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– No estoy del todo seguro -repuso-, pero lo dudo. Si alguien entró, no tuvo suficiente tiempo para colocar el arma. La pistola ya estaba allí.

Samuels asintió de nuevo, consultó su libreta y finalmente miró a Irving.

– Señor Irving, creo que eso es todo por ahora. Les agradecemos su cooperación en este asunto y esperamos verlos pronto.

Samuels se dispuso a levantarse.

– Espere un momento -le interrumpió Bosch-. ¿Ya está? ¿Piensa irse así, por las buenas? ¿Qué coño está pasando? Merezco una explicación. ¿Quién presentó la queja? ¿El abogado de Goshen? Porque, si es así, yo voy a presentar una contra él.

– Su jefe está autorizado a decírselo si lo desea.

– No, Samuels. Dígamelo usted. Usted ha hecho las preguntas; ahora le toca contestarlas.

Samuels tamborileó con la pluma en la libreta y miró a Irving, que le hizo un gesto para indicarle que hiciera lo que quisiera.

– Si insiste en recibir una explicación, se la daré -dijo tras dedicarle una mirada torva-. Por supuesto, no puedo entrar en detalles.

Joder, ¿me van a decir qué pasa? ¿Sí o no?

Samuels se aclaró la garganta antes de continuar.

– Hace unos cuatro años, en una operación conjunta entre las oficinas del FBI en Chicago, Las Vegas y Los Ángeles, la unidad especial de lucha contra el crimen organizado creó lo que llamamos la Operación Telégrafo. A nivel de personal era una operación modesta, pero el objetivo era muy ambicioso: acabar con Joseph Marconi y los últimos tentáculos de la mafia en Las Vegas. Nos costó más de dieciocho meses, pero finalmente logramos infiltrarnos. Colocamos a un agente secreto en la organización. Y en los dos años siguientes ese agente consiguió alcanzar un nivel prominente, un puesto de confianza con Joseph Marconi. Como mucho, estábamos a unos cuatro o cinco meses de cerrar la operación e ir al jurado de acusación para solicitar cargos contra más de doce importantes miembros de la Cosa Nostra en tres ciudades, eso sin contar a un variado surtido de ladrones, tramposos, estafadores, policías, jueces, abogados y unas cuantas personas del mundo del cine, como Anthony N. Aliso. Sin mencionar que, gracias en su mayor parte a los esfuerzos de este agente infiltrado y las escuchas autorizadas que él nos proporcionó, hemos podido llegar a un mayor conocimiento de la sofisticación y el alcance de redes de crimen organizado como la de Marconi.

Samuels hablaba como si estuviera dando una rueda de prensa. Hizo una pausa para coger aire, pero no dejó de mirar a Bosch.

– El agente secreto en cuestión se llama Roy Lindell. Recuerde su nombre porque se hará famoso. Ningún otro agente permaneció tanto tiempo infiltrado y obtuvo unos resultados tan importantes. Se habrá fijado que hablo en pasado, porque nuestro hombre ya no está en la organización. Y eso se lo debemos a usted, detective Bosch. El nombre falso de Roy era Luke Goshen, Lucky para los amigos. Así que queremos darle las gracias por jodernos el final de un caso tan importante y maravilloso. Bueno, todavía podemos atrapar a Marconi y a los otros a través de las pruebas obtenidas por Roy, pero gracias a usted la operación se ha ido al carajo.

Bosch notó la rabia en la garganta, pero intentó controlarla y hablar en un tono pausado.

– Usted sugiere, no, más bien me acusa de colocar esa pistola. Pues se equivoca. Se equivoca totalmente. Soy yo quien debería enfadarme y ofenderme, pero dadas las circunstancias comprendo que hayan cometido este error. En vez de señalarme a mí, quizá deberían cuestionar a su hombre, Goshen o comoquiera que se llame. Tal vez deberían preguntarse si lo dejaron demasiado tiempo ahí dentro, porque le aseguro que nadie le metió esa pistola. Usted…

– ¡No se te ocurra! -estalló O'Grady-. ¡Ni se te ocurra hablar contra él, poli de mierda! Te conocemos, Bosch; todo tu pasado. Pero esta vez has ido demasiado lejos. Le colocaste una prueba al hombre equivocado.

– Lo retiro; estoy ofendido y enfadado -replicó Bosch, todavía tranquilo-. Y tú vete a la mierda, O'Grady. Dices que yo coloqué la pistola, pues pruébalo. Pero primero tendrás que demostrar que yo metí a Tony Aliso en el maletero. Porque si no, ¿cómo coño iba a tener el arma homicida?

– Muy fácil. Podrías haberla encontrado en los arbustos de la maldita carretera forestal. Ya sabemos que la registraste por tu cuenta. Te vamos…

– Caballeros -interrumpió Irving.

– … a hundir, Bosch.

– ¡Caballeros!

O'Grady se calló y todos miraron a Irving.

– Esto se está descontrolando. Declaro terminada esta reunión. Baste decir que se iniciará una investigación interna y…

– Nosotros también realizaremos nuestra propia investigación -terminó Samuels-. Mientras tanto, tenemos que pensar cómo salvar nuestra operación.

Bosch lo miró atónito.

– ¿No lo entiende? -le dijo-. No hay operación, Samuels. Su testigo estelar es un asesino. Lo dejaron demasiado tiempo infiltrado y se convirtió en uno de ellos. Él mató a Tony Aliso porque se lo ordenó Joey El Marcas. Sus huellas estaban en el cadáver y la pistola en su casa. No sólo eso, no tiene coartada. Me dijo que se pasó toda la noche en el despacho, pero yo sé que no es verdad. Sabemos que se marchó y le dio tiempo de llegar aquí, hacer el trabajito y volver.

Bosch sacudió la cabeza y bajó la voz.

– Estoy de acuerdo con usted, Samuels -continuó Harry-. Su operación se ha ido al carajo, pero no por culpa mía. Fueron ustedes los que dejaron al tío demasiado tiempo en el horno. Por eso se les quemó. Usted era el responsable; usted jodió la operación.

Esta vez Samuels sacudió la cabeza y sonrió con tristeza. Fue entonces cuando Bosch comprendió que había algo más. Con rabia contenida, Samuels pasó la primera página de su libreta y leyó una anotación:

– «La autopsia concluye que la hora de defunción fue entre las once de la noche del viernes y las dos de la madrugada del sábado.» ¿Es así, detective Bosch?

– No sé cómo consiguió el informe porque yo aún no lo he recibido.

– ¿Fue entre las once y las dos?

– Sí.

– ¿Tienes esos documentos, Dan? -le pidió Samuels a Ekeblad.

Ekeblad se sacó del bolsillo varias páginas dobladas por la mitad y se las entregó a Samuels, que les echó una ojeada rápida y se las pasó a Bosch con desdén. Bosch las cogió pero no las miró, sino que mantuvo la vista fija en Samuels.

– Lo que tiene usted ahí es el informe de una investigación y una entrevista, escrito el martes por la mañana por el agente Ekeblad aquí presente. También hay dos declaraciones juradas de los agentes Ekeblad y Phil Colbert, que se unirá a nosotros en breve. Si lee esos papeles, verá que el viernes a medianoche, el agente Ekeblad estaba sentado al volante de su coche oficial en el aparcamiento trasero del Caesar's Palace, junto a Industrial Road. Con él estaba su compañero, Colbert, y en el asiento de atrás, el agente Roy Lindell.