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– ¿Cuáles fiestas? -Se asombra, parece no entender ella.

– Esas fiestas a las que van ustedes, con ministros y viceministros y comerciantes extranjeros, ¿cómo son?

– No te entiendo, Mario, pero son como otra cualquiera. Se habla, se baila, se toma, no sé adonde quieres llegar. Deja tranquilo el bolígrafo, por favor -pide entonces y él sabe que está molesta.

– ¿Y nadie se emborracha, ni dice malas palabras, ni se mea por los balcones?

– No tengo ganas de jugar, Mario, te lo juro -y se oprime los párpados, pero no parece cansada. Cuando retira los dedos sus ojos brillan más.

– Discúlpame -dice él y devuelve el bolígrafo al bolsillo de la camisa-. Háblame de Rafael.

Ahora ella respira ante la petición. Mueve la cabeza negando algo que sólo ella conoce y dirige sus ojos hacia el ventanal que da al jardín interior. Es teatral, piensa él, y sigue la mirada y apenas descubre el color falso, levemente oscurecido, de los helechos que crecen exuberantes más allá del vidrio calobar.

– Hubiera preferido otro policía, ¿sabes? Contigo, no sé, me cuesta trabajo.

– A mí también contigo y con Rafael. Además, si tu marido no se hubiera perdido, yo estaría en mi casa leyendo y sin trabajar hasta el lunes. Ahora lo que hace falta es que aparezca rápido. Y tú tienes que ayudarme en eso, ¿no es verdad?

Ella hace un gesto para levantarse, pero regresa a su sitio en el sofá. Su boca es ahora una línea recta, una boca de persona inconforme, que se suaviza cuando mira hacia el sargento Manuel Palacios.

– ¿Qué te puedo decir de Rafael? Tú también lo conoces… Vive para el trabajo, no por gusto llegó a ese cargo y lo mejor es que disfruta trabajando como un animal. Creo que es un buen dirigente, de verdad que sí, y además todo el mundo lo dice. Lo buscan para todo y todo lo hace bien. El mismo dice que es un hombre de éxito. Se pasa la vida viajando al extranjero, sobre todo a España y Panamá, pan hacer contratos y compras y parece que es bueno para los negocios. ¿Te imaginas a Rafael de negociante?

El tampoco lo imagina y observa el equipo de audio que ocupa el ángulo de la saleta: deck, tocadiscos, doble casetera, CD, ecualizador, amplificador y dos bailes con bocinas de no sabe cuánto de salida, y piensa que ahí la música sí es música.

– No me lo imagino, no -dice y pregunta-. ¿Y de dónde salió esa torre de audio? Eso cuesta más de mil dólares…

Ella vuelve a mirar a Manolo y luego observa abiertamente a su antiguo compañero de estudios.

– ¿Qué te pasa, Mario? ¿A qué vienen esas pregunticas? Oye, tú sabes que nadie trabaja como un loco por gusto. Todo el mundo busca algo y… aquí el que puede comer filete no come arroz con huevo.

– Sí, al que Dios se lo dio…

– ¿Qué es lo que te molesta, Mario?

Él busca el bolígrafo, pero lo deja en su lugar.

– Nada, nada, no te preocupes, ¿está bien?

– Sí me preocupo. ¿Si tuvieras que viajar por tu trabajo, tú no viajarías y le comprarías cosas a tu mujer y a tu hijo, dime? -pregunta, busca consenso en Manolo. El sargento apenas levanta los hombros, todavía con la taza de café en las manos.

– Estoy fallo por las dos cabezas: ni viajo al extranjero, ni tengo mujer y un hijo.

– Pero tienes envidia, ¿no? -le dice suavemente y vuelve a mirar los helechos. Él sabe que ha tocado una fibra sensible de Tamara. Durante años ella había tratado de parecer igual que los demás, pero la cuna le pesaba demasiado y siempre terminaba siendo distinta: sus perfumes nunca fueron las colonias baratas que usaban los demás, era alérgica y sólo admitía ciertas lavandas masculinas, sus vestidos de fiestas sabatinas se parecían a los de sus amigas, pero eran de hilo hindú, sabía toser, estornudar y bostezar en público y sólo ella entendía de corrido las canciones de Led Zeppelin o Rare Earth. El acomoda el cenicero en el sofá y busca otro cigarro. Es el último del paquete y como siempre se alarma al notar cuánto ha fumado, pero se dice que no, que no tiene ni gota de envidia.

