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Dentro del banco, Verónica Aliso había presentado una copia del certificado de defunción de su marido, de su testamento y una orden judicial que le concedía acceso a su caja de seguridad, por ser la única heredera de Anthony Aliso. El empleado le permitió la entrada y forzar la caja porque la señora Aliso le contó que no había podido hallar la llave de su marido. El problema fue, según Pollack, que al abrir la caja se encontraron con que estaba vacía.

– ¿Te imaginas? Todo esto para nada -comentó Lindell-. Yo esperaba hacerme con esos dos kilos. Por supuesto, nos los habríamos repartido con vuestro departamento: mitad y mitad.

– Por supuesto -dijo Bosch-. ¿Habéis hablado con el banco? ¿Cuándo fue la última vez que Tony fue a su caja?

– Ésa es otra. Se ve que el tío estuvo allí el viernes, unas doce horas antes de que lo mataran. Entró y limpió la caja. Debió de tener una premonición. El tío lo sabía.

– Quizá sí.

Bosch pensó en las cerillas del restaurante La Fuentes que había encontrado en la habitación de Tony. Aliso no fumaba, pero sí había ceniceros en la casa donde había vivido Layla.

Bosch dedujo que si Tony había vaciado la caja de seguridad y almorzado en La Fuentes el viernes, la única razón por la que tendría cerillas del restaurante era porque había comido allí con alguien que fumaba.

– Ahora la cuestión es: ¿dónde está el dinero? -se preguntó Lindell-. Si lo encontramos podemos incautarlo. El pobre Joey ya no va a necesitarlo.

Lindell miró hacia la limusina. La puerta seguía abierta y una de las piernas de Marconi asomaba por debajo del plástico amarillo. Un pantalón de color azul, un mocasín negro y un calcetín blanco. Eso era todo lo que Bosch podía ver de Joey El Marcas.

– ¿Los del banco están cooperando o tenéis que pedir una orden judicial para cada cosa? -inquirió Bosch.

– No, nos están ayudando. La directora está ahí dentro, temblando como un flan. No está acostumbrada a que haya masacres delante de la puerta del banco.

– Pues pídele que compruebe si tiene una caja a nombre de Gretchen Alexander.

– ¿Gretchen Alexander? ¿Quién es ésa?

– Tú la conoces: Layla.

– ¿Layla? ¿Me tomas el pelo? ¿Crees que el tío le daría dos millones de pavos a ese pendón verbenero?

– Pregúntaselo. Vale la pena intentarlo.

Cuando Lindell regresó al banco, Bosch se volvió hacia a sus compañeros.

Jerry, si quieres recuperar tu pistola, deberíamos decírselo ahora para que no las destruyan o las archiven para siempre.

– ¿Mi pistola? -Edgar miró hacia el plástico amarillo con una expresión de dolor-. No, no la quiero. Está maldita.

– Sí -convino Bosch-. Yo también pensaba lo mismo.

Bosch meditó un rato sobre los hechos hasta que oyó que alguien lo llamaba. Al volverse, vio que Lindell le hacía señas para que se dirigiera al banco.

– ¡Sí, señor! -anunció Lindell-. Layla tiene una caja.

Bosch y sus compañeros entraron en el edificio, donde Bosch vio a varios agentes entrevistando a los estupefactos empleados. Lindell lo condujo hasta una mesa donde estaba sentada la directora de la sucursal. Era una mujer de unos treinta años con el pelo rizado y castaño. La placa sobre su mesa decía Jeanne Connors. Lindell cogió un documento de la mesa y se lo mostró a Bosch.

– Layla tiene una caja aquí, que también está a nombre de Tony. Aliso sacó ambas cajas el viernes antes de que lo mataran. ¿Sabes lo que creo? Que vació su caja y lo puso todo en la de ella.

– Es muy probable.

Bosch estaba leyendo el registro de entradas en la cámara acorazada, que estaban escritas a mano en una ficha.

– Así que vamos a conseguir una orden de registro y abrirla a lo bestia -prosiguió Lindell, entusiasmado-. Tal vez se lo pediremos a Maury, ya que está tan dispuesto. El FBI se quedará con todo el dinero… Excepto vuestra parte, claro.

Bosch lo miró.

