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– Seguramente querrá a su abogado -supuso Bosch-. Bueno, ya es un poco tarde para eso… No, no le prometí nada. Le dije que hablaría con el fiscal para que no presentara cargos por las circunstancias agravantes, pero va a ser difícil. Con lo que me dijo ahí dentro, podemos acusarlo de lo que nos dé la gana: premeditación, alevosía, incluso asesinato a sueldo.

– Tendré que llamar a un fiscal.

– Sí. Si no ha pensado en nadie o no le debe a nadie un favor, pida por Roger Goff. Es un caso de su estilo y hace tiempo que le debo uno. No nos fallará.

– Sí, lo conozco. Pediré por él -dijo Billets-. También tendré que avisar a los jefes. No todos los días puedo llamar al subdirector e informarle de que mis hombres no sólo han investigado un caso que tenían prohibido investigar, sino que encima han detenido a un policía. Y por asesinato, nada menos.

Bosch sonrió. No la envidiaba en absoluto.

– Se va a armar una gorda -auguró Bosch-. Esto será otra vergüenza para el departamento. Por cierto, aunque no las incautaron porque no están relacionadas con el caso, Jerry y Kiz encontraron un par de cosas que ponen los pelos de punta en casa de Powers: parafernalia nazi y otros objetos de supremacía blanca. Puede usted advertir a los jefes para que hagan lo que quieran con el tema.

– Gracias por decírmelo. Hablaré con Irving, aunque dudo que quiera que salga a la luz.

En ese momento Edgar se asomó por la puerta abierta.

– Powers dice que tiene que ir a mear y ya no aguanta más.

Edgar miraba a Billets.

– Pues llévalo al lavabo -replicó ella.

– No le quites las esposas -añadió Bosch.

– ¿Cómo va a mear con las manos a la espalda? No querréis que se la saque yo, ¿verdad? Porque me niego.

Billets se rió.

– Ponle las esposas delante -le aconsejó Bosch-. Dame un segundo y te ayudo.

– Vale, estaré en la tres.

A través del cristal, Bosch vio alejarse a Edgar en dirección al pasillo que daba a las salas de interrogación. Bosch miró a Billets, que todavía estaba sonriendo por la queja de Jerry.

– Ya sabe que me puede usar a mí cuando haga esa llamada -le recordó Bosch con semblante serio.

– ¿A qué te refieres?

– Pues que no me importa si les dice que usted no sabía nada hasta que yo la llamé con las malas noticias.

– No seas idiota. Hemos resuelto un asesinato y retirado de las calles a un policía asesino. Si no son capaces de ver que lo bueno pesa más que lo malo, pues… que se jodan.

Bosch sonrió.

– Es usted guay, teniente. -Gracias.

– De nada.

– Y me llamo Grace. -Vale, Grace.

Bosch estaba pensando en lo bien que le caía Billets mientras recorría el corto pasillo que daba a las salas de interrogación y a la puerta abierta de la sala tres. Edgar estaba esposando a Powers con las manos delante.

– Hazme un favor, Bosch -le rogó Powers-. Déjame ir al lavabo de la entrada.

– ¿Para qué?

– Para que no me vean aquí atrás. No quiero que nadie me vea así. Además, puedes tener un problema si a la gente no le gusta lo que ve.

Bosch se mostró conforme. Powers tenía razón. Si lo llevaban al lavabo de los vestuarios, todos los policías de servicio los verían y habría preguntas, tal vez rabia por parte de algunos agentes que ignoraban lo que sucedía. El lavabo situado en la entrada de la comisaría era de uso público, pero un domingo tan temprano seguramente estaría vacío. Edgar y Bosch podrían llevar a Powers sin ser vistos.

– Vale, vamos -cedió Bosch-. Al de la entrada.

Bosch y Edgar caminaron con él hasta el mostrador de la sala de detectives y luego recorrieron el pasillo de la zona de administración, cuyas oficinas estaban vacías y cerradas por ser domingo. Mientras Bosch se quedaba fuera con Powers, Edgar hizo un rápido reconocimiento de los servicios.

– No hay nadie -informó, aguantando la puerta abierta desde dentro.

Bosch siguió a Powers, que se dirigió al urinario más alejado. Harry permaneció en la puerta y Edgar se colocó al otro lado del detenido, junto a la hilera de lavabos. Cuando Powers terminó de orinar, fue a lavarse las manos. En ese momento, Bosch se fijó en que Powers tenía los cordones del zapato derecho desatados. Edgar también lo vio.

– Átate el zapato, Powers -le ordenó Edgar-. Si te caes y te rompes tu cara bonita, no quiero que me acusen de brutalidad policial.

Powers se detuvo y se miró el zapato. Luego miró a Edgar.

– Ahora.

Pero antes que nada, Powers se lavó las manos y se las secó con una toalla de papel. Finalmente apoyó el pie derecho en el borde del lavabo para atarse los cordones.

– Es lo malo de los zapatos nuevos -comentó Edgar-. Los cordones siempre se desatan, ¿verdad?

Bosch no podía ver la cara de Powers porque el policía estaba de espaldas a la puerta, pero estaba mirando a Edgar.

– Vete a la mierda, negro.

Aquello fue como una bofetada para Edgar, cuyo rostro se llenó de rabia y odio. El detective miró a Bosch de reojo para juzgar si se opondría a su intención de pegar a Powers. Fue una mirada rápida, pero justo lo que necesitaba el policía. Powers se abalanzó sobre Edgar y lo aplastó contra la pared de baldosa blanca. Inmediatamente alzó sus manos esposadas; con la izquierda agarró la camisa de Edgar y con la derecha apuntó una pistola pequeñísima al cuello del estupefacto detective.

Bosch corrió hacia ellos hasta que vio la pistola y Powers comenzó a gritar.

– Atrás, Bosch. Atrás o mato a tu compañero. ¿Es eso lo que quieres?

Powers había vuelto la cabeza para mirar a Bosch, que se detuvo y separó las manos del cuerpo.

– Eso es -dijo Powers-. Y ahora vas a hacer lo que te diga. Saca la pistola despacio y tírala al primer lavabo.

Bosch no se movió.

– Sácala, te digo.

Powers hablaba con determinación, pero cuidaba de no levantar mucho la voz.

Bosch echó una ojeada a la diminuta pistola que sostenía Powers. La reconoció en seguida; era una Raven de calibre veinticinco, una pistola que ya en su época de patrullero era muy popular entre los policías de uniforme. Era pequeña -en la mano de Powers parecía un juguetito- pero mortífera. Metida en un calcetín o una bota resultaba casi invisible con la pernera del pantalón por encima, lo cual explicaba por qué Edgar y Rider no habían reparado en ella. Bosch sabía que un disparo de la Raven a quemarropa mataría a Edgar y, aunque iba en contra de sus instintos, no le quedaba otro remedio que entregar su arma. Powers estaba desesperado y Bosch sabía que la gente desesperada no pensaba las cosas con calma. Una persona desesperada actuaba de forma irracional; era capaz de asesinar. Por eso Bosch extrajo su pistola con dos dedos y la arrojó al lavabo.