– Si su cliente quiere contárselo, ya se lo contará. Usted déle el mensaje.
Weiss se marchó con aire ofendido. Bosch consultó su reloj. Eran las nueve menos cinco y supuso que el juez no haría su aparición en la sala hasta pasadas las nueve. Los jueces siempre llegaban tarde. Bosch se sacó el tabaco del bolsillo.
– Voy a fumar un cigarrillo -le dijo a Edgar.
Harry cogió el ascensor y salió del edificio. Fuera empezaba a hacer calor, señal de que le esperaba otro día abrasador. En septiembre en Las Vegas el calor está prácticamente garantizado. A Bosch le alegraba la perspectiva de largarse de la ciudad, aunque sabía que atravesar el desierto en pleno día sería bastante duro.
Harry no vio a Mickey Torrino hasta que estuvo a unos metros de él. El letrado también estaba fumándose un cigarrillo antes de entrar a otra sala para defender a la mafia. Bosch lo saludó y Torrino le devolvió el saludo.
– Supongo que ya se habrá enterado. No hay trato.
Torrino miró a su alrededor para ver si los observaban.
– No sé de qué habla, detective.
– Ya. Ustedes nunca saben nada.
– Lo que sí sé es que, en este caso, se equivoca. Aunque dudo que le importen esas cosas.
– No creo que me equivoque, al menos en lo principal. Tal vez no tengamos al tío que apretó el gatillo, pero hemos atrapado al tío que lo preparó. Y vamos a coger al tío que dio la orden. Quién sabe, tal vez trinquemos a todo el equipo. ¿Y para quién trabajará usted entonces? Aunque quizá lo detengamos a usted también.
Torrino sonrió despectivamente y sacudió la cabeza como si estuviera tratando con un niño tonto.
– Usted no sabe con qué se enfrenta; esto no va a colar. Tendrá suerte si coge a Goshen. Eso es lo máximo que va a conseguir.
– ¿Sabe qué? Goshen no hace más que repetir que le tendieron una trampa. Por supuesto, él dice que fuimos nosotros, pero yo sé que eso es mentira. Aún así sigo preguntándome: «¿Y si es cierto que le tendieron una trampa?». Tengo que admitir que es difícil entender por qué se quedó con esa pistola, aunque cosas más tontas he visto. Aunque si era una trampa y nosotros no fuimos, ¿quién fue? ¿Por qué iba Joey a engañar a uno de los suyos y arriesgarse a que éste lo acusara? No tiene sentido, al menos desde el punto de vista de Joey. Entonces comencé a pensar, ¿qué harías si tú fueras la mano derecha de Joey, digamos su abogado, y quisieras ser el jefe? ¿Me entiende? Sería una forma genial de eliminar de un plumazo a su competidor más cercano y a Joey. ¿Cree que colaría?
– Si se le ocurre contarle esa calumnia a alguien, le juro que se arrepentirá.
Bosch dio un paso adelante y sus caras quedaron a pocos centímetros de distancia.
– Si se le ocurre amenazarme otra vez, el que se arrepentirá será usted. Y si le vuelve a pasar algo a Eleanor Wish, le haré responsable personalmente, cabrón.
Torrino retrocedió, incapaz de sostener la mirada de Bosch. Sin decir otra palabra, regresó a la entrada del edificio. Cuando abrió la pesada puerta de cristal, volvió un momento la vista hacia Harry y, acto seguido, entró.
Al llegar al tercer piso, Bosch se encontró a Edgar que salía a paso rápido de la sala de justicia, seguido de Weiss y Lipson. Bosch miró el reloj del pasillo. Eran las nueve y cinco.
– Harry, ¿dónde estabas? ¿Fumándote un paquete entero? -preguntó Edgar.
– ¿Qué ha pasado?
– Ya está. Goshen ha aceptado la extradición. Tenemos que llevar el coche a la puerta de atrás. Nos lo entregarán dentro de quince minutos.
– ¿Detectives? -interrumpió Weiss-. Quiero saber todos los detalles de cómo van a trasladar a mi cliente y las medidas de seguridad que van a tomar.
Bosch le pasó el brazo por el hombro a Weiss y se acercó a él con aire confidencial. Todos se habían parado frente a los ascensores.
– La primera medida de seguridad que vamos a tomar es no decirle a nadie cómo o cuándo volveremos a Los Ángeles. Eso le incluye a usted, señor Weiss. Todo lo que necesita saber es que mañana por la mañana su cliente comparecerá ante el juez en el Juzgado Municipal de Los Ángeles.
– Espere un momento. No pueden…
– Sí podemos, señor Weiss -intervino Edgar cuando se abrieron las puertas del ascensor-. Su cliente ha acatado la extradición y dentro de quince minutos estará bajo nuestra custodia. No vamos a divulgar información sobre ninguna medida de seguridad. Permiso.
Bosch y Edgar entraron en el ascensor. Mientras las puertas se cerraban, Weiss les gritó algo acerca de que no estaban autorizados a hablar con su cliente hasta que éste hubiese consultado con su representante legal en Los Ángeles.
Media hora más tarde el Strip quedaba atrás y ellos conducían por el desierto.
– Ya puedes despedirte, Lucky -le dijo Bosch-. No vas a volver.
Goshen no respondió. Harry le echó un vistazo por el espejo retrovisor. El hombre tenía una expresión de resentimiento y las manos esposadas a una cadena gruesa que lo sujetaba por la cintura. Goshen le devolvió la mirada y por un breve instante a Bosch le pareció reconocerla; era la misma cara que había puesto en el dormitorio antes de que la reprimiera como a un niño malo.
– Conduce y calla -le contestó después de recobrar la compostura-. No pienso hablar con vosotros.
Bosch volvió a mirar a la carretera y sonrió.
– Tal vez ahora no, pero hablaremos. Te lo aseguro.
V
El buscapersonas de Bosch sonó cuando él y Edgar salían de la cárcel para hombres del centro de Los Ángeles. Aunque no reconoció el número, Harry supo por las tres primeras cifras que lo llamaban desde el Parker Center.
– Detective Bosch, ¿dónde está usted? -le preguntó la teniente Billets cuando Bosch le devolvió la llamada.
Aquella formalidad le hizo pensar que la teniente no estaba sola. Y el hecho de que estuviese en el Parker Center y no en la comisaría de Hollywood le hizo sospechar que algo iba mal.
– En la cárcel de hombres. ¿Qué pasa?
– ¿Está con usted Luke Goshen?
– No, acabamos de dejarlo allí. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Déme el número de referencia.
Bosch dudó un instante, pero finalmente aguantó el teléfono con el hombro y abrió el maletín para buscar el número que le había pedido Billets. A pesar de que volvió a preguntarle qué sucedía, la teniente se negó a dar explicaciones.
– Detective, preséntese inmediatamente en el Parker Center -le ordenó-. En la sala de conferencias del sexto piso.
El sexto piso era la planta administrativa, así como la sede de Asuntos Internos. Bosch vaciló nuevamente antes de responder.
– Muy bien, Grace. ¿Quiere que también vaya Jerry?
– Dígale al detective Edgar que regrese a la División de Hollywood. Le daremos instrucciones.
– Sólo tenemos un coche.
– Pues que coja un taxi y lo cargue a la cuenta de la División. Dése prisa, detective. Le estamos esperando.
– ¿Estamos? ¿Quiénes?