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– Buenos días -saludó Bosch, sin saber muy bien cómo comenzar.

– Hola, Harry -respondió Edgar.

– ¿Qué tal? -le preguntó Rider, con verdadera preocupación.

– Bah, tirando… Sólo quería deciros que siento mucho haberos metido en todo esto, pero que no es verdad que…

– Déjalo, Harry -le cortó Edgar-. No tienes que darnos explicaciones. Los dos sabemos que esto es una gilipollez. En todos los años que llevo en este oficio no he conocido a un poli más honrado. Y lo demás son hostias.

A Bosch le conmovieron las palabras de Edgar. No esperaba los mismos sentimientos por parte de Rider porque era el primer caso que llevaban juntos, pero ella también lo apoyó.

– No hace mucho que te conozco, Harry, pero por lo poco que sé, estoy de acuerdo con Jerry. Ya verás, todo esto pasará y volveremos al trabajo.

– Gracias.

Antes de regresar a su nuevo puesto, Bosch echó un vistazo a la caja que estaban preparando y sacó el archivo sobre el caso Aliso que Edgar había preparado.

– ¿Vais a enviarlo o van a venir a buscarlo los federales?

– Vendrán a recogerlo a las diez -contestó Edgar.

Bosch consultó el reloj de la pared. Sólo eran las nueve.

– ¿Os importa si hago una copia? Por si el caso acaba en el agujero negro del FBI.

– Adelante -dijo Edgar.

– ¿Ha llegado el informe de Salazar? -inquirió Bosch.

– ¿De la autopsia? -preguntó Rider-. No, aún no. A no ser que todavía esté en recepción.

Sin mencionar que si aún no había llegado era porque los federales lo habían interceptado, Bosch se llevó el archivo del caso a la fotocopiadora. Programó la máquina para que copiara ambas caras de los documentos originales y puso la pila en la bandeja de alimentación automática. Antes de empezar, se aseguró de que había papel con tres agujeros. Lo había. Bosch pulsó el botón y dio un paso atrás para contemplar el funcionamiento de la fotocopiadora, que había sido donada por una cadena de copisterías del centro. Dicha empresa llevaba el mantenimiento de forma regular, por lo que la máquina era la única cosa moderna y fiable de la comisaría. Al cabo de diez minutos había terminado. Bosch colocó los originales en su carpeta y los devolvió a la caja destinada al FBI. Después sacó una carpeta nueva del armario de material, metió las copias dentro y la guardó en un archivador al que había enganchado su tarjeta de visita con cinta adhesiva. Por último, informó a sus dos compañeros de dónde estaba por si lo necesitaban.

– Harry -susurró Rider-, estás pensando en trabajar un poco por tu cuenta, ¿no?

Bosch la miró unos segundos, sin saber muy bien qué contestar. Recordó su relación con Billets y se dijo que debía ir con cuidado.

– Porque si lo estás -prosiguió Rider, que tal vez había detectado su indecisión-, me gustaría ayudarte. Ya sabemos que el FBI se lo tomará con calma. Creo que lo dejarán correr.

– También puedes contar conmigo -agregó Edgar.

Bosch volvió a dudar, miró a uno y luego a otro, y finalmente asintió con la cabeza.

– ¿Quedamos en Musso's a las doce y media? -sugirió-. Invito yo.

– Allí estaremos -respondió Edgar.

Cuando regresó al mostrador de la oficina, Bosch vio a través del cristal que Billets había colgado el teléfono y estaba hojeando unos papeles. Tenía la puerta del despacho abierta y Harry dio unos golpes en el marco para avisarla.

– Buenos días, Harry. -Había una cierto pesar en su voz y comportamiento, como si le avergonzara que Bosch fuera su hombre en el mostrador-. ¿Pasa algo que deba saber?

– No creo. Todo está bastante tranquilo. Ah, hay un ladrón haciendo el circuito de los hoteles de Hollywood Boulevard. Bueno, parece el mismo tío. Ayer entró en el Chateau y el Hyatt, pero nadie se despertó. El modus operandi es igual en los dos robos.

– ¿Las víctimas son gente conocida o que deba preocuparnos?

– Lo dudo, pero no leo las revistas del corazón. No reconocería a un famoso ni aunque se me acercara.

Billets sonrió.

– ¿Cuánto robaron?

– No lo sé, aún no he terminado de leer las denuncias. No he entrado por eso, sino para volver a darle las gracias por defenderme ayer.

– Eso no fue defenderte.

– Sí que lo fue. Dadas las circunstancias, lo que usted dijo fue arriesgado. Se lo agradezco.

– Bueno, ya te dije que lo hice porque no les creía. Y cuanto antes empiecen a investigar Asuntos Internos y el FBI, antes descubrirán que no es verdad. Por cierto, ¿a qué hora te han citado?

– A las dos.

– ¿Y quién te va a representar?

– Un amigo de Robos y Homicidios. Se llama Dennis Zane. Es un buen tío y domina estos asuntos. ¿Lo conoce?

– No, pero avísame si puedo hacer algo.

– Gracias, teniente.

– Grace.

– Gracias, Grace.

De vuelta en su mesa, Harry pensó en su cita con Chastain. Según las reglas del departamento, a Bosch lo representaría un miembro del sindicato que también fuera un detective. Su representante actuaría casi como un abogado, aconsejando a Bosch sobre qué decir y cómo hacerlo. Aquél era el primer paso en cualquier investigación interna de carácter disciplinario.

Al alzar la vista, Bosch vio en el mostrador a una mujer con una adolescente. La chica tenía los ojos llorosos y una hinchazón en el labio del tamaño de una canica, tal vez causada por un mordisco. Estaba despeinada y miraba fijamente la pared detrás de Bosch, como si hubiera una ventana. Pero no la había.

Bosch podría haberles preguntado qué deseaban sin moverse de su puesto. Sin embargo, no hacía falta ser detective para comprender qué las había llevado allí, así que se acercó al mostrador a fin de hablar de manera más confidencial. Las víctimas de violación eran las que le producían mayor tristeza. Bosch estaba convencido de que no habría durado ni un mes en la sección de violaciones. Todas las víctimas que había visto tenían esa misma mirada, una señal de que sus vidas ya no serían lo mismo a partir de ese momento. Nunca recuperarían lo que habían perdido.

Tras una breve charla con la madre y la hija, Bosch preguntó si la niña necesitaba atención médica y la madre contestó que no. Harry abrió la portezuela del mostrador y las acompañó a una sala situada en el pasillo de atrás. Luego se dirigió a la sección de delitos sexuales, donde halló a Mary Cantu, una detective que llevaba años haciendo lo que Bosch no podría haber hecho ni un sólo mes.

– Mary, tienes una denuncia en la sala tres -le anunció Bosch-. Tiene quince años y ocurrió anoche. Parece ser que se acercó demasiado al camello de la esquina. El tío agarró a la chica y se la vendió con una piedra de crack a su próximo cliente. Está con su madre.