Bosch entró en la casa poniendo en ello los cinco sentidos y con la pistola por delante. Iba preparado para más sorpresas, pero no las hubo. Harry cogió la llave de la encimera de la cocina y regresó a la habitación donde tenían prisionera a Eleanor. Cuando ella lo vio, Bosch detectó algo en su mirada que recordaría toda la vida. Fue algo inexpresable con palabras: la desaparición del miedo, el alivio de estar a salvo o quizá puro agradecimiento. «Tal vez así es como la gente ve a los héroes», pensó.
– ¿Estás bien, Eleanor? -inquirió mientras se precipitaba a quitarle las esposas.
– Sí, sí, estoy bien -respondió ella-. Lo sabía, Harry. Sabía que vendrías.
Una vez que la hubo liberado, Bosch la miró a los ojos y le dio un abrazo.
– Vámonos.
Al llegar al patio, todo seguía igual.
Jerry, ¿todo bien? Voy a buscar un teléfono para llamar a Felton.
– Sí, todo…
– No -interrumpió Eleanor-. No quiero que los llames.
Bosch la miró sorprendido.
– Eleanor, ¿qué dices? Estos tíos te han secuestrado. Si no hubiéramos venido, es muy probable que mañana hubieras acabado en el desierto con un tiro en la nuca.
– No quiero hablar con la policía. Me niego a pasar otra vez por eso; sólo quiero que termine esta pesadilla.
Bosch la miró fijamente.
Jerry, ¿todo bien? -repitió.
– Sí.
Bosch cogió a Eleanor del brazo y la condujo al interior de la casa. Cuando llegaron a la cocina, lo bastante lejos para no ser oídos, se paró y la miró a los ojos.
– Eleanor, ¿qué pasa?
– Nada. Es que no quiero que…
– ¿Te han hecho daño?
– No, estoy…
– ¿Te han violado? Dime la verdad.
– No, Harry, no es eso. Sólo quiero que esto acabe.
– Óyeme bien. Podemos detener a Joey El Marcas, a su abogado y a esos tres gilipollas del porche. Por eso estoy aquí; porque él me dijo que te había secuestrado.
– No te engañes, Harry. No podrás tocar a Joey con esto. ¿Qué te dijo concretamente? ¿Y quién va a testificar a tu favor? ¿Yo? Mírame, soy una delincuente convicta. Y no sólo eso, si no que antes era uno de los buenos. Imagínate lo que puede hacer con eso un abogado de la mafia.
Bosch no dijo nada porque sabía que Eleanor tenía razón.
– No quiero volver a pasar por ese trago -prosiguió ella-. Ya recibí mi dosis de realidad cuando me sacaron de casa para llevarme a la comisaría. No pienso ayudarles con esto. Vámonos.
– Si estás segura… Ya sabes que cuando salgamos de aquí no podrás cambiar de opinión.
– Segurísima.
Dicho esto, ambos regresaron al porche.
– Es vuestro día de suerte, chicos -anunció Bosch a los tres matones. Después se volvió hacia Edgar-. Nos vamos. Ya hablaremos.
Edgar simplemente asintió. Bosch les puso a los de Samoa las esposas con que habían apresado a Eleanor y se llevó las suyas. Entonces le mostró la llave al menor de los dos gigantes y la arrojó a la piscina. Después fue a buscar un palo con una red que había visto junto a la valla y lo usó para repescar su pistola. Harry entregó el arma a Eleanor para que se la aguantase mientras se acercaba a Dandi, que iba completamente vestido de negro. Edgar seguía a su lado con la pistola en la sien.
– Casi no te reconozco sin el esmoquin, Dandi. ¿Le darás un mensaje a Joey El Marcas?
– ¿Qué?
– Que se joda. Nada más.
– No le va a gustar.
– Me importa un huevo. Tiene suerte de que no le deje tres cadáveres de recuerdo. -Bosch miró a Eleanor y agregó-: ¿Quieres añadir algo?
Ella negó con la cabeza.
– Pues vámonos. El único problema, Dandi, es que nos faltan un par de esposas. Lo siento por ti.
– Hay cuerda en…
Antes de que terminara la frase, Bosch le pegó un culatazo en el puente de la nariz y le rompió el poco hueso que le había quedado de su anterior encuentro.
Dandi se desplomó sobre las rodillas y acto seguido se escuchó un ruido seco al estrellarse de cara contra el suelo de baldosas del porche.
– ¡Joder, Harry! -exclamó Edgar, visiblemente escandalizado por aquella explosión de violencia.
Bosch, por su parte, se limitó a mirarlo.
– Vámonos -dijo finalmente.
Cuando llegaron al apartamento de Eleanor, Bosch aparcó junto a la puerta y abrió el maletero.
– No tenemos mucho tiempo -les informó-. Jerry, tú quédate aquí a vigilar. Eleanor, llena el maletero con lo que quepa; es todo lo que puedes llevarte.
Eleanor hizo un gesto de conformidad, consciente de que Las Vegas se había acabado para ella. Después de lo ocurrido, no podía quedarse en aquel lugar. Bosch se preguntó si también se daba cuenta de que todo era culpa suya. Si él no la hubiese buscado, la vida de ella no habría cambiado.
Los tres salieron del coche y Bosch acompañó a Eleanor al apartamento. Ella se quedó mirando la puerta rota hasta que Bosch le confesó que era obra suya.
– ¿Por qué?
– Porque cuando no diste señales de vida pensé…, pensé otra cosa.
Ella asintió de nuevo. Lo había comprendido perfectamente.
– No hay mucho que llevar -comentó, al mirar a su alrededor-. La mayoría de estas cosas no me importa. No creo ni que necesite todo el maletero.
Dicho esto, se dirigió al dormitorio, donde cogió una maleta vieja y comenzó a meter ropa. Cuando terminó, Bosch se la llevó al coche. Al volver, ella estaba llenando una caja con el resto de su ropa y otros objetos personales. Bosch la vio guardar un álbum de fotos y vaciar el armarito del baño. De la cocina sólo se llevó un sacacorchos y una taza de café con el dibujo del Mirage.
– Esto lo compré la noche que gané cuatrocientos sesenta y tres dólares -explicó ella-. Estaba jugando en la mesa de apuestas altas y me había pasado de mi límite, pero al final gané. Es algo que quiero recordar. -Colocó la taza encima de todo lo demás y sentenció-: Ya está. Toda mi vida en una caja.
Bosch miró a Eleanor un instante antes de llevarse la caja al coche. Le costó un poco hacerla entrar junto a la maleta, pero cuando se volvió para decirle a Eleanor que era hora de irse, ella estaba detrás de él escudándose con la reproducción enmarcada de Aves nocturnas, el cuadro de Edward Hopper.
– ¿Cabe esto?
– Sí. Y si no, haremos que quepa.
Ya en el Mirage, Bosch aparcó de nuevo frente a la puerta principal y vio que el encargado del estacionamiento fruncía el ceño al reconocer el coche. Harry le mostró al hombre su placa lo más rápido posible -para impedir que se diera cuenta de que no era de la Metro- y le dio veinte dólares de propina.