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– Estoy pensando en mandar a Don a preguntarlo. Tal vez podamos poner fin a todo esto y dejar de perder tiempo si descubrimos que no hay caja.

– Tú mandas.

– En eso te doy la razón.

Transcurrieron un par de minutos más de tenso silencio.

– ¿Y Powers? -preguntó Lindell.

– ¿Qué le pasa?

– Tampoco lo veo, Bosch. Cuando llegamos esta mañana, estabas histérico con que Powers vendría a buscarla para acribillarla a balazos. Así que, ¿dónde está?

– No lo sé, Lindell. Pero si nosotros hemos podido deducir esto, él también. No me extrañaría que Powers ya conociera la existencia de la caja de cuando espió a Tony y simplemente lo omitiera en nuestra pequeña charla.

– A mí tampoco, pero sigo pensando que sería idiota si se presenta aquí. Tiene que sospechar que nosotros estamos al acecho.

– La palabra no es idiota, sino suicida. Pero no creo que le importe; él sólo quiere cargársela. Y si lo matan, pues qué se le va a hacer. Ya te dije que estaba dispuesto a montar el número kamikaze en la comisaría cuando pensó que Verónica estaba allí.

– Bueno, esperemos que se haya tranquilizado un poco desde…

– ¡Ahí! -gritó Baker.

Bosch siguió con la vista el dedo de Baker, que apuntaba hacia la otra esquina del aparcamiento, por donde acababa de entrar una limusina blanca.

– Dios -exclamó Lindell-. No puede ser tan imbécil.

A Bosch todas las limusinas le parecían iguales, pero Lindell y Baker parecían haberla reconocido.

– ¿Es Joey El Marcas?

– Es su limusina. Le encantan esos tanques blancos, como a todos los italianos. No me lo puedo creer… No puede estar ahí dentro. Malgasté dos años de mi vida para atraparlo y… ¡el tío se presenta en persona a recoger este paquete!

La limusina se detuvo enfrente del banco.

– ¿Lo tienes, La Fuentes? -preguntó Lindell.

– Sí, lo tenemos -dijo la voz de la radio en un susurro, pese a que no había forma de que los ocupantes de la limusina oyeran a los de la furgoneta.

– Un, Dos, Tres, alerta -prosiguió Lindell-. Parece que el zorro ha entrado en el gallinero. Águila, tómate un descanso. No quiero que nos asustes al personal.

Desde el helicóptero y las otras unidades de tierra confirmaron a coro la recepción del mensaje.

– Pensándolo bien, Tres, ¿por qué no venís por la entrada sureste y me esperáis allí? -preguntó Lindell.

– Comprendido.

Finalmente se abrió la puerta de la limusina, pero en el lado oculto a Bosch. Éste contuvo la respiración un segundo hasta que el capitán Felton salió del vehículo.

– Voilá! -susurró la voz por la radio.

Entonces Felton hizo salir a Verónica Aliso, agarrándola por el brazo. A continuación otro hombre se apeó de la limusina, al tiempo que la puerta del maletero se abría automáticamente. Mientras este segundo individuo, que llevaba pantalones y camisa grises con el nombre cosido en el bolsillo, se dirigía al maletero, Felton se inclinó a hablar con alguien que seguía en la limusina. Todo ello sin soltar a Verónica ni un solo instante.

Bosch sólo la vio un segundo pero, pese a hallarse a unos treinta metros de distancia, notó el miedo y el cansancio reflejados en su rostro. Seguramente había sido la noche más larga de su vida.

El segundo hombre sacó una pesada caja de herramientas del maletero y siguió a Felton y Verónica, que caminaban hacia el banco. El capitán sujetaba a la mujer con firmeza, al tiempo que escudriñaba la zona. En un momento dado, Bosch se dio cuenta de que Felton posaba unos segundos la mirada en la furgoneta para luego desviarla. El rótulo debía de haber sido el factor decisivo. Un buen detalle.

