– Muy bien. ¿A qué hora?
– Aún no lo sé. Ya la llamaremos -respondió Bosch-. ¿Sabe si su marido hizo testamento?
– Sí, los dos lo hicimos. Ahora está en manos de nuestro abogado.
– ¿Cuánto hace?
– ¿Del testamento? No sé, mucho tiempo. Años.
– Por la mañana me gustaría que llamase a su abogado y le dijera que necesitamos una copia. ¿Cree que podrá hacerlo?
– Por supuesto.
– ¿Y seguro de vida?
– Sí, los dos nos hicimos pólizas. También las tiene nuestro abogado, Neil Denton, en Century City.
– Muy bien. Ya nos preocuparemos de eso mañana. Ahora precintaremos la habitación y ya está.
Todos salieron al pasillo y, tras cerrar la puerta, Bosch sacó de su maletín un adhesivo en el que se leía:
ESCENA DEL CRIMEN
PROHIBIDO EL PASO
LLAMAR AL: 213 485 – 4321
Bosch pegó el adhesivo en la jamba de la puerta; de ese modo, cualquier intruso se vería obligado a cortarlo o desengancharlo.
– ¿Detective? -susurró Verónica Aliso detrás de él.
Bosch se volvió.
– Yo soy la principal sospechosa, ¿no?
Bosch se guardó en el bolsillo los papeles sobrantes del adhesivo.
– En estos momentos todo el mundo es sospechoso. Estamos considerando todas las posibilidades, así que eso la incluye a usted.
– Entonces no debería haber sido tan sincera.
– Si no tiene nada que ocultar, la verdad no la perjudicará -intervino Rider.
A Bosch la experiencia le impedía decir algo semejante, ya que sabía que era falso. Y, a juzgar por la pequeña sonrisa que asomó en el rostro de Verónica Aliso, ella también lo sabía.
– ¿Es usted nueva, detective Rider? -preguntó la viuda, con la mirada fija en Bosch.
– No, señora. Hace seis años que soy detective.
– Ah. Al detective Bosch no hace falta que se lo pregunte.
– Señora Aliso… -comenzó Bosch.
– Verónica.
– Todavía no sabemos a qué hora fue asesinado su marido, pero nos gustaría descartar ciertas hipótesis para así concentrarnos en…
– Quiere saber si tengo una coartada, ¿no?
– Sólo queremos establecer dónde estuvo usted durante estos últimos días y noches. Es una pregunta de rutina, nada más.
– Bueno, siento aburrirle con los detalles de mi vida porque eso es lo que son: aburridos. Aparte de ir al centro comercial y al supermercado el sábado por la tarde, no he salido de casa desde que cené con mi marido el miércoles por la noche.
– ¿Ha estado aquí sola?
– Sí… Creo que el capitán Nash podrá confirmárselo. Los de Seguridad apuntan quién entra y quién sale de Hidden Highlands, incluidos los residentes. Además, el viernes vino el cuidador de la piscina. Puedo darles su nombre y teléfono.
– No, gracias, de momento no es necesario. Y siento mucho lo de su marido. ¿Hay algo que podamos hacer por usted?
Ella parecía haberse retraído y Bosch no estaba seguro de que hubiera oído su pregunta.
– No, gracias -contestó finalmente.
Bosch recogió el maletín y se alejó por el pasillo seguido de Rider. Harry se fijó en que en la pared no había fotos ni cuadros. Aquello no le pareció normal, pero en seguida concluyó que hacía tiempo que las cosas habían dejado de ser normales en aquella casa. El detective estudiaba los hogares de sus víctimas como los expertos estudiaban los retratos de gente ya fallecida en el museo Getty. Buscaba significados ocultos: los secretos de sus vidas y sus muertes.
Rider fue la primera en salir. Después lo hizo Bosch, que se volvió a mirar hacia la casa. Al fondo del pasillo se recortaba la silueta de Verónica Aliso. Bosch titubeó un instante, pero finalmente se despidió con un gesto y se marchó.
