El eructo vino como la náusea, furtivo, y un sabor a alcohol ardiente y fermentado ganó la boca del teniente investigador Mario Conde. En el suelo, junto a sus calzoncillos, vio su camisa. Lentamente se arrodilló y gateó hasta alcanzar una manga. Sonrió. En el bolsillo encontró los fósforos y al fin pudo encender el cigarro, que se había humedecido entre sus labios. El humo lo invadió, y después del hallazgo salvador del cigarro maltratado, aquélla se convirtió en la segunda sensación agradable de un día que empezaba con ráfagas de ametralladoras, la voz del Viejo y un nombre casi olvidado. Rafael Morín Rodríguez, pensó. Apoyándose en la cama se puso de pie y en el trayecto sus ojos descubrieron sobre el librero la energía matinal deRufino, el pez peleador que recorría la interminable redondez de su pecera. «¿Qué hubo, Rufo?», susurró y contempló las imágenes del más reciente naufragio. Dudó si debía recoger el calzoncillo, colgar la camisa, alisar su viejo blue-jean y poner al derecho las mangas de su jacket. Después. Pateó el pantalón y caminó hacia el baño, cuando recordó que se estaba orinando desde hacía muchísimo tiempo. De pie ante la taza estudió la presión del chorro que levantaba espuma de cerveza fresca en el fondo del inodoro, que no era tal, pues apestaba y hasta su nariz embotada subió la fetidez amarga de sus desechos. Vio caer las últimas gotas de su alivio y sintió en los brazos y las piernas una flojera de títere inservible que añora un rincón tranquilo. Dormir, tal vez soñar, si pudiera.
Abrió el botiquín y buscó el sobre de las duralginas. La noche anterior había sido incapaz de tomarse una y ahora lo lamentaba como un error imperdonable. Acomodó tres pastillas en la palma de la mano y llenó un vaso de agua. Lanzó las pildoras contra la garganta irritada por las contracciones del vómito y bebió. Cerró el botiquín y el espejo le devolvió la imagen de un rostro que le resultó lejanamente familiar y a la vez inconfundible: el diablo, se dijo, y apoyó las manos sobre el lavabo. Rafael Morín Rodríguez, pensó entonces, y también recordó que para pensar necesitaba una taza grande de café y un cigarro que no tenía, y decidió expiar todas sus culpas conocidas bajo la frialdad punzante de la ducha.
– Me cago en la mierda, qué desastre -se dijo cuando se sentó en la cama a embadurnarse la frente con aquella pomada china, cálida y salvadora, que siempre lo ayudaba a vivir.
El Conde miró con una nostalgia que ya le resultaba demasiado conocida la Calzada del barrio, los latones de basura en erupción, los papeles de las pizzas de urgencia arrastrados por el viento, el solar donde había aprendido a jugar pelota convertido en depósito de lo inservible que generaba el taller de mecánica de la esquina. ¿Dónde se aprende ahora a jugar pelota? Encontró la mañana hermosa y tibia que había presentido y era agradable caminar con el sabor del café flotando todavía en la boca, pero vio el perro muerto, con la cabeza aplastada por el auto, que se pudría junto al conten y pensó que él siempre veía lo peor, incluso en una mañana como aquélla. Lamentó el destino de aquellos animales sin suerte que le dolían como una injusticia que él mismo no procuraba remediar. Hacía demasiado tiempo que no tenía un perro, desde la agónica y larga vejez deRobín, y cumplía su promesa de no volver a encariñarse con un animal, hasta que se decidió por la silenciosa compañía de un pez peleador, insistía en llamarlos Rufino, era el nombre de su abuelo criador de gallos de lidia, peces sin manías ni personalidad definida, que a cada muerte podía sustituir por uno similar, otra vez llamado Rufino y confinado en la misma pecera donde pasearía orgulloso el azul impreciso de sus aletas de animal de combate. Hubiera deseado que sus mujeres pasaran tan levemente como aquellos peces sin historia, pero las mujeres y los perros eran terriblemente distintos a los peces, incluso los de pelea, y para colmos con las mujeres no podía hacer las promesas abstencionistas que mantenía con los perros. Al final, lo presentía, iba a terminar militando en una sociedad protectora de animales callejeros y hombres fatales con las mujeres.
