– Policía. Tardaré veinte minutos, media hora como máximo. Necesito dejar el coche aquí porque tendré que salir a toda pastilla.
El hombre miró el billete de veinte dólares como si fuera un excremento humano. Bosch se sacó otro del bolsillo y se lo dio.
– ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Déjeme las llaves.
– Nada de llaves. Que nadie toque el coche.
Bosch tuvo que sacar el cuadro del maletero para coger la maleta de Eleanor, un trapo y aceite para limpiar armas. Después de meter de nuevo el cuadro, cargó la maleta hasta el vestíbulo, rechazando la ayuda de un portero. Una vez dentro, lo dejó todo en el suelo y miró a Edgar.
– Muchísimas gracias por estar ahí, colega -le dijo-. Ahora Eleanor se va a cambiar y después voy a meterla en un avión. Seguramente no volveré hasta tarde, así que quedamos aquí mañana a las ocho para ir al juzgado, ¿de acuerdo?
– ¿Estás seguro de que no necesitas que te acompañe al aeropuerto?
– No, no hace falta. Joey no va a intentar nada todavía y, si tenemos suerte, Dandi no se despertará hasta dentro de una hora más o menos. Voy a registrarme.
Bosch dejó a Eleanor con Jerry y se dirigió al mostrador, donde no tuvo que esperar porque ya era tarde. Le dio su tarjeta de crédito al recepcionista, y observó a Eleanor despedirse de Edgar. Él le ofreció la mano, pero ella le dio un abrazo. Luego Edgar desapareció entre la gente del casino.
Eleanor esperó a llegar a la habitación de Bosch antes de hablar.
– ¿Por qué tengo que irme esta noche? Tú mismo has dicho que no hay peligro.
– Quiero asegurarme de que estás a salvo. Y mañana no podré ocuparme de ti porque tengo que ir al juzgado por la mañana y escoltar a Goshen hasta Los Ángeles. Necesito saber que estás bien.
– ¿Y adónde voy a ir?
– Podrías ir a un hotel, pero creo que en mi casa estarás mejor, más segura. ¿Te acuerdas de dónde está?
– Sí. ¿En Mulholland?
– Sí. Woodrow Wilson Drive. Te daré la llave. Coge un taxi en el aeropuerto y nos vemos allí mañana por la noche.
– ¿Y luego qué?
– No lo sé. Ya se verá.
Bosch se sentó junto a ella al borde de la cama y le pasó un brazo por los hombros.
– No sé si podría volver a vivir en Los Ángeles.
– Ya se verá.
Bosch la besó en la mejilla.
– No. Necesito una ducha.
Él la volvió a besar y la empujó suavemente sobre la cama. Esa vez hicieron el amor de otra manera; más despacio, con más ternura, buscando cada uno el ritmo del otro.
Después, Bosch se duchó primero y, mientras lo hacía Eleanor, comenzó a limpiar con aceite y un trapo la Glock que Dandi había arrojado a la piscina. Tras comprobar varias veces que el gatillo y el mecanismo funcionaban, Bosch llenó el cargador con nueva munición. Finalmente se fue al armario, cogió una bolsa de la lavandería del estante, metió la pistola dentro y la colocó en la maleta de Eleanor, debajo de una pila de ropa.
Ya duchada, Eleanor se puso un vestido veraniego de algodón amarillo y se hizo una trenza. A Bosch le encantaba contemplar la habilidad con que se hacía aquel peinado. Cuando hubo terminado, Harry cerró la maleta y ambos salieron de la habitación. El encargado de estacionamiento se acercó a Bosch, mientras éste guardaba la maleta en el maletero.
– La próxima vez, treinta minutos son treinta minutos. No una hora.
– Lo siento.
– Lo siento no es bastante. Me juego el puesto, macho.
Bosch no le hizo caso. De camino al aeropuerto intentó articular sus pensamientos para exponérselos a Eleanor, pero no pudo. Sus sentimientos eran demasiado caóticos.
– Eleanor -logró decir al final-. Todo lo que ha pasado ha sido culpa mía. Me gustaría compensarte.
Por toda respuesta, ella le puso la mano sobre la pierna y él hizo lo mismo.
En el aeropuerto, Bosch aparcó delante de la terminal de Southwest y sacó el equipaje del maletero. Luego dejó la pistola y la placa dentro para evitar problemas con el detector de metales.
Había un último vuelo a Los Ángeles al cabo de veinte minutos, así que Bosch le compró un billete a Eleanor y le facturó la maleta. La pistola no le causaría problemas si iba facturada. A continuación la acompañó a la terminal, donde ya había una cola de personas esperando para embarcar. Bosch extrajo la llave del llavero, se la entregó y le dio la dirección exacta de su casa.
– La casa está distinta -la advirtió-. El terremoto la destruyó y la estoy reconstruyendo, pero aún no he terminado. No te preocupes; estarás bien. Las sábanas…, bueno…, debería haberlas lavado hace unos días pero no tuve tiempo. Encontrarás limpias en el armario.
– Me las arreglaré. -Ella sonrió.
– Eh, oye, no creo que tengas nada de qué preocuparte, pero por si acaso te he metido la Glock en la maleta. Por eso la he facturado.
– La limpiaste mientras estaba en la ducha, ¿no? Me pareció oler el aceite cuando salí.
Bosch asintió.
– Gracias, pero no creo que la necesite -dijo ella.
– Yo tampoco.
Eleanor volvió la vista a la puerta, en la que ya estaban embarcando las últimas personas. Tenía que irse.
– Te has portado muy bien conmigo, Harry. Gracias.
Bosch frunció el ceño.
– No lo suficiente. No lo suficiente para compensarte por todo lo que ha pasado.
Eleanor se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.
– Adiós, Harry.
– Adiós, Eleanor.
Bosch la observó mientras mostraba la tarjeta de embarque y se alejaba por la rampa sin mirar atrás. Algo en su interior le dijo a Harry que tal vez no la volvería a ver, pero en seguida reprimió aquella sensación y echó a andar por la terminal casi desierta. La mayoría de las tragaperras del aeropuerto estaban mudas y olvidadas. Bosch notó que le invadía una inmensa sensación de soledad.
El único incidente durante el proceso judicial del jueves por la mañana ocurrió antes de empezar, cuando Weiss salió de la celda después de consultar con su cliente. Weiss fue directo hacia Bosch, que estaba charlando en el pasillo con Edgar y Lipson, el fiscal de Las Vegas que iba a solicitar la extradición. Gregson, de la oficina del fiscal de Los Ángeles, no había ido a Nevada porque Weiss y Lipson le habían asegurado que Luke Goshen aceptaría sin objeciones ser trasladado a California.
– ¿Detective Bosch? -le asaltó Weiss-. Acabo de hablar con mi cliente y él me ha pedido que obtenga cierta información antes de la vista. Me ha dicho que quería una respuesta antes de aceptar la solicitud de extradición. Yo no sé de qué va la cosa, pero espero que usted no haya estado en contacto con mi cliente.
– ¿Qué quiere saber? -dijo Bosch, que se mostró preocupado y perplejo.
– Cómo fue ayer por la noche, aunque no sé a qué se refiere. Me gustaría saber qué está pasando.
– Bueno, dígale que todo bien.
– ¿A qué se refiere?