– Puedes forzarla si consigues pruebas para obtener la orden de registro, pero no encontrarás nada.

Bosch señaló la última entrada en la ficha. Gretchen Alexander había sacado la caja cinco días antes: el miércoles después de que mataran a Aliso. Lindell tardó unos segundos en reaccionar.

– Joder, ¿crees que la vació?

– Pues sí.

– Se ha largado, ¿no? Tú la buscaste.

– Se ha esfumado, tío. Y yo voy a hacer lo mismo.

– ¿Te vas?

– Ya he prestado declaración. Hasta la vista, Roy.

– Bueno, adiós.

Bosch se dirigió a la puerta del banco. Al abrirla, Lindell se acercó a él.

– Pero ¿por qué lo puso todo en la caja de Layla?

Lindell seguía sosteniendo la ficha como si fuera la respuesta a todas sus preguntas.

– No lo sé. Quizá…

– ¿Qué?

– … estaba enamorado de ella.

– ¿Tony? ¿De una chica así?

– Nunca se sabe. La gente mata por muchas razones. Y supongo que se enamora por muchas razones. El amor hay que pillarlo al vuelo, ya sea con una chica así o con… otra persona.

Lindell asintió y Bosch se marchó.

Bosch, Edgar y Rider cogieron un taxi hasta el edificio federal donde habían dejado su coche. Una vez allí, Bosch dijo que quería pasar un momento por la casa de North Las Vegas donde había crecido Gretchen.

– No va a estar, Harry -le advirtió Edgar.

– Ya lo sé. Sólo quiero hablar un momento con la vieja.

Bosch encontró la casa sin problemas y aparcó en la entrada. El Mazda RX7 seguía allí y no parecía que se hubiese movido.

– No tardaré. Si queréis, podéis quedaros en el coche.

– Yo voy contigo -dijo Rider.

– Yo me quedo con el motor en marcha -se ofreció Edgar-. Y conduciré la primera parte del viaje.

Edgar sustituyó a Bosch al volante, al tiempo que Bosch y Rider se dirigían a la puerta de la casa. Cuando Bosch llamó, la mujer contestó en seguida; debía de haberlos visto u oído y estaba preparada.

– Usted otra vez -dijo, mirando por la puerta entreabierta-. Gretchen sigue sin estar.

– Ya lo sé, señora Alexander. Es con usted con quien quiero hablar.

– ¿Conmigo? ¿Por qué?

– ¿Podría abrirnos, por favor? Nos estamos asando aquí fuera.

La mujer abrió con cara de resignación.

– Aquí también me estoy asando. ¿Se cree que puedo permitirme aire acondicionado?

Bosch y Rider se dirigieron al salón. Tras presentar a Rider, los tres tomaron asiento. Harry se sentó al borde del sofá, al recordar cómo se había hundido la última vez.

– De acuerdo. ¿Qué pasa? ¿Por qué quieren ustedes hablar conmigo?

– Quiero que me hable de la madre de su nieta -le dijo Bosch.

La mujer se quedó boquiabierta y Bosch notó que Rider también estaba perpleja.

– ¿Su madre? -preguntó Dorothy-. Su madre hace años que se fue. No tuvo la decencia de hacerse cargo de su propia hija, y de su madre aún menos.

– ¿Cuándo se marchó?

– Hace muchos años. Gretchen todavía llevaba pañales. Sólo me dejó una nota diciendo adiós y buena suerte. Y desapareció.

– ¿Adónde fue?

– No tengo ni la más remota idea y no quiero saberlo. Así estamos mejor. Ella abandonó a una criatura; no tuvo ni la decencia de llamar o escribir para pedir una foto.

– ¿Cómo sabía que no le había pasado algo?

– No lo sabía pero, por mí, como si se hubiera muerto.

La vieja no sabía mentir. Era la típica persona que subía la voz y sonaba indignada cuando no decía la verdad.

– Usted lo sabía -afirmó Bosch-. Le enviaba dinero, ¿no?

La mujer se miró las manos con tristeza durante un buen rato. Era su forma de confirmar la sospecha de Bosch.

– ¿Cada cuánto?

– Una o dos veces al año. Pero no lo bastante para compensarnos por lo que había hecho.