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– Vale, aquí vuelve a salir -anunció Bosch.

Cuando el reloj marcaba las ocho y diecisiete, el hombre emergió del edificio. En el siguiente fotograma, el hombre aparecía en el patio camino a la papelera y, al volver a saltar la imagen, se alejaba de ella y desaparecía. Bosch rebobinó la cinta y la congeló en la última imagen, la del hombre alejándose de la papelera. Era la mejor. Aunque estaba oscuro y el rostro del hombre se veía borroso, era lo suficientemente reconocible como para identificarlo si encontraban a alguien. Se trataba de un hombre blanco, de pelo moreno y complexión robusta. Llevaba una camisa de manga corta y un reloj en la muñeca derecha. El reloj asomaba ligeramente por debajo de los guantes negros y en la cadena se reflejaba la luz de la farola del patio. En el antebrazo se apreciaba la sombra indefinida de un tatuaje. Tras mostrarle esos detalles a Billets, Bosch le dijo que pediría a los de Investigaciones Científicas que intentaran mejorar por ordenador aquella última imagen.

– Muy bien -concluyó Billets-. ¿Y qué creéis que fue a hacer ahí?

– Recuperar algo -contestó Bosch-. Desde que entra hasta que sale, pasan menos de cuatro minutos. Eso no es mucho tiempo y, además, tenía que abrir la puerta del despacho de Aliso. Mientras llevaba a cabo su misión, se le debió de caer al suelo una taza del escritorio. Cuando terminó, recogió la taza rota y los bolígrafos y los tiró a la papelera. Allá estaban ayer por la noche.

– ¿Hay huellas? -preguntó Billets.

– En cuanto descubrimos que habían entrado, no tocamos nada más y le pedimos a Donovan que viniera después de acabar con el Rolls. Art sacó alguna cosa, pero nada útil. Había huellas de Aliso, de Kiz y mías. Ya ha visto en el vídeo que el tío llevaba guantes.

– De acuerdo.

Bosch no pudo evitar que se le escapara un bostezo, y Edgar y Rider lo imitaron. Aunque estaba frío, bebió un poco de café que se había traído al despacho. Hacía horas que sentía los temblores de la cafeína, pero sabía que si dejaba de alimentar a la bestia, caería redondo.

– Y, según vosotros, ¿qué iba a recuperar el intruso? -inquirió Billets.

– La taza rota nos hace sospechar que fue algo de la mesa, no del archivador -respondió Rider-. Y como en la mesa no parece que falte nada, ni carpetas vacías ni nada por el estilo, pensamos que era un micrófono. Alguien pinchó el teléfono de Aliso, pero no quería que lo descubriésemos. Según las fotos del despacho, la taza estaba justo al lado del teléfono y debió de caérsele al retirar el micrófono. Lo más gracioso es que ni se nos había ocurrido comprobar si habían pinchado el teléfono. Si el tío lo hubiese dejado donde estaba, nunca lo habríamos descubierto.

– Yo he estado en el Archway -protestó Billets-. Tienen un muro de protección y su propio sistema de seguridad. ¿Cómo logró entrar ese hombre? ¿O acaso insinuáis que es alguien de dentro?

– Hay dos posibilidades -respondió Bosch-. Esa noche estaban rodando una película en el plató de Nueva York, lo cual quiere decir que entró y salió mucha gente por la puerta principal; a lo mejor el tío se coló como parte del equipo de rodaje. En el vídeo, cuando se aleja, va en dirección al plató-de Nueva York, no hacia la salida. Además, la parte norte del estudio da al cementerio de Hollywood. Tiene razón, teniente; hay un muro, pero de noche, cuando cierran el cementerio, está oscuro y protegido. Nuestro hombre podría haber trepado por allí. De todos modos, está claro que tenía práctica.

– ¿Qué quieres decir?

– Que si estaba retirando un micrófono del teléfono, alguien tenía que haberlo instalado.

Billets asintió.

– ¿Quién crees que fue? -preguntó la teniente en voz baja.

Bosch miró a Rider para ver si ella quería responder. Al no hacerlo, él tomó la palabra.

– No sé. La clave es la hora. Aliso debía de llevar muerto desde el viernes por la noche, y nosotros no encontramos el cadáver hasta las seis de la tarde de ayer. Y, de pronto, a las ocho y trece apareció el intruso. Eso fue después de que encontraran a Aliso y comenzara a saberse que había muerto.

– Pero a las ocho y trece aún no habíais hablado con la mujer de Aliso, ¿no?

– Sí, eso lo lía todo. Yo pensaba centrarme en la viuda para ver qué sacábamos, pero ahora no estoy tan seguro. Si ella está implicada, lo del intruso no tiene sentido.

– Explícate.

– Pues que primero tenemos que averiguar por qué le pincharon el teléfono. ¿Y cuál es la respuesta más probable? Que la mujer contrató a un detective privado para saber si el tío la engañaba con otra, ¿no?

– Sí.

– Bueno, supongamos que fuera verdad; si la mujer estaba implicada en el asesinato de su marido, ¿por qué esperaron ella o su detective privado hasta anoche (después de que apareciera el cadáver) para sacar el micrófono de ahí dentro? Es absurdo. Sólo tiene sentido si las dos cosas no están relacionadas; si el asesinato y el pinchazo telefónico no tienen nada que ver. ¿Me entiende?

– Creo que sí.

– Por eso no estoy de acuerdo con descartar todo lo demás para concentrarnos en Verónica Aliso. Personalmente, creo que ella pudo hacerlo, pero todavía nos faltan demasiados datos. Hay algo que no me gusta. Creo que hay otra cosa detrás de todo esto, pero aún no sabemos qué.

Billets asintió y miró a todos los investigadores.

– Estupendo. Ya sé que aún no tenemos nada sólido, pero habéis hecho un buen trabajo. ¿Algo más? ¿Y las huellas que sacó Art Donovan de la chaqueta de la víctima?

– De momento no ha habido suerte. Las hemos pasado por el Sistema Automatizado de Identificación Dactilar, el ordenador del Centro Nacional de Información sobre Delitos, por todas partes, pero nada.

– Mierda.

– De todas formas siguen siendo valiosas. Si encontramos un sospechoso, las huellas podrían ser la prueba definitiva.

– ¿Algo más en el coche?

– No -contestó Bosch.

– -dijo Rider.

Billets arqueó las cejas ante la contradicción.

– Una de las huellas que Donovan halló en la parte interior de la puerta del maletero era de Ray Powers, el patrullero que encontró el cadáver -explicó Rider-. El agente violó el reglamento al forzar el coche. Nosotros nos dimos cuenta y no pasó nada, pero está claro que metió la pata; no debería haberlo abierto. Tendría que habernos llamado y punto.

Billets miró a Bosch como preguntando por qué éste no lo había mencionado. El detective bajó la vista.

– De acuerdo, dejádmelo a mí -dijo la teniente-. Conozco a Powers; hace tiempo que trabaja con nosotros y debería saberse las reglas.

Bosch podría haber defendido a Powers con la explicación que éste le había dado el día anterior, pero lo dejó correr. Por Powers no merecía la pena.

– Bueno, ¿cuál es el próximo paso? -prosiguió Billets.