– De acuerdo, voy a buscarla, pero si está en medio de una partida tendré que esperar.
– Está bien.
Mientras Meyer bajaba al casino, Bosch y Smoltz continuaron repasando las cintas. Aliso jugó veinticinco minutos en la mesa «uno a cinco» antes de que llegara el jefe de sala, recogiera sus fichas y lo trasladara a la mesa «cinco a diez». Acto seguido, Smoltz cambió el vídeo y ambos observaron a Aliso en la nueva mesa, donde perdió miserablemente durante dos horas más. Aliso compró tres pilas de fichas por valor de quinientos dólares cada una y las perdió tres veces consecutivas. Al final, dejó de propina las fichas que le quedaban y se levantó de la mesa.
Cuando terminaron, Meyer todavía no había regresado con Rohrback. Smoltz le explicó a Bosch que iba a rebobinar la cinta en la que aparecía la mujer misteriosa para tenerla lista cuando llegara la crupier. En cuanto lo hubo hecho, Bosch le pidió que avanzara un poco para ver si en algún momento se le veía el rostro. Al cabo de cinco minutos de seguir los movimientos de los jugadores a cámara rápida, Harry vio que la mujer misteriosa alzaba la vista.
– ¡Ahí! Rebobine y páselo a cámara lenta.
Smoltz siguió sus instrucciones. La mujer sacaba un cigarrillo, lo encendía, echaba la cabeza hacia atrás -con el rostro hacia la cámara del techo- y le daba una calada. Al exhalar, el humo empañó su imagen, pero antes de aquello Harry creyó reconocerla.
Se quedó petrificado.
Smoltz rebobinó la cinta hasta el momento en que la cara se veía mejor y congeló la imagen en la pantalla. Bosch la contempló en silencio. Smoltz empezaba a decir algo sobre la nitidez de la imagen, cuando Meyer irrumpió en la sala. Venía solo.
– Amy acaba de empezar a repartir, así que no podrá subir hasta dentro de unos diez minutos. Le he dejado recado de que venga en cuanto termine.
– Pues llámela y dígale que no se moleste -dijo Bosch, con los ojos aún fijos en la pantalla.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
– Porque ya sé quién es.
– ¿Quién es?
Bosch permaneció un segundo en silencio. Ignoraba si había sido por verla a ella fumando o por una ansiedad más profunda, pero de pronto sintió la necesidad imperiosa de fumarse un pitillo.
– Alguien a quien conocí hace mucho tiempo.
Bosch esperaba la llamada de Billets sentado en la cama y con el teléfono en el regazo. Sin embargo, tenía la cabeza en otra parte. En ese instante estaba recordando a una mujer que creía alejada de su vida. ¿Cuánto tiempo hacía ya? ¿Cuatro? ¿Cinco años? Su mente era tal torbellino de ideas y sentimientos que ya no estaba seguro. Lo que estaba claro era que había transcurrido el tiempo suficiente para que ella hubiese salido de la cárcel.
– Eleanor Wish -dijo en voz alta.
Bosch pensó en los árboles de jacarandá frente al piso que ella tenía en Santa Mónica y en la diminuta cicatriz en forma de luna que tenía en la barbilla. También recordó la pregunta que ella le había formulado hacía tanto tiempo, mientras hacían el amor: «¿Crees que alguien puede estar solo y no sentirse solo?».
El timbrazo del teléfono sacó a Bosch de su ensueño.
– Vale, Harry. Ya estamos todos -le dijo Billets-. ¿Me oyes bien?
– No demasiado, pero dudo que pueda mejorarse.
– Imposible; es un aparato prehistórico -contestó Billets-. Bueno, comencemos con los informes de hoy. Harry, ¿quieres empezar tú?
– Muy bien, aunque no tengo mucho que contar.
Bosch narró lo que había descubierto hasta ese momento, subrayando el detalle del recibo perdido. Luego les refirió que había repasado las cintas de vigilancia, sin mencionar a Eleanor Wish. Harry había decidido omitir ese detalle porque aún no había nada definitivo que la conectase con Aliso. Para finalizar, les informó sobre sus planes de ir a Dolly's -el local al que Aliso había llamado desde su despacho del Archway-, con la esperanza de poder entrevistar a Layla.
Cuando le tocó el turno a Edgar, éste anunció que el guionista de moda se hallaba libre de sospecha gracias a una sólida coartada. En su opinión, al hombre no le faltaban razones para detestar a Aliso, pero no era la clase de persona que expresaría ese odio con una pistola del calibre veintidós. Asimismo, Edgar había entrevistado a los empleados del garaje donde Aliso dejaba su coche para que le hicieran una limpieza mientras estaba en Las Vegas. Uno de los servicios del garaje era recoger a los clientes en el aeropuerto. Según la declaración del hombre que fue a buscar a Aliso, Tony regresó de Las Vegas solo, relajado y sin prisas.
– Lo recogió como siempre -explicó Edgar-. Aliso se metió en su coche, le dio veinte pavos de propina y se marchó. Así que el asesino lo interceptó de camino a casa. Yo creo que ocurrió allá arriba, en Mulholland; por ahí está lleno de curvas muy solitarias. Con un poco de rapidez, se puede parar un coche, aunque seguramente se necesitarían dos personas.
– ¿Y el equipaje? -preguntó Bosch.
– Ah, sí -contestó Edgar-. El hombre dijo que estaba casi seguro de que Tony llevaba los dos bultos que describió su mujer: un maletín metálico y una de esas bolsas que se cuelgan. Al parecer no las había facturado.
Bosch asintió con la cabeza, a pesar de estar solo.
– ¿Y la prensa? -inquirió Bosch-. ¿Habéis dicho algo?
– Aún no -respondió Billets-, pero mañana a primera hora Relaciones Públicas difundirá un comunicado con una foto del Rolls y dejará entrar a los periodistas en el garaje para que tomen imágenes. Yo me ofreceré a hacer declaraciones, así que espero que salga por la radio. ¿Algo más, Jerry?
Edgar respondió que había terminado con el papeleo y había investigado a la mitad de los demandantes en los diversos pleitos contra Aliso. También añadió que al día siguiente concertaría varias citas con otras personas a las que Aliso presuntamente había perjudicado. Y por último, les contó que había llamado a la oficina del forense, pero aún no habían fijado la fecha de la autopsia.
– De acuerdo -dijo Billets-. Kiz, ¿qué has encontrado tú?
Rider dividió su informe en dos partes. Primero relató su entrevista con Verónica Aliso, de la cual dio cuenta rápidamente. Según la detective, la mujer había permanecido muy callada en comparación con la noche en que Bosch y ella le habían comunicado la noticia de la muerte de su marido. Aquella mañana la viuda se había ceñido a respuestas cortas y sólo había aportado un par de detalles nuevos. Al parecer, la pareja llevaba casada diecisiete años y no tenía hijos. Verónica Aliso había participado en dos de las películas de su marido, pero no había vuelto a trabajar nunca más.
– ¿Crees que un abogado le aconsejó que no hablara con nosotros? -preguntó Bosch.
– Ella no lo mencionó, pero eso parece -respondió Rider-. Sólo sacarle lo que te he dicho fue como arrancarle una muela.
– Vale, ¿qué más? -intervino Billets, intentando que no se desviaran del tema.