– Qué bien huele.
Eleanor apareció por la puerta de la sala, vestida con pantalones y camisa tejana. Tenía el pelo húmedo después de ducharse y, al verla, Harry sintió deseos de volver a hacerle el amor.
– Espero que sepa bien -contestó-. La cocina es nueva y aún no le he cogido el tranquillo. Cocino muy poco.
Ella sonrió.
– Seguro que está buenísimo.
– Oye, ¿te importaría darle unas vueltas a esto mientras me pego una ducha?
– Qué va. Y voy poniendo la mesa.
– Vale. He pensado que sería buena idea comer en la terraza. Así no oleremos la pintura.
– Perdona.
– No, si no me quejo. Lo digo porque fuera se está mejor. La verdad es que lo de la pared medio pintada lo hice expresamente. Sabía que no podrías resistirlo.
– Muy bien, Sherlock -sonrió ella-. Digno de un detective de tercer grado.
– No por mucho tiempo.
Su comentario rompió el encanto del momento y ella dejó de sonreír. De camino al dormitorio, Bosch se arrepintió de haberlo hecho.
Ya duchado, Bosch agregó el último ingrediente de su receta en la sartén; sacó unos cuantos guisantes del congelador y los añadió al pollo y la salsa de tomate. Harry llevó la comida y el vino a la mesa de la terraza, donde Eleanor esperaba apoyada en la barandilla.
– Perdona -se disculpó Bosch mientras se sentaban a comer-. Me he olvidado de hacer ensalada.
– Con esto tengo de sobras.
Comenzaron a cenar en silencio y Harry esperó a que ella lo rompiera.
– Me encanta -comentó ella finalmente-. ¿Cómo se llama?
– No lo sé. Mi madre lo llamaba pollo de la casa. Creo que era el nombre que tenía en el restaurante donde lo probó.
– Entonces es una receta familiar.
– Sí, la única.
Los dos comieron en silencio durante unos minutos. Bosch miraba a Eleanor de reojo para discernir si realmente le gustaba el pollo. Estaba casi seguro de que sí.
– Harry -dijo Eleanor al cabo de un rato-, ¿quiénes son los agentes involucrados en el caso?
– Tíos de todas partes; de Chicago, Las Vegas, Los Ángeles.
– ¿Quién de Los Ángeles?
– Un tal John O'Grady. ¿Lo conoces?
Hacía más de cinco años que ella no trabajaba en las oficinas del FBI de Los Ángeles. Los agentes federales se movían mucho; Bosch dudaba que Eleanor conociera a O'Grady y, efectivamente, no lo conocía.
– ¿Y John Samuels? Es el ayudante del fiscal general. Viene de la unidad de lucha contra el crimen organizado.
– A Samuels sí lo conozco porque trabajó un tiempo en el FBI. No era muy buen agente y, como se licenció en derecho, debió de ver que la investigación no era lo suyo y se pasó a la fiscalía. -Eleanor soltó una carcajada.
– ¿Qué pasa? -preguntó Bosch.
– Nada, es que acabo de acordarme de una cosa que decían de él. Es un poco grosera.
– ¿Qué?
– ¿Todavía lleva bigote?
– Sí.
– Bueno, se decía que era un buen fiscal, pero que en una investigación era incapaz de ver una mierda aunque la tuviera en el bigote.
Ella volvió a reírse. A Bosch no le hizo tanta gracia y se limitó a sonreír.
– Quizá por eso se hizo fiscal -agregó ella.
En ese momento Bosch se ensimismó en sus pensamientos y no reaccionó hasta que oyó la voz de Eleanor.
– ¿Qué?
– Te has ido. Te preguntaba qué estabas pensando. ¿Tan malo era el chiste?
– No, estaba pensando en el pozo sin fondo en el que me he metido. Y que a Samuels no le importa en absoluto si soy culpable o no; él sólo necesita que yo cargue con la culpa.
– ¿Por qué?
– Porque para acusar a Joey y compañía tienen que poder explicar que el arma homicida apareciese en la casa de su hombre. Si no logran justificarlo, los abogados de Joey se los comerán vivos; presentarán al agente federal como un tío corrupto, un asesino peor que la gente a quien perseguía. Esa pistola puede causarles muchos problemas en el juicio y la mejor forma de evitarlo es culpar a la policía de Los Ángeles, en este caso a mí: un policía corrupto de un departamento corrupto encontró la pistola entre la maleza y se la colocó al agente federal para inculparle. El jurado se lo creerá y yo seré el chivo expiatorio.
Bosch se percató de que el humor había desaparecido del rostro de Eleanor. En sus ojos notó preocupación, pero también cierta tristeza. Ella parecía comprender lo acorralado que se sentía.
– Mi única oportunidad es demostrar que Joey o uno de los suyos le metió la pistola a Luke Goshen porque había descubierto que era un agente y quería desacreditarlo. Aunque eso es lo más probable, es el camino más difícil. Para Samuels resulta más fácil cargarme a mí con el muerto.
Bosch volvió a mirar su cena a medio acabar y dejó el cuchillo y el tenedor en el plato. No podía seguir comiendo. A continuación bebió un buen trago de vino y se quedó con la copa en la mano.
– Creo que me he metido en un buen lío.
La gravedad de su situación comenzaba a pesarle. Hasta ese momento había confiado en que la verdad triunfaría, pero cada vez veía más claro el triste papel que jugaría la verdad en todo el asunto. Bosch miró a Eleanor y, cuando sus miradas se encontraron, se dio cuenta de que ella estaba a punto de llorar. Harry forzó una sonrisa.
– Bueno, ya se me ocurrirá algo -la consoló-. Puede que me toque trabajar en la oficina durante un tiempo, pero aún no estoy perdido. Lo resolveré.
Ella asintió, pero parecía muy afectada.
– Harry, ¿te acuerdas de cuando me encontraste en el casino esa primera noche y fuimos al bar del Caesar's? ¿Recuerdas que me dijiste que si pudieras volver atrás harías las cosas de otra manera?
– Sí.
Eleanor se enjugó las lágrimas antes de que le surcaran las mejillas.
– Tengo que contarte algo.
– Adelante.
– Lo que te dije de pagar a Quillen el impuesto callejero y todo eso… Bueno, pues hay más.
Eleanor lo miró a los ojos, intentando adivinar su reacción antes de proseguir, pero Bosch permaneció impasible, a la espera.
– Cuando llegué a Las Vegas después de salir de la cárcel, no tenía ni casa, ni coche, ni amigos. Mi única idea era intentar jugar a las cartas. En Frontera conocí a una chica de Las Vegas, Patsy Quillen, que me dijo que llamara a su tío, Terry Quillen, y que él invertiría en mí cuando me viese jugar. Patsy me escribió una referencia para que se la llevase.