Se puso los espejuelos oscuros y caminó hacia la parada de la guagua pensando que el aspecto del barrio debía de ser como el suyo: una especie de paisaje después de una batalla casi devastadora, y sintió que algo se resentía en su memoria más afectiva. La realidad visible de la Calzada contrastaba demasiado con la imagen almibarada del recuerdo de aquella misma calle, una imagen que había llegado a preguntarse si en verdad era real, si la heredaba de la nostalgia histórica de los cuentos de su abuelo o simplemente la había inventado para tranquilizar al pasado. No hay que pasarse la cabrona vida pensando, se dijo y notó que el suave calor de la mañana ayudaba a los calmantes en su misión de devolverle peso, estabilidad y algunas funciones primarias a lo que había dentro de su cabeza, mientras se prometía no repetir aquellos excesos etílicos. Todavía los ojos le ardían de sueño cuando compró la cajetilla de cigarros y sintió que el humo complementaba el sabor del café y era otra vez un ser en condiciones de pensar, incluso de recordar. Lamentó entonces haberse dicho que quería morirse y para demostrarlo corrió para alcanzar la inconcebible guagua, casi vacía, que le hizo sospechar que el año comenzaba siendo absurdo y lo absurdo no siempre tenía la bondad de presentarse bajo el disfraz de una guagua vacía a aquellas horas de la mañana.
Era la una y veinte pero ya todos estaban allí, seguro no faltaba ni uno. Se habían dividido en grupos, y eso que eran como doscientos, y por el aspecto se podían reconocer: debajo de las majaguas, contra la reja, estaban los del Varona, dueños hacía tiempo de aquel rincón privilegiado, el de mejor sombra. Para ellos el Pre no consistía más que en cruzar la calle que los separaba de su escuela secundaria y ya: hablaban alto, se reían, oían altísimo a Elton John en un radio portátil Meridian que cogía perfecto la WQAM, from Miami, Florida, y tenían con ellos a las pepillas más lindas de aquella tarde. Sin discusión.
Los de Párraga, alardosos y silvestres, resistían ei sol de septiembre en medio de la Plaza Roja, me la juego que estaban nerviosos. Su guapería los hacía cautelosos, eran de esos tipos que usan calzoncillos de páticas por si las moscas, los hombres son hombres y lo demás es mariconería, decían, y lo observaban todo pasándose el pañuelo por la boca, casi ni hablaban y la mayoría lucía su flaitó con motas, el pelado de la rutina y la hombría, y las muchachitas la verdad que no estaban mal, serían buenas bailadoras de casino y eso y conversaban bajito, como si estuvieran un poco asustadas de ver a tanta gente por primera vez en su vida. Los de Santos Suárez no, ésos eran distintos, parecían más finos, más rubiecitos, más estudiosos, más limpios y planchaditos, no sé: tenían caras de vanguardias y de tener papas y mamas poderosos. Pero los de Lawton casi eran iguales a los de Párraga: la mayoría eran guaposos y lo miraban todo con recelo, también se pasaban el pañuelo por la boca, y enseguida pensé que habría duelos de guapería.
Nosotros, los del barrio, éramos los más indefinibles: el piquete del Loquillo, Potaje, el Ñañara y esa gente parecían de Párraga, por el pelado y la rutina; había otros que parecían de Santos Suárez, el Pello, Mandrake, Ernestico y Andrés, quizás por la ropa; otros, del Varona, por la seguridad y la confianza con que fumaban y hablaban; y yo parecía un verdadero comemierda al lado del Conejo y Andrés, tratando de que todo me entrara por los ojos y buscando en la multitud ajena y desconocida a la muchacha que debía ser mi novia: la quería trigueña, de pelo largo, buenas piernas, bien pepilla pero no pepilla loca, para que en la escuela al campo me lavara la ropa y eso y, claro, que no fuera señorita para no estar en ese lío de que si no quería templar y eso, total, yo no la quería para casarme, ojalá que fuera de La Víbora o de Santos Suárez, esas gentes siempre metían tremendospartys, y yo no iba a atrasar para Párraga o Lawton, y lo que teníamos en el barrio no me interesaba, no eran pepillas, ni siquiera eran putas, hasta iban a las fiestas con la madre; hacía falta que mi novia cayera en mi grupo, en la lista había más hembras que varones, casi el doble, saqué la cuenta y tocan a 1,8 por varón, una completa y la otra sin cabeza o sin una teta, me dijo el Conejo, tal vez fuera aquella achinada, pero es del Varona y esa gente ya tiene su guara; y entonces sonó el timbre y se abrieron aquel primero de septiembre de 1972 las puertas del Pre de La Víbora, donde me iban a pasar tantas cosas.