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Vio la sombra que crecía contra el cristal de la puerta y el sargento Manuel Palacios entró sin tocar.

– Yo creía que todavía no habías llegado… -dijo y ocupó una de las butacas, frente al buró del Conde-. No hay vida, hermano. Coño, qué cara de sueño estás usando hoy.

– Ni te imaginas el peo que levanté anoche. Terrible -y sintió que se estremecía sólo de recordarlo-. Era el cumpleaños de la vieja Josefina y empezamos con unas cervezas que conseguí, después comimos con vino tinto, un vino rumano medio cagón pero que pasa bien, y terminamos el Flaco y yo enredados con un litro de añejo que se suponía que él le regalaba a la madre. Por poco me muero cuando el Viejo me llamó.

– Dice Maruchi que estaba encendido contigo porque le colgaste el teléfono -sonrió Manolo y se acomodó mejor en la butaca. Tenía apenas veinticinco años y una evidente amenaza de escoliosis: ningún asiento le resultaba propicio para sus nalgas esmirriadas y no resistía estar mucho tiempo de pie, sin caminar. Tenía unos brazos largos y un cuerpo magro con algunos movimientos de animal invertebrado: de las personas que el Conde conocía era el único capaz de morderse el codo y lamerse la nariz. Se movía como si flotara, y al verlo se podía pensar que era débil, incluso frágil y seguramente más joven de lo que aparentaba ser.

– Es que el Viejo está preocupado. A él también lo llaman de arriba.

– El lío es gordo, ¿no? Porque él mismo fue el que me llamó.

– Más que gordo es pesado. Mira, llévate esto -dijo, organizando las piezas del file-, léetelo y salimos en media hora. Déjame pensar por dónde vamos a meterle a esto.

– ¿Y todavía tú piensas, Conde? -preguntó el sargento y abandonó la oficina, moviéndose con su levedad gaseosa.

El Conde volvió a mirar hacia la calle y sonrió. Todavía pensaba y sabía que aquello era una bomba. Se acercó al teléfono, disco y el sonido metálico del timbre le trajo recuerdos de un terrible despertar.

– Aló -escuchó.

– José, soy yo.

– Oye, ¿cómo amaneciste, muchacho? -le preguntó la mujer y él la sintió alegre.

– Mejor ni te cuento, pero fue un buen cumpleaños, ¿no? ¿Cómo anda la bestia?

– Todavía no ha amanecido.

– Suerte que tienen algunos.

– Oye, ¿qué te pasa? ¿De dónde tú llamas?

Suspiró y miró otra vez hacia la calle antes de responder. El sol seguía calentando desde el cielo limpio, era un sábado que ni mandado a hacer a mano, dos días antes había cerrado un caso de tráfico de divisas que lo agotó con interrogatorios que parecían interminables, y pensaba dormir todas las mañanas hasta el lunes. Y que se perdiera ahora aquel hombre.

– De la incubadora, José -se lamentó, refiriéndose a su pequeña oficina-. Me levantaron temprano. No hay justicia para los justos, vieja, te lo juro.

– ¿Entonces no vienes a almorzar?

– Me parece que no. ¿Oye, qué es lo que estoy oliendo por teléfono?

La mujer sonrió. Siempre puede reírse, qué bárbara.

– Lo que te pierdes, muchacho.

– ¿Something special?

– No, nothing special pero muy rico. Oye bien: las malangas que tú trajiste, hervidas, con mojo y les eché bastante ajo y naranja agria; unos bistecitos de puerco que quedaron de ayer, imagínate que están casi cocinados por el adobo y alcanzan a dos por cabeza; los frijoles negros me están quedando dormiditos, como a ustedes les gusta, porque están cuajando sabroso y ahora voy a echarle un chorrito del aceite de oliva argentino que compré en la bodega; al arroz ya le bajé la llama, que también le eché ajo, como te dijo el nicaragüense amigo tuyo. Y la ensalada: lechuga, tomate y rabanitos. Ah, bueno, y el dulce de coco rayado con queso… ¿No te has muerto, Condesito?

