– Pero sacaba buenas notas.
Ella sonríe, no puede evitarlo. El flujo de recuerdos que corre entre los dos salta sobre los malos momentos, limados por el tiempo, y sólo toca días agradables, sucesos memorables o acontecimientos que han sido mejorados por la lejanía. Ella, incluso, es más hermosa, parece mentira.
– ¿Y ya no escribes, Mario?
– No, ya no. Pero algún día -dice y se siente incómodo-. ¿Y tu hermana?
– Aymara está en Milán. Se fue por cinco años con el marido, que es representante y comprador del SIME. El marido nuevo, ¿sabes?
– No sabía, pero qué bien.
– Mario, ¿y qué es de la vida del Conejo? Más nunca lo he visto.
– Nada, tú sabes que terminó el pedagógico pero se las arregló para salir de educación. Está en el Instituto de Historia y todavía sigue pensando qué hubiera pasado si no matan a Maceo o si los ingleses no se van de La Habana y esas tragedias históricas que él inventa.
– ¿Y Carlos, cómo sigue?
Dice Carlos y él quiere perderse en el escote. El Flaco Carlos aseguraba que Tamara y Aymara tenían los pezones grandes y oscuros, mírales los labios, decía, tienen algo de negro, según su teoría de que los pezones y los labios eran directamente proporcionales en color y volumen. En el caso de Tamara siempre quisieron comprobar la teoría, esperaban que se inclinara para recoger el lápiz, la vigilaban en las clases de educación física, pero era de las que siempre usaban ajustadores. ¿Y hoy no tiene?
– Está bien -miente entonces-. ¿Y tú?
Ella le quita la taza de las manos y la deja sobre la mesa de cristal, junto a una imaginativa foto de bodas donde Tamara y Rafael, sonrientes, vestidos de novios, abrazados y felices, se miran en el óvalo de un espejo. Él está pensando que ella debería decir que bien, pero que no se atreve a decirlo, su marido ha desaparecido, quizás esté muerto y ella angustiada, pero es que en realidad se ve muy bien, cuando al fin dice:
– Estoy muy preocupada, Mario. Tengo un presentimiento, no sé…
– ¿Qué presentimiento?
Ella niega con la cabeza y el mechón irreverente de pelo baila contra su frente. Está nerviosa, se frota las manos, hay ansiedad en sus ojos siempre apacibles.
– Algo malo -dice y mira hacia el interior de la casa silenciosa-. Esto es demasiado raro para que no sea algo malo, ¿verdad? Oye, Mario, fuma si quieres -y del piso inferior de la mesita de cristal le alcanza un cenicero inmaculado. Cristal de Murano, azul violáceo con unas pecas plateadas. Él enciende su cigarro y le parece una herejía ensuciar aquel cenicero.
– ¿Y usted no fuma? -le pregunta ella a Manolo y el sargento sonríe.
– No, gracias.
– Increíble, Tamara -dice el Conde y sonríe-. Hacía quince años que no venía a esta casa y todo está igualito. ¿Te acuerdas cuando rompí el florero aquel?, creo que de porcelana, ¿no?
– Cerámica de Sargadelos -ella apoya la espalda en el sofá y trata de acomodar el mechón de pelo que le oculta la frente. A ti también los recuerdos te matan, mi amiga, piensa él y desea sentirse como se sentía cuando todo el grupo entraba en aquella casa de películas reunidos en la biblioteca con el pretexto de estudiar, siempre había refrescos, muchas veces hasta bombones, aire acondicionado en la biblioteca y sueños comunes, el Flaco, el Conejo, Cuqui, Dulcita, el Conde, todos tendrían alguna vez una casa como ésta, cuando seamos médicos, ingenieros, historiadores, economistas, escritores y esas cosas que iban a ser y que no todos fueron. El no puede con los recuerdos, y por eso dice:
– Ya leí tu declaración en la policía. Dime algo más.
– No sé, fue así mismo -afirma, después de pensar un momento, mientras cruza las piernas y luego los brazos, todavía es elástica, comprueba él-. Llegamos de la fiesta, yo me acosté primero y medio dormida ya sentí que él se acostaba y le pregunté si se sentía mal. Tomó bastante en la fiesta. Cuando me levanté, ni rastros de Rafael. Hasta por la tarde no me preocupé de verdad, porque a veces él salía sin decir dónde iba a estar, pero ese día no tenía trabajo.
