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– Esto no hay quien se lo coma -dijo él.

– Está repugnante -confirmó ella, dejando el tenedor a un lado.

– ¿Qué es esto tan asqueroso? -preguntó Lewis mientras removía el estofado.

– No consigo distinguir ningún ingrediente -dijo, y tomó el cuenco con la salsa roja-. Quizá con esto mejore.

– Tenga cuidado -advirtió Lewis-. Seguro que es picante.

– Lo tendré -dijo ella, y se llevó el tenedor a la boca.

Martha nunca había probado nada como aquello. Sintió el ardor recorrer el interior de su nariz hasta llegar a los ojos, que se llenaron de lágrimas. Le quemaba la garganta y comenzó a toser bruscamente. Lewis se levantó y le trajo una botella de agua.

– Creo que me he envenenado -consiguió decir.

– Le advertí que tuviese cuidado -dijo Lewis.

– No me dijo que fuera una bomba.

– Nunca lo he probado, pero no confío en el aspecto de esas salsas.

Martha bebió más agua y alejó el plato.

– Pensé que la vida en una isla del Océano índico sería perfecta. El mar, el sol, la comida… ¿Y qué me encuentro nada más llegar? Un diluvio y un estofado con una salsa que me ha destrozado las papilas gustativas de por vida.

– El tiempo mejorará -la animó Lewis.

– ¿Y qué pasa con la comida? ¿Cree que esto es todo lo que Eloise sabe preparar?

– Probablemente. El gerente de la oficina la recomendó porque vivía cerca de aquí, pero no me dijo nada de que supiera cocinar.

– Cocinar es fácil. Una buena comida no necesita ser complicada, todo lo contrario, cuanto más sencilla, mejor -dijo Martha, encantada de hablar de su hobby favorito-. Además, teniendo en cuenta que estamos en una isla tiene que haber una gran variedad de pescados frescos que a la plancha con un poco de limón o mantequilla y una gran ensalada…

Se detuvo al ver que Lewis la observaba interesado.

– ¿Cómo? -dijo él sorprendido-. ¿Sabe cocinar?

– ¡Por supuesto que sé cocinar! -contestó Martha algo molesta-. ¡Me encanta cocinar! De hecho, si no hubiera sido periodista, me hubiera gustado ser… ¡Ah, no! De ninguna manera -dijo negando con la cabeza.

– ¿Por qué no?

– Por si no lo recuerda, tengo que cuidar a dos bebés. No tengo tiempo de cocinar.

– Eloise la puede ayudar con los niños. Estará encantada, ya vio como le gustan.

– Sí, pero…

– ¿No querrá comer esto durante seis meses? -la interrumpió señalando el estofado.

– No -dijo mirando con asco la comida que quedaba en el plato-. Sinceramente, no.

– ¿Por qué no cambiamos nuestro acuerdo? Eloise puede cuidar de los bebés mientras usted cocina. También puede ayudarla con los baños y las comidas de los niños, además de ocuparse de la limpieza de la casa.

– No sé -dudó Martha.

– ¿Qué le parece si le consigo un coche?

– Está dispuesto a cualquier cosa con tal de no comer este estofado, ¿verdad? -dijo mirándolo sorprendida.

– Así es. Ponga usted las condiciones.

– Esto se pone interesante -dijo divertida.

– Venga, Martha, ¿qué me dice?

Se quedó en silencio, haciéndole creer que lo estaba pensando. Pero ya había tomado una decisión. Eloise era encantadora, pero no tenía ni idea de cocinar a la vista de lo que había preparado. En cambio, ella disfrutaba cocinando. Podía ir al mercado y comprar fruta, verdura y pescado. De esa forma, comerían bien.

A Martha le gustó la idea. Si Eloise le echaba una mano con Viola y Noah, sería más fácil. Además, sería una agradable manera de distraerse.

– Está bien -dijo por fin.

Lewis sonrió. Martha advirtió que era la primera vez que lo veía sonreír. Había un brillo especial en sus ojos. Era tan sólo una sonrisa, pero no pudo evitar sentir un escalofrío en la espalda. La expresión de su cara se hizo más cálida. Parecía más joven y atractivo.

Martha se puso de pie, tratando de olvidar aquellos pensamientos.

