Выбрать главу

– ¿Teme que haga alguna locura?

– No sé qué piensa hacer.

– ¿Le dijo ella que estaba enamorada o es lo que usted cree?

– Me lo dijo ella. Gretchen me lo contó y es verdad. También me dijo que iban a casarse.

– ¿Sabía ella que Tony ya estaba casado?

– Sí, él se lo contó. Pero también le explicó que su matrimonio no significaba nada y que era sólo cuestión de tiempo.

Bosch asintió. Se preguntaba si sería la verdad, no sólo para Gretchen sino para Tony Aliso. Entonces bajó la cabeza y miró la página en blanco de su libreta.

– Estoy tratando de recordar si hay algo más -explicó-. ¿Jerry?

Edgar negó con la cabeza, pero luego dijo:

– Bueno, me gustaría saber cómo una madre puede dejar que su hija haga eso para ganarse la vida. Desnudarse de esa manera…

– Jerry…

– Porque tiene talento. Venían a verla hombres de todo el país y siempre volvían. Todo por ella -contestó la mujer, indignada-. Y, para que lo sepa, no soy su madre, aunque como si lo fuera, porque la suya se largó y me la dejó hace muchos años. Y no pienso decirles nada más. ¡Fuera de mi casa!

La mujer se levantó, como si estuviera dispuesta a echarles por la fuerza si fuera necesario. Bosch decidió hacerle caso. Se levantó y guardó la libreta.

– Perdone la intrusión -se disculpó mientras sacaba una tarjeta de su cartera-. Si habla con ella, por favor, déle mi número y dígale que esta noche puede encontrarme en el Mirage.

– Se lo diré si hablo con ella.

Dorothy Alexander cogió la tarjeta y los siguió hasta la puerta. En el umbral, Bosch se volvió hacia ella.

– Gracias, señora Alexander.

– ¿Gracias por qué?

Edgar y Bosch permanecieron un rato en silencio mientras volvían al Strip.

– Era una vieja gruñona -contestó Edgar cuando Bosch le pidió su opinión de la entrevista-. Hice esa pregunta para ver cómo reaccionaba. Aparte de eso, creo que la tal Layla o Gretchen no nos llevará a ninguna parte. No es más que una chica tonta a quien Tony estaba engañando. Normalmente son las bailarinas las que te engatusan, pero en este caso creo que era Tony el que le tomaba el pelo.

– Puede ser.

Bosch encendió un cigarrillo y volvió a sumirse en sus pensamientos, que ya se hallaban lejos de la entrevista con la señora Alexander. Para él la jornada había terminado. En esos momentos su única preocupación era Eleanor Wish.

Cuando llegaron al Mirage, Bosch se detuvo en la puerta principal.

– Harry, ¿qué haces? -preguntó Edgar-. Puede que Billets nos pague el Mirage, pero el aparcacoches no cuela.

– Sólo te dejo a ti. Yo me voy a recoger el coche porque mañana no pienso ni acercarme al aeropuerto.

– Genial, pero yo te acompaño, tío. Aquí no hay nada que hacer aparte de perder dinero.

Bosch abrió la guantera y apretó el botón de apertura del maletero.

– No, quiero estar solo para pensar un poco. Anda, Jed, coge tus cosas.

Edgar lo miró fijamente. Hacía mucho tiempo que Bosch no le llamaba Jed. Estuvo a punto de decir algo, pero se limitó a salir del coche.

– Vale, Harry. ¿Querrás que cenemos juntos más tarde?

– Seguramente. Te llamo a tu habitación.

– De puta madre.

Después de que Edgar cerrara el maletero de golpe, Bosch se dirigió a Las Vegas Boulevard y luego al norte, a Sands. Era el atardecer y la luz del día iba dando paso a las luces de neón. Harry tardó diez minutos en llegar. Aparcó delante del edificio de pisos de Eleanor Wish, respiró hondo y salió del coche. ¿Por qué no había contestado a sus llamadas? ¿Por qué no había respondido a su mensaje? Tenía que saberlo.

