Casi estábamos entusiasmados por entrar en la jaula, lo que hace un primer día de clases: como si no alcanzara el espacio, algunos hasta corrieron -claro, eran algunas- hacia el patio donde unas estacas de madera con un número indicaban dónde debía formar cada grupo. El mío era el cinco y del barrio sólo había caído el Conejo, que venía conmigo desde quinto grado. El patio se llenó, nunca había visto a tanta gente en una misma escuela, de verdad que no, y empecé a mirar a las hembras del grupo, para hacer preselección de candidatas. Mirándolas ni sentía el sol, que estaba del carajo, y entonces cantamos el himno y el director subió a la plataforma que estaba debajo del soportal, a la sombra, y empezó a hablar por el micrófono. Lo primero que hizo fue amenazarnos: las hembras, sayas por debajo de las rodillas y con su franja correspondiente, que para eso con la inscripción se les había dado el papel para comprar el uniforme; varones, el corte de pelo por encima de las orejas, sin patillas ni bigote; hembras, blusa por dentro de la saya, con cuello, sin adornitos, que para eso con la inscripción…; varones, pantalones normales, ni tubos ni campanas, que esto es una escuela y no un desfile de modas; hembras, medias estiradas, no enrolladas en los tobillos -con lo bien que les quedaban así, hasta las flacas parecían estar mejores-; varones, a la primera indisciplina, no ya grave, regular nada más, a disposición del Comité Militar, que esto es una escuela y no el Reformatorio de Torrens; hembras, varones: prohibido fumar en los baños a la hora del receso y a todas las horas; y otra vez hembras, varones, y el sol empezó a picarme por todo el cuerpo, él hablaba desde la sombra, y lo segundo que hizo fue anunciar al presidente de la FEEM.
El subió a la plataforma y enseñó su deslumbrante sonrisa. Colgate, debió de haber pensado el Flaco, pero yo todavía no conocía al flaco que estaba detrás de mí en la fila.
Para ser presidente de los estudiantes debía ser de doce o de trece, después supe que de trece grado, y era alto, casi rubio, de ojos muy claros -un azul ingenuo y desvanecido- y lucía recién bañado, peinado, afeitado, perfumado, levantado y a pesar de la distancia y el calor, tan seguro de sí mismo, cuando para empezar el discurso se presentó como Rafael Morín Rodríguez, presidente de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media del Preuniversitario René O. Reiné y miembro del Comité Municipal de la Juventud. Lo recuerdo a él, al sol que me dejó con dolor de cabeza y eso, y la certeza de que ese muchacho había nacido para ser dirigente: habló muchísimo.
Las puertas del elevador se abrieron con la lentitud de un telón de teatro barato y sólo entonces el teniente Mario Conde comprendió que aquella escena no llevaba gafas de sol. El dolor de cabeza casi había cedido, pero la imagen familiar de Rafael Morín le revolvía recuerdos que creía perdidos en los rincones más obsoletos de su memoria. Al Conde le gustaba recordar, era un recordador de mierda, le decía el Flaco, pero él hubiera preferido otro motivo para la remembranza. Avanzó por el pasillo con más deseos de dormir que de trabajar, y cuando llegó a la oficina del Viejo se ajustó la pistola que estaba a punto de escapársele de la cintura del pantalón.
Maruchi, la jefa de despacho del Viejo había abandonado la portería y por la hora calculó que estaría merendando. Tocó el cristal de la puerta, abrió y vio al mayor Antonio Ran-gel detrás de su buró. Escuchaba atentamente lo que alguien le decía por teléfono, mientras la ansiedad le hacía mover el tabaco de un lado a otro de la boca. Con los ojos le indicó al Conde el file que tenía abierto sobre el buró. El teniente cerró la puerta y se sentó frente a su jefe, dispuesto a esperar el fin de la conversación. El mayor movió las cejas, pronunció un escueto entendido, entendido, sí, esta tarde, y colgó.
