– Me quedo con la que no me quieres decir.
– Ese es tu problema. ¿Está bien? Mira, en cada provincia hay un oficial encargado de la búsqueda de Morín. Ahí tienes el modelo de la denuncia, las órdenes que se han dado desde ayer y la lista de la gente que puede trabajar contigo. Te di otra vez a Manolo… Están las señas del hombre, una foto y una pequeña biografía que nos hizo la mujer.
– Donde se dice que es un upo intachable.
– Yo sé que no te gustan los intachables pero te jodiste. Sí, parece un hombre intachable, un compañero de confianza y nadie tiene la más mínima idea de dónde pueda estar metido o qué le pasó, aunque yo pienso lo peor… Ya, ¿y a ti no te interesa nada? -tronó, cambiando bruscamente el tono de su voz.
– ¿Salida del país?
– Muy improbable. Además, sólo hubo dos intentos, frustrados. El viento del norte está cabrón. -¿Hospitales?
– Por supuesto que nada, Mario.
– ¿Hoteles?
El Viejo negó con la cabeza y apoyó los codos en el buró. Tal vez se estaba aburriendo.
– ¿Asilo político en posadas, vayuses, pilotos clandestinos?
Al fin sonrió. Apenas un movimiento del labio sobre el tabaco.
– Vete al carajo, Mario, pero acuérdate de lo que te dije: a la próxima te parto la vida, con juicio por desacato y todo.
El teniente Mario Conde se puso de pie. Recogió el file con la mano izquierda, y después de acomodarse la pistola esbozó un saludo militar. Empezaba a girar cuando el mayor Rangel ensayó otra de sus combinaciones de voz y tono, buscando el raro equilibrio que indicara persuasión y curiosidad a un tiempo:
– Mario, déjame hacerte dos preguntas. -Y apoyó la cabeza entre las manos-. Chico, ¿por qué te metiste a policía? Dímelo de una vez, anda.
El Conde miró los ojos del Viejo como si no hubiera entendido algo. Sabía que lograba desconcertarlo con su mezcla de despreocupación y eficacia y le gustaba disfrutar aquella mínima superioridad.
– No lo sé, jefe. Hace doce años que lo estoy investigando y todavía no sé por qué. ¿Y la otra pregunta?
El mayor se puso de pie y rodeó el buró. Alisó la camisa de su uniforme, una chaqueta con charreteras y grados que parecía recién salida de la tintorería. Miró los zapatos, el pantalón, la camisa y la cara del teniente.
– Ya que eres policía, ¿cuándo te vas a vestir como un policía?, ¿eh? ¿Y por qué no te afeitas bien? Mira eso, parece que estás enfermo.
– Fueron tres preguntas, mayor. ¿Quiere tres respuestas?
El Viejo sonrió y negó con la cabeza.
– No, quiero que encuentres a Morín. Total, a mí no me interesa por qué te metiste a policía y menos por qué no te quitas ese pantalón desteñido. Lo que me importa es que esto sea rápido. No me gusta que me estén presionando los ministros -dijo, y devolvió sin deseos el saludo militar y regresó a su buró para ver salir al teniente Mario Conde.
ASUNTO: DESAPARICIÓN
Denunciante: Tamara Valdemira Méndez
Dirección particular: Santa Catalina, N.° 1187, Santos Suárez, Ciudad Habana
Carnet de Identidad: 56071000623
Ocupación: Estomatóloga
Generales del caso: A las 21:35 horas del jueves 1 de enero de 1989 se presenta en esta Estación la Denunciante para notificar la desaparición del ciudadano Rafael Morín Rodríguez, esposo de la Denunciante y vecino de la dirección arriba citada, carnet de identidad 52112300565, y de señas particulares piel blanca, pelo castaño claro, ojos azules, estatura aproximada 1,80 cm. Explica la Denunciante que, siendo las primeras horas de la madrugada del día 1 de enero y luego de participar en una fiesta donde habían celebrado con sus compañeros de trabajo y amigos el fin de año, la Denunciante regresó a su casa acompañada por el citado Rafael Morín Rodríguez y que luego de verificar que el hijo de ambos dormía en su habitación con la madre de la Denunciante, se dirigieron a su habitación y se acostaron, y que a la mañana siguiente, al despertarse la Denunciante, el ciudadano Rafael Morín ya faltaba de la casa, pero que al principio ella no le prestó la mayor atención, pues solía salir sin informar su paradero. En horas del mediodía, algo preocupada, la Denunciante telefoneó a algunos amigos y compañeros de trabajo así como a la Empresa donde labora Rafael Morín Rodríguez, sin obtener información alguna sobre su paradero. Que ya a estas alturas se preocupó, pues el ciudadano Rafael Morín no había utilizado el automóvil de su propiedad (Lada 2107, chapa HA11934), ni tampoco el de la Empresa, que estaba en el taller. Ya en horas de la tarde y acompañada por el ciudadano René Maciques Alba, compañero de trabajo del Desaparecido, telefonearon a varios hospitales sin respuesta positiva y luego visitaron otros con los que había sido imposible la comunicación por vía telefónica, obteniendo igual resultado negativo. A las 21 horas se presentaron en esta Estación la Denunciante y el ciudadano René Maciques Alba con el propósito de presentar esta Denuncia por la desaparición del ciudadano Rafael Morín Rodríguez.