Al llegar a la puerta, sintió que se le encogía el estómago. La nota que había doblado y colocado tan cuidadosamente en la jamba seguía allí. Bosch bajó la mirada hacia el ajado felpudo y cerró los ojos con fuerza, al tiempo que le embargaba una sensación de culpabilidad que hasta entonces había logrado reprimir. En una ocasión una llamada telefónica de Bosch le había costado la vida a un hombre inocente. Aunque era algo impredecible, había sido un error de todas formas. Harry había conseguido, si no superarlo, al menos aceptarlo. Ante aquella puerta, Bosch sintió que la historia se repetía con Eleanor. Bosch sabía lo que encontraría al otro lado. Pedirle a Felton el número y la dirección de Eleanor había desencadenado una terrible reacción en cadena que había terminado con la detención de Eleanor y la subsiguiente destrucción de su frágil dignidad y la superación de su pasado.

Bosch le pegó una patada al felpudo, con la vaga esperanza de que ella hubiera dejado una llave. No hubo suerte. Harry guardaba su ganzúa en la guantera del coche que había dejado en el aeropuerto. Tras dudar un instante, se concentró en un punto por encima del paño, retrocedió un poco, levantó la pierna izquierda y estampó el tacón. Al astillarse la jamba, la puerta se abrió.

A continuación Bosch entró lentamente en el apartamento. En la sala de estar todo parecía en orden. Harry avanzó rápidamente por el pasillo hasta llegar al dormitorio, donde encontró la cama vacía y deshecha. Allí se quedó un rato inmóvil mientras intentaba asimilar la situación. De pronto se dio cuenta de que no había inspirado aire desde que había abierto la puerta, así que exhaló y comenzó a respirar con normalidad. Eleanor estaba viva, en algún lugar. O al menos eso parecía. Harry se sentó en la cama, sacó un cigarrillo y lo encendió. Su sensación de alivio se complicó en seguida con otras dudas y preguntas. ¿Por qué no lo había llamado Eleanor? ¿Acaso no era real lo que habían compartido?

– ¿Hola? -dijo una voz masculina procedente de la puerta.

Bosch supuso que se trataba de alguien que lo había oído forzar la puerta. Se levantó y salió del dormitorio.

– Sí, estoy aquí -contestó-. Soy policía.

Cuando entró en la sala, Bosch se sorprendió al ver a un hombre impecablemente vestido con traje negro, camisa blanca y corbata negra.

– ¿Detective Bosch?

Harry se puso tenso.

– Hay alguien que quiere hablar con usted.

– ¿Quién?

– Él le dirá quién es y qué quiere.

El hombre salió del piso, dejando decidir a Bosch. Después de vacilar un instante, Bosch lo siguió.

En el aparcamiento había una limusina enorme con el motor en marcha. El hombre del traje negro tomó asiento al volante y, tras observarlo un momento, Bosch fue hacia el vehículo. Por el camino, palpó la chaqueta hasta notar el bulto tranquilizador de su pistola. Entonces se abrió una puerta y un hombre de rostro sombrío y facciones duras le invitó a entrar. Bosch no dudó; ya era demasiado tarde para eso.

Entró en aquel enorme vehículo y se sentó de cara a atrás. En el aterciopelado asiento había dos individuos: uno, el del rostro duro, vestido de manera informal y totalmente a sus anchas, y el otro, un hombre mayor que llevaba un traje caro con chaleco y una corbata bien apretada. Entre los dos hombres, en un apoyabrazos tapizado, había una caja negra con una lucecita verde. No era la primera vez que Bosch veía algo así. Se trataba de un artilugio que detectaba las ondas electrónicas emitidas por los aparatos de espionaje. Mientras esa lucecita brillara, podían hablar y sentirse relativamente seguros de que no los estaban oyendo o grabando.