– ¿Dónde dices que fue la fiesta?
– En la casa del viceministro que atiende la empresa de Rafael. En Miramar, cerca de la diplotienda de Quinta y 42.
– ¿Quiénes estaban invitados?
– Bueno, déjame pensar -pide tiempo y vuelve a ocuparse del mechón infatigable-. Claro, los dueños de la casa, Alberto y su mujer. Alberto Fernández se llama -agrega cuando el Conde extrae una pequeña libreta del bolsillo posterior de su pantalón-. ¿Y tú sigues llevando la libreta en el bolsillo de atrás?
– Viejos defectos -dice él, moviendo la cabeza, pues no imaginaba que nadie pudiera recordar aquella costumbre suya, casi ni él mismo. De cuántas cosas me tendré que acordar, se pregunta, y Tamara sonríe y él se vuelve a decir cómo pesan los recuerdos y que quizás no debería estar allí; si le hubiera contado algo al Viejo tal vez lo habría sustituido, y cree entonces que lo mejor es pedirle un relevo, no, no debería estar buscando a un hombre que no quisiera encontrar y conversando con la esposa de aquel hombre, aquella mujer que con las nostalgias le despierta los deseos. Pero dice-: Nunca me gustó andar con una maleta.
– ¿Te acuerdas del día que te fajaste en el patio del Pre con Isidrito el de Managua?
– Todavía me duele. Qué manera de darme golpes ese guajiro -y le sonríe a Manolo, genial en su papel de oyente marginado.
– ¿Y por qué fue que se fajaron, Mario?
– Imagínate, empezamos discutiendo de pelota, que quién era mejor, si Andrés, Biajaca y las gentes de mi barrio o los de Managua, hasta que me encabroné y le dije que de mi barrio para allá nada más nacían hijos de puta. Y claro, el guajiro se voló.
– Mario, si Carlos no se mete, yo creo que Isidrito te mata.
– Se hubiera perdido un buen policía -sonríe y decide guardar el bloc-. Mira, mejor hazme después una lista con los invitados y dime en qué trabaja cada uno y si tienes algún modo de localizarlos. De todos los que te acuerdes. ¿Y además del viceministro había otras gentes importantes?
– Bueno, estuvo el ministro, pero se fue temprano, como a eso de las once, porque tenía otro compromiso.
– ¿Y habló algo con Rafael?
– Se saludaron y eso, pero no hablaron mucho. Ellos solos, quiero decir.
– Anjá. ¿Y habló solo con alguien?
Ella piensa. Casi cierra los ojos y él cambia la vista. Prefiere jugar con las cenizas de su cigarro y finalmente aplasta la colilla. Ahora no sabe qué hacer con el cenicero y teme reeditar la historia del florero de Sargadelos. Pero no puede evitar oler a Tamara: huele a limpio y a bruñido y a lavanda cara y a tierra húmeda y sobre todo a mujer.
– Creo que con Maciques, el jefe de despacho de él. Pero ellos dos se pasan la vida en eso, hablando de trabajo; y en las fiestas yo me tengo que tragar a la mujer de Maciques; si la vieras, por Dios, es más estirada que el asta de una bandera… Bueno, tendrías que oírla. Descubrió el otro día que el algodón es mejor que el poliéster y ya dice que le encanta la seda…
– Me la imagino. ¿Y con quién más habló?
– Bueno, Rafael estuvo un rato en el balcón y cuando entró llegaba Dapena, un gallego que viene a cada rato a Cuba a hacer negocios.
– Espérate -pide él y vuelve a buscar su libreta-. ¿Un gallego?
– Gallego de Galicia, sí. José Manuel Dapena, ése es el nombre completo. Hace algunos negocios que tienen que ver con la empresa de Rafael, pero sobre todo con Comercio Exterior.
– ¿Y tú dices que estuvieron hablando?
– Bueno, Mario, los vi regresar juntos del balcón, no sé si había otra gente.
– Tamara -dice y comienza a jugar con el obturador del bolígrafo, marcando un tictac monótono-, ¿cómo son esas fiestas?