Oficial de Guardia: Sgto. Lincoln Capote.
Orden de Denuncia: 16-0101-89
Jefe de Estación: Primer Tte. Jorge Samper.
Adjunto 1: Fotografía del Desaparecido.
Adjunto 2: Datos laborales y personales del Desaparecido.
Dar curso a investigación. Eleva a nivel de prioridad 1, Delegación Provincial C. Habana.
Vio a Tamara haciendo su denuncia y miró otra vez la foto del desaparecido. Era eso: un imán que revolvía nostalgias lejanas, días que muchas veces quiso olvidar, melancolías sepultadas. Debía de ser reciente, la cartulina brillaba, pero podría tener veinte años y seguiría siendo la misma persona. ¿Seguro? Seguro: parecía inmune a los pesares de la vida y cordial incluso en las fotografías de pasaporte, ajeno siempre al sudor, al acné y a la grasa, a la amenaza oscura de la barba, con ese algo de ángel intachable y perfecto. Ahora, sin embargo, era un desaparecido, un caso policiaco casi vulgar, un trabajo más que hubiera preferido no realizar. ¿Qué es lo que está pasando, mi madre?, se dijo y abandonó el buró sin deseos de leer el informe de los datos personales y laborales del intachable Rafael Morín. Desde la ventana de su pequeño cubículo disfrutaba un cuadro qué le parecía sencillamente impresionista, compuesto por la calle flanqueada de laureles viejísimos, una mancha verde difusa bajo el sol pero capaz de refrescar sus ojos adoloridos, un mundo insignificante del que conocía cada secreto y cada alteración: un nuevo nido de gorriones, una rama que empezaba a morir, un cambio de follaje advertido por la oscuridad de aquel verde perpetuo y difuso. Detrás de los árboles una iglesia de rejas altas y paredes lisas y algunos edificios apenas entrevistos y muy al fondo el mar, que sólo se percibía como una luz y un perfume remoto. La calle estaba vacía y cálida y su cabeza apenas vacía y un poco turbia, y pensó cuánto le gustaría estar sentado bajo aquellos laureles, tener otra vez dieciséis años, un perro para acariciar y una novia para esperar: entonces, sentado allí con la mayor simpleza, jugaría a sentirse muy feliz, como casi había olvidado que se puede ser feliz, y tal vez hasta lograría recomponer su pasado, que entonces sería su futuro, calcular lógicamente cómo iba a ser su vida. Le encantaba calcularlo pues trataría de que fuera distinta: aquella larga cadena de errores y casualidades que habían formado su existencia no se podía repetir, debía haber algún modo de enmendarla o al menos romperla y ensayar otra fórmula, en verdad otra vida. Su estómago parecía estar ya más sosegado y deseaba tener la cabeza limpia para meterse en aquel caso que venía del pasado dispuesto a romperle la tranquilidad de la abulia soñada para el fin de semana. Apretó la tecla roja del inter-comunicador y pidió que le llamaran al sargento Manuel Palacios. Quizás podría ser como Manolo, pensó, y pensó que por suerte existían gentes como Manolo, capaces de hacei agradable la rutina de los días de trabajo, sólo con su presencia y su optimismo. Manolo era un buen amigo, cotí] probadamente discreto y tranquilamente ambicioso, y el Conde lo prefería entre todos los sargentos y auxiliares de investigación de la Central.