– Me cago en mi estampa, José -dijo, sintiendo un reordenamiento en su maltratado abdomen. Era un fanático de las mesas abundantes, se moría por un menú como aquél y sabía que Josefina estaba preparando la comida especialmente para él y para el Flaco y tenía que perdérsela-. Oye, ya, no quiero hablar más contigo. Ponme ahí al Flaco, despiértalo, que se levante, borracho de mierda…

– Dime con quién andas… -se rió Josefina y dejó el teléfono. Hacía veinte años que la conocía y ni en los peores momentos la sintió fatalista ni derrotada. El Conde la admiraba y la quería, a veces de un modo más tangible que a su propia madre, con la que nunca había tenido ni la identificación ni la confianza que le inspiraba la madre del Flaco Carlos, que ya no era flaco.

– Habla, tú -dijo el Flaco y su voz sonaba profunda y pegajosa, tan horrible como debió de sonar la suya cuando el Viejo lo despertó.

– Voy a quitarte la curda -anunció Mario y sonrió.

– Coño, falta que me hace, porque estoy matao. Oye, salvaje, ni una más como la de anoche, te lo juro por tu madre.

– ¿Te duele la cabeza?

– Es lo único que no me duele -respondió el Flaco. Nunca le dolía la cabeza y Mario lo sabía: podía beber cualquier cantidad de alcohol, a cualquier hora, mezclar vino dulce, ron y cerveza y caerse borracho, pero nunca le dolía la cabeza.

Bueno, a lo que iba. Me llamaron esta mañana…

– ¿Del trabajo?

– Me llamaron esta mañana del trabajo -siguió el Conde-, para darme un caso urgente. Una desaparición. -No jodas, ¿se perdió otra vez Baby Jane, tú?

– Sigue jugando, mi socio, que voy a acabar contigo. El desaparecido es nada más y nada menos que un jefe de empresa con rango de viceministro, y es amigo tuyo. Se llama Rafael Morín Rodríguez. -Un buen silencio. Le di en la cara, pensó. Ni siquiera dijo pal carajo, tú-. ¿Flaco?

– Pal carajo, tú. ¿Qué pasó?

– Eso, desapareció, se perdió del mapa, voló como Matías Pérez, nadie sabe dónde está. Tamara lo denunció el primero por la noche y el gallo sigue sin aparecer.

– ¿Y no se sabe nada? -la expectación crecía con cada pregunta y el Conde imaginaba la cara que tendría su amigo, y entre los asombros del Flaco logró contarle los detalles que conocía del caso Rafael Morín-. ¿Y ahora qué vas a hacer? -preguntó el Flaco después de asimilar la información.

– Rutina. No se me ocurre nada todavía. Interrogar gentes y eso, lo de siempre, no sé.

– Oye, ¿y es por culpa de Rafael que no vienes a almorzar?

– Mira, hablando de eso. Dile a José que me guarde mi parte, que no se la dé a ningún huevón muerto de hambre que pase por ahí. Hoy a la hora que termine voy para allá.

– Y me cuentas, ¿no?

– Y te cuento. Ya te imaginarás que voy a ver a Tamara. ¿Le doy recuerdos de tu parte?

– Y las felicitaciones, porque empezó año nuevo con vida nueva. Oye, salvaje, y me cuentas si la jimagua sigue tan buena como siempre. Te espero por la noche, tú.

– Oye, oye -se apresuró el Conde-. Cuando se te quite la nota piensa un poco en el lío este y después hablamos.

– ¿Y qué tú crees que voy a hacer? ¿En qué voy a pensar? Después hablamos.

– Buen provecho, mi hermano.

– Le doy tu recado a la vieja, mi hermano -dijo y colgó, y Mario Conde pensó que la vida es una mierda.

El Flaco Carlos ya no es flaco, pesa más de doscientas libras, huele agrio igual que todos los gordos y el destino se ensañó con él, pero cuando lo conocí era tan flaco que parecía que iba a partirse en cualquier momento. Se sentó delante de mí, al lado del Conejo, sin saber que íbamos a ocupar esos tres pupitres, junto a la ventana, mientras estuvimos en el Pre. El tenía un bisturí afiladísimo para sacarle punta a los lápices y le dije: «Flaco, asere, préstame la cuchilla ahí», y desde aquel día le dije Flaco, aunque no me pude imaginar que iba a ser mi mejor amigo y que alguna vez ya no sería flaco.