Manolo confundió los cambios y el carro estuvo a punto de apagársele. Aceleró a fondo y salvó la marcha con una sacudida. Sonrió, moviendo la cabeza, y miró a su compañero.
– No me vayas a decir que es amigo tuyo.
– No lo dije. Dije que lo conocía.
– ¿Desde hace veinte años?
– Diecisiete, para ser exactos. En 1972 lo oí por primera vez echando un discurso en el Pre de La Víbora. Era mi presidente de la FEEM.
– ¿Y qué más?
– Bah, no quiero prejuiciarte, Manolo. La verdad es que el tipo siempre me cayó como una patada, pero eso ahora no importa. Lo que hace falta es que aparezca rápido para irme a dormir.
– ¿Tú crees que no importa?
– Apúrate, coge esa verde -dijo, señalando el semáforo de Boyeros y Calzada del Cerro.
El Conde encendió otro cigarro, tosió un par de veces y guardó en el file la foto de Rafael Morín. El recuerdo de Tamara anunciándoles que se casaba con Rafael había resucitado con una violencia inesperada. Ahora podía ver las tres rayas blancas de su saya de uniforme, las medias enrolladas en los tobillos y el pelo cortado en una melena de óvalo simétrico. Después que terminaron el Pre apenas se habían visto cuatro o cinco veces, y en cada ocasión sólo de mirarla volvió a sentir en el pecho la sensualidad envolvente de aquella mujer. Avanzaban por la Calzada de Santa Catalina, pero el Conde no veía las casas donde vivían algunos de sus viejos compañeros de estudio, ni los jardines podados ni la paz de aquel barrio eternamente apacible donde asistió a tantas fiestas con el Conejo y el Flaco. Pensaba en otra fiesta, los quince de Tamara y Aymara, casi empezando el primer año de Pre, 2 de noviembre, precisó su memoria, y cómo lo impresionó la casa donde vivían las muchachas, el patio parecía un parque inglés bien cuidado, cabían muchísimas mesas debajo de los árboles, en el césped y junto a la fuente donde un viejo angelote, rescatado de algún derrumbe colonial, meaba sobre los lirios en flor. Había espacio incluso para que tocaran los Gnomos, el mejor, el más famoso, el más caro de los combos de La Víbora, y bailaran más de cien parejas; y hubo flores para cada una de las mucha-chitas, bandejas llenas de croquetas -de carne-, de pasteles -de carne- y bolitas de queso fritas que ni soñarlas en aquellos años de colas perpetuas. Los padres de las jimaguas, embajadores en Londres por esa época, y antes en Bruselas y en Praga y después en Madrid, sabían hacer fiestas, y el Flaco, el Conejo, Andrés y él aseguraban todavía que nunca habían asistido a una mejor que aquélla. Hasta una botella de ron en cada mesa. «Parece una fiesta de afuera», sentenció el Conejo y a ellos también les pareció que sí, y luego él comprendió que hasta al grandísimo Gatsby le hubiera gustado un fiestón así. Rafael Morín, en plan de conquista, bailó toda la noche con Tamara, y el Conde todavía era capaz de recordar los vuelos del vestido de encajes blancos de la jimagua, flotando con el inevitableDanubio azul, que para él fue negro, con todos sus pespuntes grises.
– Arrima allí -le ordenó al sargento cuando atravesaron la calle Mayía Rodríguez y lanzó la colilla hacia el pavimento. En la acera de enfrente, justo en la esquina, se levantaba la casa de dos plantas donde vivían las jimaguas, una edificación espectacular y brillante con sus largos paños de cristales oscuros, sus paredes de ladrillos rojos y amurallada tras un jardín podado con esmero profesional y a la altura precisa para que no ocultara la hilera de esculturas de concreto que remedaban la figuración de Lam.
– Mira dónde era -exclamó Manolo-. Cada vez que pasaba por aquí me fijaba en esa casa y pensaba que me gustaría tener una así. Hasta llegué a pensar que en una casa como ésa nunca habría líos con la policía y que ni siquiera iba a poder verla nunca por dentro.
– No, no es una casa para policías.
– Se la dieron a él, ¿no?
– No, esta vez no. Era de los padres de su mujer.
– ¿Cómo será vivir en una casa así?, ¿eh, Conde?