– A lo mejor -acepta, sin embargo, cuando enciende el cigarro y comprende que no tiene fuerzas para discutir con ella-. Pero es lo que menos le envidio a Rafael, te lo juro -sonríe y mira a Manolo-: Que san Pedro le bendiga esas cosas.

Ella ha cerrado los ojos y él se pregunta si habrá asimilado los matices de su envidia. Está más cerca de él y la huele a su antojo, cuando ella le toma una de las manos.

– Discúlpame, Mario -le pide- pero es que estoy así, muy tensa. Es lógico con este lío -dice y retira la mano-. ¿Por fin tú querías una lista?

– Compañera, compañera -dice entonces el sargento Manuel Palacios y levanta la mano, como si pidiera la palabra desde el fondo del aula, y sin atreverse a mirar al Conde-. Yo sé cómo usted se siente, pero nos debe ayudar.

– Creí que estaba haciendo eso, ¿no?

– Claro, claro. Pero yo no conozco a su esposo… Antes del día primero, ¿lo vio raro, hizo algo distinto?

Ella se lleva la mano al cuello y se lo acaricia un instante, como si lo quisiera muchísimo.

– De por sí Rafael era un poco raro. Tenía un carácter así, muy voluble y cualquier cosa lo angustiaba. Si tuviera que haber visto algo raro, diría que el día 30 estaba molesto, me dijo que estaba cansado con todos los cierres por fin de año, pero el 31 fue casi lo contrario y creo que disfrutó la fiesta. Pero el trabajo siempre le preocupaba, de toda la vida.

– ¿Y no dijo nada, no hizo nada que le llamara la atención? -siguió Manolo sin mirar al teniente.

– No, que yo sepa, no. Es que además el 31 se fue a almorzar con su mamá y se pasó allá casi todo el día.

– Discúlpame, Manolo -terció el Conde y observó cómo el sargento se frotaba las manos, se le había calentado el pico y podía estar una hora preguntando-. Tamara, de todas maneras quiero que pienses en lo que haya podido hacer en estos días que pudiera tener alguna relación con lo que está pasando. Todo es importante. Cosas que no decía o hacía habitualmente, si habló con alguien que tú no conocieras, no sé… Y también es importante que me prepares la lista. ¿Tú piensas salir hoy a alguna parte?

– No, ¿por qué?

– Nada, para saber dónde vas a estar. Cuando yo termine en la Central puedo pasar por aquí a recoger la lista y hablamos otra vez. No hay problemas en eso, se me hace camino.

– Está bien, yo te espero y te hago la lista, despreocúpate -dice ella y lucha otra vez con aquel mechón de pelo inconforme.

– Mira -dice él y arranca una hoja del bloc-. Cualquier cosa me localizas por estos números.

– Está bien, claro -afirma y toma el papel y la sonrisa que arma es un regalo-. Oye, Mario, te está clareando el pelo en la frente. No me digas que vas a ser calvo, ¿no?

Él sonríe, se pone de pie y avanza hacia la puerta. Hace girar el picaporte y le cede el paso a Manolo. Ahora está frente a Tamara y la mira a los ojos.

– Bueno, seré calvo también -dice y agrega-: Tamara, no te molestes conmigo. Tengo que hacer un trabajo y eso tú lo entiendes, ¿verdad?

– Yo te entiendo, Mario.

– Entonces dime algo: ¿además de ti, quién se beneficiaría con la muerte de Rafael?

Ella se sorprende, pero enseguida sonríe. Se olvida del mechón invencible y dice:

– ¿Qué clase de psicólogo ibas a hacer tú, Mario? Beneficiarme… ¿Un equipo de audio y el Lada que está allá abajo?

– No sé, no sé -admite él y levanta la mano en señal de adiós-. No pongo una buena contigo -y sale de la casa a la que no había entrado en quince años y sabe que va herido. No quiere verla en la puerta ensayando una despedida. Avanza hacia la calle y cruza sin mirar el tráfico.

– Andando se quita el frío -dice cuando se acomoda en el auto y no lo puede evitar: mira hacia la casa y recoge la despedida de la mujer que lo observa desde la puerta, junto a un agresivo arbusto de concreto.

– Ese huevo quiere sal.