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– No lo sé. Si lo estaba, no me lo dijo -contestó ella-. Y llámenme Verónica, por favor.

– ¿Nunca le preguntaba si tenía problemas? -inquirió Rider.

– No. Suponía que si los tenía me lo diría.

Cuando Verónica Aliso dirigió su dura mirada hacia Rider, Bosch sintió que le quitaban un peso de encima. La mujer los estaba desafiando.

– Ya sé que esto me hace sospechosa, pero no me importa -explicó-. Ustedes tienen que hacer su trabajo. Seguramente ya habrán deducido que mi marido y yo…, bueno, sólo compartíamos esta casa. En cuanto a sus actividades en Nevada, no puedo decirles si Anthony había ganado o perdido un millón de dólares. Quién sabe, tal vez le sonrió la suerte. Aunque creo que no habría dejado pasar la ocasión de fanfarronear por ello.

Bosch asintió y pensó en el cadáver del maletero. No parecía alguien a quien le hubiese sonreído la suerte.

– ¿Dónde se alojaba en Las Vegas?

– En el Mirage. Eso sí lo sé porque no todos los casinos tienen mesas de póquer, pero allí hay una con mucha clase. Anthony siempre me decía que le llamara al Mirage, y si no lo encontraba en la habitación, que preguntara por las mesas.

Bosch se demoró unos segundos en tomar nota de todo aquello, ya que había comprobado que el silencio era la mejor forma de tirar de la lengua a la gente. Esperaba que Rider se percatara de que aquellas pausas eran intencionadas.

– Me han preguntado si Anthony iba solo a Las Vegas -dijo por fin la señora Aliso.

– ¿Y qué?

– Durante la investigación, supongo que descubrirán que mi marido era un mujeriego. Sólo les pido una cosa y es que, por favor, hagan lo posible por ahorrarme los detalles. No quiero saberlos.

Bosch asintió y permaneció un momento callado mientras ordenaba sus pensamientos. Se preguntaba qué tipo de mujer no quería saber más. ¿Una que ya lo sabía todo? Cuando Harry alzó la vista, sus miradas se cruzaron.

– Además de jugar, ¿sabe si su marido tenía algún problema? -preguntó-. ¿Profesional o económico?

– Que yo sepa, no, aunque él llevaba las cuentas. Ahora mismo no tengo ni idea de nuestra situación financiera. Cuando necesitaba dinero, yo se lo pedía y él me decía que extendiera un cheque y le informase de la cantidad. Para los gastos de la casa teníamos una cuenta aparte a mi nombre.

Bosch siguió preguntando con la vista fija en su libreta.

– Sólo un par de preguntas más y la dejamos en paz. ¿Tenía su marido algún enemigo? ¿Alguien que quisiera hacerle daño?

– Anthony trabajaba en Hollywood, donde la gente se clava puñales por la espalda todos los días. Él era tan experto como cualquiera que lleve veinticinco años en la industria, así que podría haber gente descontenta con él… Pero no sé quién pudo hacer esto.

– El coche, el Rolls-Royce, está alquilado a una productora en Archway Studios. ¿Cuánto tiempo llevaba su marido trabajando para ellos?

– Él tenía su despacho allí, pero no trabajaba para el Archway. TNA Productions es…, era su propia empresa. Él sólo alquilaba un despacho y una plaza de aparcamiento, pero no tenía nada que ver con ellos.

– Háblenos de su productora -dijo Rider-. ¿Hacía películas?

– Más o menos. Digamos que empezó por todo lo alto y luego cayó en picado. Hace veinte años produjo su primer largometraje: El arte de la capa. Si la vieron, son ustedes de los pocos. El mundo de los toros no es un tema muy taquillero, pero la película fue aclamada por la crítica e hizo el circuito de festivales y salas de arte y ensayo; fue un buen comienzo para Tony.

Verónica Aliso añadió que su marido había logrado rodar un par de películas más, pero que su nivel de calidad y escrúpulos había ido disminuyendo gradualmente hasta acabar produciendo una retahíla de subproductos pornográficos.

– Las películas, si quiere llamarlas así; son todas iguales; la única diferencia es la cantidad de pechos. En el sector se conocen como directos a vídeo -explicó ella-. Además, Anthony tenía bastante éxito en el arbitraje literario.

– ¿Y eso qué es?

– Especulación. Tony compraba guiones, pero también manuscritos y libros.

– ¿Y cómo especulaba con ellos?

– Él adquiría los derechos y, cuando subía su valor o el autor se ponía de moda, los vendía. ¿Conocen a Michael Saint John?

A Bosch le sonaba el nombre, pero negó con la cabeza. Rider hizo lo mismo.

– Es uno de los guionistas de moda. Dentro de un año estará dirigiendo largometrajes para algún estudio.

– ¿Y?

– Hace ocho años, cuando Saint John era un pobre estudiante de cine y buscaba un agente, mi marido era uno de los buitres que pululaban por la facultad. Verán, las películas de Tony eran de tan bajo presupuesto que necesitaba a estudiantes para que las escribieran y las dirigieran. Por eso conocía las universidades y escuelas, y sabía reconocer a un joven con talento. Michael Saint John era uno de ellos. Un día en que el chico estaba desesperado, le vendió a Anthony los derechos de tres de sus guiones por dos mil dólares. Ahora, cualquier cosa con el nombre de Saint John se vende por cantidades de seis cifras como mínimo.

– Y los escritores, ¿cómo se lo toman?

– No muy bien. Saint John estaba intentando comprarle los guiones.

– ¿Lo cree capaz de haberle hecho daño a su marido?

– No. Ustedes me han preguntado a qué se dedicaba Tony y yo les he contestado. Pero si me preguntan quién lo podría haber matado, eso no lo sé.

Bosch tomó más notas.

– Dice que su marido se veía con inversores cuando viajaba a Las Vegas -le recordó Rider.

– Así es.

– ¿Podría decirnos sus nombres?

– Pueblerinos de Iowa, supongo. Gente que encontraba y a quienes convencía para invertir en una película. Les sorprendería la cantidad de personas que están locas por participar en una producción de Hollywood. Y Tony era un buen vendedor. Lograba que una simple película de dos millones de dólares sonara como la segunda parte de Lo que el viento se llevó. A mí también me convenció.

– ¿Qué?

– Me convenció para que actuara en una de sus películas; así le conocí. Tal como él me lo pintó, yo iba a ser la nueva Jane Fonda: sexy, pero inteligente. Era un largometraje para un estudio; lo malo es que el director era cocainómano, el guionista no sabía escribir y la película salió tan mal que nunca se estrenó. Fue el final de mi carrera. Tony no volvió a trabajar para un estudio y se pasó el resto de su vida haciendo porquerías para vídeo.

Mientras admiraba los cuadros y muebles en aquella sala de techos altos, Bosch comentó:

– No parece que le fuese tan mal.

– No -respondió ella-. Supongo que esto se lo debemos a los pueblerinos de lowa.

El rencor de Verónica Aliso era agobiante. Bosch bajó la cabeza para rehuir su mirada.