– Distinto… Oye, Manolo, atiende ahora. Tengo una idea en la que quiero trabajar: la fiesta del día 31. Rafael Morín desapareció después de ir a esa fiesta. Allí puede haber pasado algo que tenga que ver con todo esto, porque yo me cago en las casualidades y amén. Ahora quiero pedirte un favor.
Manolo sonrió y golpeó el timón con las dos manos.
– ¿El Conde pidiendo favores? ¿Laborales o personales? Pues arriba, te voy a complacer.
– Mira, amárrate la lengua y déjame llevar a mí solo la entrevista con Tamara. También a ella la conozco hace tiempo y creo que así la voy a poder manejar mejor. Ese es el favor: ¿es pedirte mucho? Todo lo que se te ocurra me lo dices después. ¿Está bien?
– Está bien, Conde, sin lío, sin lío -dijo el sargento, preparándose para realizar el sacrificio con tal de asistir a lo que adivinaba sería una rendición de cuentas con el pasado. Mientras cerraba el auto, Manolo vio al Conde cruzar la calle y perderse entre el seto de crotos y la cabeza de un espantado caballo de concreto que más parecía de Picasso que de Lam. De cualquier forma aquella casa seguía resultando demasiado remota para un policía.
Los ojos son dos almendras pulidas, clásicas, un poco humedecidas. Justo lo necesario para sugerir que en verdad son dos ojos y hasta pueden llorar. El pelo, artificialmente rizado, le cae en un mechón de espiral sobre la frente y casi se traga las cejas gruesas y tan altas. La boca trata de sonreír, de hecho sonríe, y los dientes de animal saludable, blancos y deslumbrantes, merecen el premio de una risa total. No parece tener treinta y tres años, piensa él frente a su antigua compañera de estudios. Nadie diría que hubiera parido nunca, todavía puede ensayar unos pasos de ballet, aunque ahora se ve más dueña de su belleza profunda: es plena, maciza, inquietante, en la cumbre de sus encantos y sus formas. También pudiera vestirse otra vez con la saya del Pre y la blusa ajustada al cuerpo, se dice y acomoda la pistola al cinto, presenta al sargento Manuel Palacios, que tiene los ojos desorbitados, y el Conde siente deseos de irse cuando se acomoda en el sofá junto a Tamara y ella le ofrece una butaca a Manolo.
Ella lleva un vestido amplio y suave, de un amarillo ardiente, y él comprueba que no le pasa nada: incluso envuelta en aquel color agresivo es la mujer más hermosa que ha conocido y ya no siente deseos de irse, sino de estirar el brazo cuando ella se pone de pie.
– Las vueltas que da la vida, ¿verdad? -dice-. Espérense, voy a traerles café.
Camina hacia el corredor y él observa el movimiento de sus nalgas cautivas bajo el amarillo finísimo de la tela. Descubre en los muslos el borde diminuto del blúmer y cruza una mirada con Manolo, que casi no respira, y recuerda que aquel culo antologable fue la causa de muchas lágrimas cuando su profesora de ballet le aconsejó un cambio inevitable en su vida artística: el terremoto de sus caderas, el cargamento de carne de sus nalgas y la redondez de sus muslos no eran de sílfide ni de cisne, sino más bien de gansa ponedora, y le sugirió un tránsito inmediato al arte de la rumba de cajón, sudorosa y salpicada con aguardiente.
– Triste destino, ¿no? -dice y Manolo levanta los hombros, se dispone a indagar sobre aquella tristeza inexplicable, cuando ella regresa y lo obliga a mirarla.
– Mima lo hizo ahorita, todavía está caliente -asegura y le ofrece una taza a Manolo y después a él-. Increíble, el Conde en persona. ¿Ya debes de ser como mayor o capitán? ¿No, Mario?
– Teniente y a veces no sé cómo -dice él y prueba el café pero no se atreve a agregar: Buen café, carajo, especial para los amigos, aunque de verdad es el mejor café que ha tomado en los últimos años.
– ¿Quién iba a decir que tú te meterías a policía?
– Nadie, creo que nadie.
– Pero si este hombre era un caso -le dice a Manolo y vuelve a mirarlo a él-. Si nunca saliste ni alumno ejemplar porque no ibas a las actividades aquellas y te escapabas antes del último turno de clases para oír los episodios de Guaytabó. Me acuerdo todavía.