– Del grifo ya me va bien -dijo, al tiempo que le cogía el vaso para llenarlo en el fregadero.
Bosch se apoyó en la encimera y bebió un sorbo de agua. Después vertió el resto y depositó el vaso junto a la pila.
– ¿No quiere más?
– No, sólo era para quitar las telarañas.
Él sonrió, pero ella no.
– Bueno, ¿volvemos al salón? -preguntó la señora Aliso.
Bosch la siguió y, justo antes de salir de la cocina, se volvió a mirar el suelo de baldosa gris. Sin embargo, no vio lo que esperaba.
Durante los siguientes quince minutos Bosch le hizo preguntas sobre cosas que ya habían discutido seis días antes y tenían poco que ver con la situación actual del caso. Eran los últimos toques al plan; la trampa estaba tendida y aquélla era su forma de retirarse discretamente. Cuando consideró que ya había dicho y preguntado bastante, Bosch cerró la libreta en la que había tomado unos apuntes que no volvería a leer, y se levantó. Harry le dio las gracias a Verónica Aliso por su paciencia y ésta acompañó a los tres detectives hasta la puerta. Cuando Bosch traspasó el umbral, ella lo detuvo. A Harry no le sorprendió; la viuda también tenía un papel que interpretar.
– Manténgame informada, detective Bosch. Se lo ruego.
Bosch se volvió para mirarla.
– Tranquila. Si pasa algo, usted será la primera en saberlo.
Bosch acercó a Edgar y Rider hasta su coche, sin hablar sobre la entrevista hasta después de aparcar.
– Bueno, ¿qué opináis? -preguntó Harry mientras sacaba el tabaco.
– Que el anzuelo está echado -contestó Edgar.
– Sí -convino Rider-. La cosa se pone interesante.
– ¿Y el gato? -dijo Bosch después de encender un cigarrillo.
– ¿Qué? -preguntó Edgar.
– El ruido de la casa. Ella dijo que era el gato, pero en la cocina no había ningún cuenco con comida.
– A lo mejor están fuera -sugirió Edgar.
Bosch negó con la cabeza.
– La gente que tiene gatos en casa les da de comer dentro -explicó Bosch-. Aquí en la montaña no puedes dejarlos salir, por los coyotes. A mí personalmente no me gustan los gatos. Soy alérgico y siempre noto si hay uno cerca, así que no creo que sea cierto. Kiz, tú no viste ningún gato, ¿verdad?
– No, y eso que me pasé todo el lunes ahí dentro.
– ¿Crees que era el tío? -preguntó Edgar-. ¿El que lo planeó todo con ella?
– Puede ser. Creo que allí había alguien. Tal vez su abogado.
– No, los abogados no se esconden de esa manera; dan la cara.
– Cierto.
– ¿Deberíamos quedarnos a vigilar para ver quién sale? -preguntó Edgar.
Bosch reflexionó un instante.
– No -contestó finalmente-. Si nos ven, descubrirán que lo del dinero es un cebo; es mejor dejarlo. Venga, salgamos de aquí. Tenemos que prepararnos.
VII
Durante su estancia en Vietnam, la misión principal de Bosch había sido luchar en la red de túneles que se extendía bajo los pueblos de la provincia de Cu Chi; sumergirse en las profundidades que los soldados llamaban «el eco negro» y regresar vivo. No obstante, el trabajo en el interior de las galerías subterráneas era rápido, de modo que entre misiones Bosch pasaba muchos días en la jungla, luchando y esperando. En una de esas ocasiones, él y un puñado de hombres quedaron aislados de su unidad. Bosch pasó una noche sentado en la hierba alta, espalda contra espalda con un chico de Alabama llamado Donnel Fredrick, mientras todos oían los pasos de una compañía del Vietcong y esperaban en silencio a que el enemigo los encontrase. No podían hacer otra cosa, ya que los vietnamitas los superaban en número. Durante la espera, los minutos se les antojaron horas. Sin embargo, todos sobrevivieron, aunque Donnel murió más tarde en una trinchera, herido por un impacto de mortero disparado desde su propio bando. Bosch siempre había pensado que esa noche en la hierba alta vivió lo más parecido a un milagro.
A menudo, cuando estaba solo en una guardia o en una situación de peligro, Bosch recordaba aquella noche. Por eso le vino a la memoria en ese momento, mientras esperaba sentado con las piernas cruzadas y apoyado en el eucalipto a diez metros del refugio de George, el vagabundo. Encima de su ropa, Harry llevaba una especie de poncho de plástico que solía guardar en el maletero de su coche. Las chocolatinas que tenía eran de la marca Hershey, con almendras, las mismas que había comido en la jungla tantos años atrás. Y como aquella noche en la hierba alta, el tiempo que permaneció inmóvil se le hizo eterno. Estaba oscuro, sólo un tenue rayo de luna iluminaba la lona azul, y Bosch seguía a la espera. Le apetecía un cigarrillo, pero no podía arriesgarse a encender un mechero en la oscuridad. De vez en cuando le parecía oír a Edgar en su puesto veinte metros a su derecha, aunque no podía estar seguro de que se tratara de su compañero y no de un ciervo o un coyote.
George le había dicho que había coyotes. El vagabundo se lo había advertido cuando Bosch lo metió en el asiento de atrás del coche para llevarlo al hotel donde iba a pasar la noche. Afortunadamente a Harry no le daban miedo los coyotes.
No había sido fácil lograr que el anciano se marchara. George estaba convencido de que habían venido a llevárselo a Camarillo. Y allí era adonde debería haber ido, pero la institución no lo admitía sin un certificado aprobado por el gobierno. Así que el vagabundo iba a alojarse un par de noches en el hotel Mark Twain de Hollywood. No era un mal sitio; Bosch había vivido allí más de un año mientras reconstruían su casa. La peor habitación del hotel era diez veces mejor que una lona en el bosque. No obstante, Bosch sabía que George tal vez no compartiera ese punto de vista.
A las once y media, el tráfico en Mulholland se había reducido a un coche cada cinco minutos. Bosch no los veía debido al desnivel del terreno y la espesura de los matorrales, pero los oía y veía sus faros, que iluminaban el follaje por encima de su cabeza. En ese momento Bosch estaba alerta porque un coche había pasado dos veces, una en cada dirección. Se notaba que era el mismo vehículo porque el motor iba un poco estrangulado.
De pronto el coche volvió a pasar por tercera vez. Bosch escuchó con atención el ruido del motor, al que se añadió el sonido de los neumáticos sobre la grava, señal de que había salido al arcén. Acto seguido el motor se detuvo y el silencio subsiguiente se vio puntuado por el ruido de una puerta al abrirse y cerrarse a continuación. Harry se acuclilló lentamente, pese al dolor que le producía esa postura en las rodillas, y se preparó para entrar en acción. Escudriñó la oscuridad a su derecha, donde estaba Edgar, pero no vio nada. Después miró hacia la cima de la pendiente y esperó.
Al cabo de unos instantes Harry vio una luz que recorría los matorrales. El haz de una linterna apuntaba hacia abajo y oscilaba de izquierda a derecha mientras su portador descendía cautelosamente por la pendiente en dirección al refugio. Bajo el poncho, Bosch sostenía la pistola con una mano y una linterna con la otra. Tenía el pulgar apoyado en el interruptor, listo para encenderla.