– Veré si encuentro algo de fruta en la cocina -dijo ella.

Lewis la ayudó a recoger la mesa. Encontraron unos plátanos en la cocina y se fueron a la oscuridad del porche a comerlos.

– ¡Qué bien huele! -exclamó Martha-. Me gusta el olor a tierra mojada después de la lluvia. Por cierto, ¿estamos cerca del mar?

– Sí, cualquier sitio en San Buenaventura está cerca del mar -repuso Lewis secamente. Y señalando hacia el jardín, continuó diciendo-: ¿Ve aquellas palmeras?

Martha miró en la dirección que le indicaba.

– Sí.

– Pues allí está la playa. Escuche.

Martha prestó atención y escuchó el sonido de las olas al romper.

– Qué sonido tan agradable -dijo Martha con alegría. Miró a Lewis y sonrió-. Este sitio me empieza a gustar.

Lewis se inclinó, tomó un plátano del racimo y se lo ofreció. Sus ojos se encontraron. Por alguna extraña razón, Martha sintió que su corazón latía con más fuerza.

– Gracias -le dijo ella.

Martha se alegró de tener algo entre las manos. Comenzó a pelar el plátano lentamente, pero antes de terminar se ruborizó.

«No seas tonta. Es sólo un plátano», se dijo.

No sabía qué hacer. Miró de reojo a Lewis. Tenía los codos apoyados sobre sus rodillas y estaba comiendo tranquilamente su plátano mientras miraba hacia el jardín.

Martha abrió la boca y tomó un bocado. Justo en ese momento, Lewis se giró y la miró.

– ¿No le gustan los plátanos? -le preguntó mientras ella bajaba la mirada.

– Sí -dijo Martha.

Lewis terminó un plátano, dejó la cáscara sobre la mesa y tomó otro.

– ¿No tiene hambre?

– No.

¿Cómo que no? Estaba muerta de hambre.

Martha sintió que su rostro se sonrojaba y confió en que la tenue luz del porche no lo revelara. No podía continuar sentada allí con un plátano pelado entre las manos. En cualquier momento, Lewis preguntaría por qué no se lo estaba comiendo y entonces, ¿qué le diría ella? ¿Qué comer un plátano frente a él le parecía tremendamente erótico? Sería un tema de conversación muy interesante para tratar la primera noche a solas con su nuevo jefe.

Rápidamente, se metió el plátano en la boca. Pero, ¿ qué le sucedía esa noche? Ni que fuera una mojigata. Había hablado de sexo en muchas reuniones en Glitz para decidir los temas más interesantes para los lectores de la revista.

– ¿Quiere otro?

– No, gracias -dijo Martha. Tenía la boca llena y, en aquel momento, no quería saber nada más de comer plátanos.

– No ha estado mal, al menos hemos podido comer algo -dijo Lewis tras terminar su segundo plátano-. ¿Podría ir mañana de compras y llenar la nevera? Enviaré un coche a recogerla.

– Buena idea -contestó Martha-. Le pediré a Eloise que me enseñe dónde está el mercado y haré la compra.

Se quedaron en silencio. Se sentía más relajada por el cambio de conversación.

Hacía calor y la humedad era intensa. Martha escuchó el suave murmullo del mar. También podía oír el zumbido de los insectos y el sonido de la brisa entre las ramas de las palmeras. Sintió que la tensión se desvanecía. Los bebés dormían tranquilamente y Lewis estaba sentado junto a ella. Estaba cansada y necesitaba dormir, pero era maravilloso estar allí en el porche, disfrutando de la oscuridad. Era la primera vez que Martha se sentía relajada en meses, por no decir en años. Había tenido muchas preocupaciones últimamente. Su relación con Paul, su trabajo, el embarazo, el bebé, el dinero… Sí, hacía mucho tiempo que no se sentía así.

Martha cerró los ojos y bostezó. Se encontraba bien en aquel lugar.

Últimamente, se había dedicado a cuidar de Noah y a buscar la manera de llegar a San Buenaventura, pero por fin estaba allí y podía relajarse.

Abrió los ojos y vio que Lewis la estaba observando con una expresión indescifrable. Se quedó mirándolo y sintió que su tranquilidad se desvanecía. Su corazón se aceleró.