidez de sus dedos y la suavidad de su voz. Viéndolo allí sentado, con el bebé en sus brazos, transmitía una gran serenidad.

Martha se tranquilizó. También Noah se había calmado y se había acomodado sobre su pecho. Ella lo estrechó con su único brazo libre, deseando poder hacer lo mismo con Lewis y sentir la fortaleza de su cuerpo contra el suyo.

«Estoy perdiendo la cabeza», pensó. «Qué tonterías estoy pensando? Deben de ser las turbulencias»

A pesar de sus pensamientos, no le soltó la mano.

– En ocasiones, me gustaría poder llorar como un bebé -dijo temblando, más preocupada por las ideas que asaltaban su mente que por las sacudidas.

– Sé lo que quiere decir.

– ¿De verdad? -preguntó Martha, observándolo de reojo. No era especialmente guapo. Tenía la nariz algo grande y las cejas espesas, pero había algo en él que lo hacía muy atractivo. Su mandíbula era prominente y la expresión de su cara era de permanente seriedad.

– Los bebés tienen una vida muy cómoda. Duermen lo que quieren, comen cuando quieren y pueden demostrar a los demás cuáles son sus verdaderos sentimientos. Cuando eres un bebé no tienes que pretender estar feliz cuando no lo estás o ser valiente cuando sientes pánico -dijo, y se giró sonriente a Martha antes de continuar-. O pretender que alguien te gusta, cuando no es así.

Algo más tarde, Martha trató de recordar lo que habían hablado durante el aterrizaje, pero no pudo. Había estado tan preocupada por agarrar la mano de Lewis y escuchar su cálida voz para tranquilizarse que no había prestado atención a sus palabras.

Martha se alegró. Por fin estaban en tierra. Ya no había motivo para agarrarse a su mano.

– ¿Está bien? -se interesó él mientras desabrochaba su cinturón de seguridad.

– Sí -respondió Martha. Soltó la mano de Lewis y abrazó a Noah-. Gracias. No suelo ser tan miedosa.

– No se preocupe -dijo Lewis, y dejó a Viola en su cuna para agacharse a recoger los juguetes del suelo-. Se pasa mucho miedo la primera vez que se atraviesa una turbulencia como esa.

Mientras esperaban el equipaje en la terminal del aeropuerto, los bebés estaban inquietos. Martha se sentó. Parecía que llevaba toda la vida viajando. No sabía qué hora sería en San Buenaventura ni la diferencia horaria con Londres. Estaba cansada y le costaba un enorme trabajo mantener los ojos abiertos. Temía dormirse, así que se puso en pie y dio unos pasos mirando a su alrededor.

– Ahora entiendo por qué necesitan un aeropuerto nuevo -le dijo a Lewis, que examinaba con detenimiento el edificio-. Si no salen pronto nuestras maletas, creo que me voy a desmayar aquí mismo.

Cuando por fin finalizaron los trámites de la aduana, un agradable joven que se presentó como Elvis salió a su encuentro.

– Soy su conductor. Bienvenidos a San Buenaventura.

Martha nunca había visto llover con tanta intensidad. Apenas pudo ver el paisaje de camino a la ciudad. De pronto, Viola rompió a llorar con furia.

– No eres la única que está cansada -le susurró Martha. En momentos como ese, entendía la decisión de Lewis de no querer hijos.

Sentado en el asiento delantero, Lewis se giró y frunció el ceño.

– ¿No puede hacer algo para que se calle? -gritó para hacerse entender.

– Puedo tirarla por la ventana, pero no creo que sea una buena idea -contestó ella irónicamente. Le dolía la cabeza. Todo lo que deseaba era dormir. En aquel momento, comenzó a llorar Noah también-. ¿Estamos cerca?

– En dos minutos llegaremos -le dijo Elvis.

Fueron los dos minutos más largos de su vida. Por fin llegaron a una casa de madera rodeada de un jardín espeso. Un amplio porche rodeaba la casa. Eso fue todo lo que Martha pudo ver mientras corrían del coche a la casa para protegerse del agua. A pesar de la escasa distancia, acabaron empapándose. Jadeante, Martha retiró el cabello mojado de su cara y se encontró frente a una mujer de aspecto maternal, no mucho mayor que ella.