– ¿Quién te la dejó?
George levantó los ojos, brillantes por la emoción, y señaló al cielo con uno de sus dedos sucios.
Cuando Bosch lo imitó, vio un retazo de cielo azul entre las copas de los árboles y soltó un suspiro, exasperado. Aquello no iba a ninguna parte.
– O sea que unos hombrecillos verdes te la lanzaron desde su nave espacial, ¿no, George? ¿Es eso lo que quieres decir?
– Yo no he dicho eso. No sé si eran verdes porque no los vi.
– ¿Pero viste la nave espacial?
– No, tampoco he dicho eso. Sólo vi las luces de aterrizaje.
Bosch se quedó mirándolo.
– Es de mi talla -continuó George-. Tienen un rayo invisible que te mide desde allá arriba, tú ni te das cuenta, y entonces te mandan la ropa.
– Genial.
A Bosch comenzaban a dolerle las rodillas. Cuando se levantó, los huesos le crujieron.
– Estoy demasiado viejo para esta mierda, George.
– Ésa es una frase de poli. Cuando yo tenía mi casa, siempre veía Kojak.
– Muy bien. Vamos a hacer una cosa, George. Si no te importa, me voy a llevar esa bolsa y la caja de vídeos.
– Adelante. Yo no viajo. Y tampoco tengo vídeo.
Mientras Bosch se dirigía hacia la caja y la bolsa, se preguntó por qué los asesinos no las habían dejado en el Rolls. Entonces se le ocurrió que las cosas debían de haber estado en el maletero. Como tenían prisa, las habían arrojado colina abajo para poder meter a Aliso. Había sido una decisión apresurada. Un error.
Bosch cogió la bolsa por una esquina cuidando de no tocar el asa, aunque no creía que encontrara otras huellas aparte de las de George. La caja era ligera pero aparatosa, así que tendría que hacer un segundo viaje. Al volver la vista hacia el vagabundo, Harry decidió no amargarle el día.
– George, de momento puedes quedarte la ropa.
– Vale, gracias.
– De nada.
Mientras subía por la pendiente, Bosch pensó en que debería acordonar la zona y llamar a Investigaciones Científicas para que siguieran los pasos de rigor. Pero no podía. Si lo hacía, se descubriría que había continuado una investigación de la que le habían expulsado.
Cuando llegó a la cima, el tema había dejado de preocuparle. Había encontrado una nueva pista, lo cual le inspiró un plan. Inmediatamente Bosch comenzó a esbozarlo en su cabeza. Estaba entusiasmado. Al pisar el asfalto de la carretera, le pegó un puñetazo al aire y echó a correr hacia su coche.
Bosch pulió los detalles de su plan mientras se dirigía a Hidden Highlands. Hasta entonces Harry había sido como un corcho a la deriva en el océano del caso. Las corrientes lo habían arrastrado sin que él lograra controlar la situación. No obstante, las cosas habían cambiado. En ese momento Harry tenía una idea que, con un poco de suerte, le permitiría atrapar a Verónica Aliso.
Cuando llegó a Hidden Highlands, Nash estaba en la garita. El guarda salió y se agachó para saludar.
– Buenos días.
– ¿Qué tal, Nash?
– Regular. Su gente anda por ahí revolucionando al personal.
– Ya, bueno. ¿Qué le vamos a hacer?
– Nada, supongo. ¿Va a reunirse con ellos o viene a ver a la señora Aliso?
– Vengo a ver a la señora del castillo.
– Bien. A lo mejor así me deja en paz. Voy a avisarla.
– ¿Es que no le deja en paz?
– No, ha estado llamando para saber por qué llevan toda la mañana hablando con los vecinos.
– ¿Y qué le ha dicho?
– Pues que la policía está haciendo su trabajo y que en una investigación de homicidio tiene que hablar con mucha gente.
– Muy bien. Hasta ahora.
Nash se despidió y le abrió la verja. Bosch se dirigió a la mansión de Aliso, pero antes de llegar vio a Edgar que salía de la casa de al lado. Bosch detuvo el coche y le indicó que se acercara.
– Harry.
Jerry, ¿has encontrado algo?
– No, no mucho. Da igual investigar en estos barrios ricos que en las peores zonas. Nadie quiere hablar, nadie vio nada. Estoy harto.
– ¿Dónde está Kiz?
– Recorriendo a pie el otro lado de la calle. Nos reunimos en la comisaría y cogimos un solo coche. Por cierto, Harry, ¿qué te parece?
– ¿Kiz? Muy buena detective.
– No, no me refiero a eso. Ya sabes… ¿qué te parece?
Bosch se lo quedó mirando.
– ¿Quieres decir ella y tú?
– Sí, ella y yo.
Bosch sabía que Edgar se había divorciado hacía seis meses y comenzaba a sacar la cabeza del hoyo. No obstante, también sabía algo sobre Kiz que no tenía derecho a contarle.
– No lo sé, Jerry. Es mejor no liarse con compañeros de trabajo.
– Sí, puede ser -convino Edgar-. ¿Vas a ver a la viuda?
– Sí.
– ¿Quieres que vaya contigo? Nunca se sabe; si se imagina que sospechamos de ella, a lo mejor intenta escaparse. O pegarte un tiro.
– Lo dudo. Es demasiado fría para reaccionar así. Pero vamos a buscar a Kiz. Tengo un plan y os necesito a los dos.
Verónica Aliso los aguardaba en la puerta.
– Estoy esperando a que me den una explicación. ¿Se puede saber qué está pasando?
– Lo siento, señora Aliso -se disculpó Bosch-. Hemos estado muy ocupados.
Verónica Aliso los hizo pasar.
– ¿Quieren tomar algo? -preguntó mientras los conducía al salón.
– No, gracias.
Habían acordado que Bosch fuera el único en hablar. Rider y Edgar intentarían intimidarla con su silencio y sus miradas gélidas.
Bosch y Rider se sentaron en el mismo sitio que la primera vez, y Verónica Aliso hizo lo propio. En cambio Edgar permaneció de pie, lejos del sofá. Tras apoyarse en la repisa de la chimenea, puso cara de preferir estar en cualquier otra parte del planeta ese sábado por la mañana.
Verónica Aliso vestía tejanos, una camisa clásica azul celeste y unas botas sucias de trabajo. Llevaba el pelo recogido en un moño y estaba muy guapa, a pesar de que no se había arreglado mucho. Bosch se fijó en las pecas de su escote. Él sabía por el vídeo que continuaban hasta el pecho.
– ¿Interrumpimos algo? -preguntó Bosch-. ¿Iba usted a salir?
– Quería ir a los establos de Burbank, donde tengo un caballo. El cadáver de mi marido fue incinerado y voy a llevar las cenizas al campo. A Tony le encantaba el campo…
Bosch asintió con aire grave.
– Bueno, no tardaremos mucho. Ya habrá visto que hemos estado hablando con los vecinos. Es sólo una encuesta de rutina. Nunca se sabe; tal vez alguien vio algo, un coche delante de la casa que no debería haber estado allí… no sé.
– Yo me habría dado cuenta.
– Ya… Me refería a cuando usted no estaba aquí. Si hubiera entrado alguien, usted no lo habría sabido.