Ya en el coche, Bosch y Rider permanecieron un buen rato en silencio mientras digerían la conversación.
– ¿Cómo fue? -preguntó Nash, cuando llegaron a la verja de entrada.
– Bien.
– El señor Aliso está muerto, ¿no?
– Sí.
Nash silbó, asombrado.
– Capitán Nash, ¿guarda usted una lista de las entradas y salidas a la urbanización?
– Sí, pero esto es propiedad privada. Necesitaría una…
– Una orden de registro, ya lo sé -contestó Bosch-. Pero antes de liarme a hacer todos los trámites, dígame una cosa.
Si vuelvo con una orden, ¿me dirá esa lista la hora exacta en que salió y entró la señora Aliso?
– La señora Aliso, no. Sólo su coche.
– Entendido.
Bosch llevó a Rider hasta su coche y ambos se dirigieron a la comisaría de la División de Hollywood en sus respectivos vehículos. Por el camino, Bosch no dejó de pensar en Verónica Aliso y en aquellos ojos llenos de rencor hacia su difunto marido. Pese a no saber cómo encajaba aquello (y ni siquiera si encajaba), estaba convencido de que volverían a hablar con ella.
Rider y Bosch se detuvieron unos instantes en la comisaría para poner a Edgar al corriente de lo sucedido y tomarse un café. El siguiente paso fue llamar a la oficina de seguridad del Archway para que avisaran a Chuckie Meachum. Bosch no le dijo al oficial de guardia de qué iba el tema ni a qué despacho se dirigían; sólo le pidió que convenciera a Meachum para que fuera hacia allá.
Eran ya las doce de la noche cuando salieron por la puerta trasera de la comisaría y pasaron por delante de la celda de borrachos en dirección al coche de Bosch.
– Bueno, ¿qué te ha parecido la señora Aliso? -inquirió Bosch mientras salía del aparcamiento.
– ¿La viuda resentida? Pues que su matrimonio no fue gran cosa, al menos al final. Lo que no sé es si eso la convierte en una asesina.
– No había fotos.
– ¿En las paredes? Sí, ya lo he notado.
Bosch encendió un cigarrillo. Rider no se lo recriminó, a pesar de que fumar en el coche era una clara violación de las normas del departamento.
– ¿Qué opinas tú? -preguntó ella.
– Aún no estoy seguro. En parte, está lo que tú dices, ese rencor tan profundo, pero hay un par de cosas más que me han llamado la atención.
– ¿Cuáles?
– Pues todo el maquillaje que llevaba y la forma en que me quitó la placa de la mano. Nadie me había hecho eso antes. Es como… no lo sé… como si nos hubiera estado esperando.
Cuando llegaron a la entrada de Archway Pictures, Meachum les aguardaba fumando bajo la réplica a escala del Arco del Triunfo. El ex policía, que vestía una cazadora sobre una camiseta de golf, sonrió con sorpresa al ver a Bosch. Ambos habían trabajado juntos en la División de Robos y Homicidios hacía diez años; no habían llegado a ser compañeros, pero habían colaborado en algún proyecto. Meachum dejó el departamento en el momento justo; presentó su dimisión un mes después de que el caso Rodney King saltara a las primeras páginas de los periódicos. Meachum sabía, y así se lo dijo a todo el mundo, que aquello era el principio del fin. Poco después, el estudio Archway le ofreció el cargo de subdirector de seguridad. Era un buen puesto con un buen sueldo, al que Meachum añadía la pensión equivalente a media paga que le correspondía por sus veinte años de servicio en la policía. Cuando los detectives hablaban de gente lista siempre lo ponían como ejemplo. En esos momentos, con el lastre que arrastraba el departamento -la paliza a Rodney King, los disturbios del noventa y dos, la Comisión Christopher, los casos O. J. Simpson y Mark Fuhrman-, un policía jubilado ya podía darse por satisfecho si el Archway lo contrataba de portero.