Выбрать главу

Tamara se sentaba dos filas delante del Conejo y nadie sabía por qué a su hermana jimagua la habían mandado a otro grupo, si venían de la misma escuela, tenían la misma edad, los mismos apellidos y hasta la misma cara lindísima, ¿no? Pero después de todo nos alegramos, pues Aymara y Tamara se parecían tanto que quizás nunca hubiéramos sabido bien quién era una y cuál era la otra. Cuando el Flaco y yo nos enamoramos de Tamara estuvimos a punto de no ser amigos más nunca, y fue Rafael quien vino a resolver la cuestión: ni para el Flaco ni para mí. Se le declaró a Tamara y a los dos meses de haber empezado el curso ya eran novios, de esos pegajosísimos que se buscan en el receso y conversan los veinte minutos, cogidos de la mano, mirándose muchísimo y tan lejos del mundanal ruido que en cualquier parte reventaban un besuqueo. Yo los hubiera matado.

Pero el Flaco y yo seguimos siendo amigos y seguimos enamorados de ella y podíamos compartir nuestra frustración pensando las cosas malas que le deseábamos a Rafaeclass="underline" de pata partida para arriba. Y cuando estábamos muy jodidos, imaginábamos que nos hacíamos novios de Tamara y Aymara -no importaba entonces a quién le tocaba quién, aunque los dos queríamos siempre a Tamara, no sé por qué, si eran lindísimas- y nos casábamos y vivíamos en casas tan jimaguas como las hermanas: todo igualito, una al lado de la otra. Y como éramos muy despistados, a veces nos equivocábamos de casa y de hermana y el marido de Aymara estaba con Tamara y viceversa, para compensarnos y divertirnos muchísimo, y después teníamos hijos jimaguas, que nacían el mismo día -cuatro a la vez-, y los médicos, que también eran despistados y eso, confundían a las madres y a los hijos y decían: dos para acá, dos para allá, y como además crecían juntos le mamaban la teta a cualquiera de las madres y luego se confundían de casa a cada rato, y en eso nos metíamos horas comiendo mierda, hasta que los muchachos eran grandes y se casaban con unas chiquitas que eran cuádruples y también igualitas y se formaba la gran cagazón, mientras Josefina después de llegar del trabajo nos bajaba el volumen del radio, no sé cómo pueden aguantar esa cantaleta todo el santo día, protestaba, se van a quedar sordos, coño, decía, pero nos hacía un batido -a veces de mango, a veces de mamey y si no de chocolate.

El Flaco todavía era flaco la última vez que jugamos a casarnos con las jimaguas. Estábamos en tercer año del Pre, él era novio de Dulcita y ya Cuqui se había peleado conmigo, cuando Tamara anunció en el aula que ella y Rafael se casaban y nos invitaban a todos, la fiesta era en su casa -y aunque allí las fiestas eran buenísimas, juramos que no íbamos a ir. Aquella noche cogimos nuestra primera borrachera memorable: entonces un litro de ron podía ser demasiado para los dos y Josefina tuvo que bañarnos, darnos una cucharada de belladona para aguantarnos los vómitos y eso, y hasta ponernos una bolsa de hielo en los huevos.

El sargento Manuel Palacios enganchó la marcha atrás, pisó el acelerador y las gomas gimieron maltratadas cuando el auto giró hacia atrás para salir del parqueo. Parecía menos frágil cuando, sentado al timón, miró hacia la puerta de la Central y vio la cara incólume del teniente Mario Conde! quizás no había logrado impresionarlo con aquella mamo bra que ni Gene Hackman enFrench Connection. Aunque era tan joven y la gente decía que en unos años sería el mejor investigador de la Central, el sargento Manuel Palacios exhibía una rampante inmadurez cuando en sus manos caían una mujer o un timón. La fobia del Conde al ejercicio para él demasiado complejo de guiar con las manos y seguir con la vista lo que había delante y detrás del auto, y a la vez acelerar, cambiar las velocidades o frenar con los pies, le permitía a Manolo ser chófer perpetuo en los casos que el Viejo insistía en encargarles a los dos. El Conde siempre había pensado que aquel concubinato automovilístico con que se ahorraba un chófer era la razón por la que el mayor Rangel los enyuntaba con tanta frecuencia. En la Central algunos decían que el Conde era el mejor investigador de la plantilla y que el sargento Palacios pronto lo superaría, pero pocos entendían la afinidad nacida entre la parsimonia agobiante del teniente y la vitalidad arrolladura de aquel sargento casi famélico y con cara de niño que seguramente hizo alguna trampa para ser admitido en la Academia de la Policía. Sólo el Viejo comprendió que ellos podrían entenderse. Al final parecían lograrlo.