Entonces miró extrañado la boquilla maltratada de su Davidoff. Había lastimado el tabaco, los tabacos son celosos, solía decir, y seguramente su sabor ya no era el mismo. Fumar y lucir más joven eran sus dos aficiones confesas y a las dos se dedicaba con esmero de artesano. Anunciaba con orgullo sus cincuenta y ocho años de edad, mientras sonreía con su rostro sin arrugas y acariciaba su estómago de fakir, usaba el uniforme ajustado, las canas de las patillas parecían un capricho juvenil y gastaba los fines de sus tardes libres entre la piscina y la cancha de squash, donde también lo acompañaba su tabaco. Y el Conde lo envidiaba profundamente: sabía que a los sesenta años -si llego- sería un viejo artrítico y maniático y por eso envidiaba la lozanía evidente del mayor, el tabaco ni siquiera lo hacía toser, y para colmos dominaba todas las artimañas para ser un buen jefe, muy amable o muy exigente a entera voluntad. El más temible de sus atributos, sin duda, era su voz. La voz es el espejo de su alma, siempre pensaba el Conde cuando asimilaba los matices de tono y gravedad con que el mayor transitaba en sus conversaciones. Pero ahora tenía entre sus manos un Davidoff lastimado y una cuenta pendiente con un subordinado y acudió a una de sus peores combinaciones de voz y tono.
– No voy a discutir contigo lo de esta mañana, pero no te aguanto una más. Antes de conocerte yo no era hipertenso y tú no me vas a matar de un infarto, que para eso hago muchas piscinas y sudo como un salvaje en la cancha. Yo soy tu superior y tú eres un policía, escribe eso en la pared de tu cuarto para que lo sepas hasta cuando estés durmiendo. Y a la próxima te parto los cojones, ¿está bien? Y fíjate la hora, diez y cinco, ¿OK?
El Conde bajó la vista. Se le ocurrían un par de buenos chistes, pero sabía que no era el momento. En realidad, con el Viejo no había momentos, y a pesar de eso él se atrevía con demasiada frecuencia.
– Me dijiste que tu yerno te regaló ese Davidoff, ¿no?
– Sí, una caja de veinticinco por el fin de año. Pero no me cambies el tema, ya te conozco -y volvió a estudiar, como si no entendiera nada, la agonía humosa de su tabaco-. Ya desgracié a éste… Bueno, ahora hablé con el ministro de Industrias. Está muy preocupado con este asunto, lo sentí hasta medio alterado. Dice que Rafael Morín es un cuadro importante en una de las direcciones del Ministerio y que ha trabajado con muchos empresarios extranjeros y quiere evitar un posible escándalo. -Hizo una pausa y chupó de su tabaco-. Aquí está todo lo que tenemos hasta ahora -dijo y empujó el file hacia su subordinado.
El Conde tomó el file entre sus manos, sin abrirlo. Presentía que aquello podía ser una réplica de la caja terrible de Pandora y hubiera preferido no ser él quien debiera liberar los demonios del pasado.
– ¿Por qué me escogiste precisamente a mí para este caso? -preguntó entonces.
El Viejo volvió a chupar de su tabaco. Parecía esperanzado con una imprevisible mejoría del habano, se iba formando una ceniza pálida, pareja, saludable, y él tiraba suavemente, lo justo en cada bocanada para no encabritar el fuego ni maltratar la tripa sensible del puro.
– No te voy a decir, como te dije una vez hace tiempo, que porque eres el mejor, o porque tienes una suerte del carajo y las cosas te salen bien. Ni te lo imagines, eso ya pasó, ¿OK? ¿Qué te parece si te digo que te escogí porque me dio la gana o porque prefiero tenerte por aquí y no en tu casa soñando con novelas que nunca vas a escribir, o porque éste es un caso de mierda que cualquiera lo resuelve? Escoge la idea que más te guste y márcala con una cruz.