El Conde se acercó al automóvil. Caminaba con un cigarro en los labios, eljacket abierto y escondía las ojeras tras los espejuelos oscuros. Parecía preocupado cuando abrió la portezuela del auto y ocupó el otro asiento delantero.

– Bueno, por fin, ¿a casa de la mujer? -preguntó Manolo dispuesto a emprender la marcha.

El Conde mantuvo el silencio unos instantes. Guardó los espejuelos en el bolsillo del jacket. Extrajo la foto de Rafael Morín que llevaba en el file y la puso sobre sus piernas.

– ¿Qué te da esa cara? -preguntó.

– ¿La cara? Bueno, el que sabe de psicología eres tú, a mí me gustaría oírlo para saber algo.

– Y por ahora, ¿qué piensas de esto?

– Todavía no sé, Conde, esto es atípico. Quiero decir -rectificó, mirando al teniente-, que es más raro que el carajo, ¿no?

– Sigue -lo impulsó el Conde.

– Mira, por ahora está descartado un accidente y no hay evidencias de una fuga del país, por lo menos eso es lo que dicen los últimos informes que vi ahora mismo, aunque tampoco apostaría por eso. Yo no pensaría en un secuestro, porque tampoco le veo lógica.

– Olvídate de la lógica y sigue.

– Bueno, no le veo lógica a un secuestro porque no sé qué se puede pedir por él y no me suena mucho que se haya ido con una mujer o algo así, ¿no?, porque se imaginaría que se iba a formar todo este rollo y no parece una gente capaz de hacer esas locuras. Le costaría hasta el cargo, ¿verdad? A mí me queda una solución con dos posibilidades: que lo hayan matado por pura casualidad, a lo mejor para robarle algo o porque lo confundieran con alguien, o que lo hayan matado porque de verdad estaba metido en algún lío, no sé de qué clase. Y lo otro que se me ocurre es casi absurdo: que esté escondido por algo, pero si es así lo que no me cuadra es que no haya inventado nada para demorar la denuncia de la mujer. Desde inventarse un viaje a provincias hasta cualquier cosa… Pero el hombre me huele a perro muerto en la carretera. Por ahora no queda otro remedio que investigar por todas partes: en la casa, en el trabajo, en el barrio, no sé, buscarle una razón a todo esto.

– Me cago en su madre -dijo el Conde con la vista fija en la calle que se abría frente a él-. Vamos a su casa. Busca Santa Catalina por Rancho Boyeros, anda.

Manolo puso el auto en marcha. Las calles seguían desiertas con el fogaje de un sol envalentonado que invitaba al reposo del mediodía que se acercaba. En el cielo apenas se divisaban unas nubes altas y sucias que se acumulaban en el horizonte. El Conde trató de pensar en el almuerzo de Josefina, en el juego de pelota que había esa noche, en el daño que le hacía fumar tantos cigarros al día. Quería espantar la mezcla de melancolía y excitación que lo estaba dominando mientras el auto se acercaba a la casa de Tamara.

– Oye, ¿y tú estás de vacaciones? ¿Qué piensas tú, Conde? -pidió Manolo cuando habían dejado atrás el Teatro Nacional.

– Pienso más o menos como tú, por eso me quedé callado. No creo que esté escondido ni que vaya a intentar una salida ilegal, estoy convencido -dijo y observó otra vez la foto.

– ¿Por qué piensas eso?, por el cargo que tiene, ¿verdad?

– Sí, por el cargo. Imagínate que viajaba al extranjero casi diez veces todos los años… Pero sobre todo porque lo conozco hace como veinte años.