Cuando pasó junto al viejo Cadillac, Felton se inclinó para echar un vistazo al hombre que lo estaba reparando. Al estimar que no era una amenaza, el capitán se incorporó y se dirigió hacia las puertas acristaladas del banco. Antes de que entraran, Bosch se percató de que Verónica llevaba una especie de bolsa de tela en la mano, pero no pudo apreciar su tamaño porque estaba vacía y plegada.

Bosch no volvió a respirar hasta que los perdió de vista.

– Vale -dijo Lindell hablando hacia la visera-. De momento son tres: Felton, la mujer y el especialista. ¿Alguien lo conoce?

No hubo respuesta durante unos segundos hasta que alguien dijo:

– Estoy demasiado lejos, pero me ha parecido Maury Pollack. Es un experto en cajas fuertes que ya ha trabajado alguna vez para Joey.

– De acuerdo, lo comprobaremos más tarde -respondió Lindell-. Ahora mando a Baker a abrir una cuenta. Cinco minutos después entras tú, Conlon. Comprobad vuestros transmisores.

Baker se cercioró del funcionamiento de las modernas radios que Conlon y él llevaban bajo la ropa: con auriculares y sin hilos. Funcionaban, así que Baker salió del coche y caminó a paso rápido por la acera hasta llegar al banco.

– Vale, Morris -intervino Lindell-. Sal a dar un paseo y párate a mirar en la tienda de electrodomésticos.

– Comprendido.

Bosch contempló al agente Morris -que había conocido en la reunión celebrada antes del amanecer- mientras cruzaba el aparcamiento procedente de un coche en la entrada suroeste. Morris y Baker se cruzaron sin mirarse ni volver la vista hacia la limusina, que seguía aparcada con el motor en marcha enfrente del banco.

A Bosch, los siguientes cinco minutos se le antojaron horas. Aunque hacía calor, Harry sudaba principalmente por la ansiedad de la espera y la duda sobre lo que estaría ocurriendo. Desde que había entrado en el banco, Baker sólo les había informado de que los sujetos se hallaban en la cámara acorazada.

– De acuerdo, Conlon, adelante -ordenó Lindell al cumplirse los cinco minutos.

Bosch vio que Conlon salía de la cafetería y caminaba hasta la sucursal. Durante los siguientes quince minutos la tensión fue en aumento. Finalmente habló Lindell, sólo para romper el silencio.

– ¿Cómo estáis ahí fuera? ¿Todo el mundo bien?

La respuesta afirmativa se produjo en forma de chasquidos de micrófono. Justo cuando retornaron al silencio, se oyó la voz de Baker.

– Salen, salen. Algo va mal -susurró con urgencia.

Bosch miró hacia las puertas del banco y, al cabo de un segundo, emergieron Felton y Verónica. El capitán de policía todavía tenía a la mujer agarrada por el brazo mientras el especialista los seguía con su caja de herramientas en la mano.

Esa vez, Felton caminó con paso decidido hacia la limusina sin mirar a su alrededor. Él llevaba la bolsa de tela, que no parecía haber aumentado de tamaño. Si antes el rostro de Verónica expresaba temor y cansancio, en ese instante estaba aún más desencajado por el miedo. Aunque resultaba difícil asegurarlo desde la distancia, a Bosch le pareció que estaba llorando.

La puerta de la limusina se abrió desde dentro mientras el trío seguía la misma ruta que antes, pasando junto al viejo Cadillac.

– Vale -anunció Lindell a los agentes que escuchaban-. Cuando dé la orden, atacamos. Yo me acercaré a la limusina por delante y Tres me seguirá. Uno y Dos, vosotros id por la parte de atrás. Recordad que es una detención corriente de un vehículo. La Fuentes, vosotros bajad a ayudar. Si hay un tiroteo, cuidado con quedar entre dos fuegos. Mucho cuidado.

Mientras se oían «comprendidos» por la radio, Bosch observó a Verónica y se dio cuenta de que ella sabía que iba a morir. La expresión de su rostro le recordó a la de su marido; ambas poseían la certeza de que el juego había terminado.

De repente Harry vio que el maletero del Cadillac se abría de golpe. Y de dentro, como impulsado por el mismo metal, saltó Powers. Con un grito salvaje que Bosch oyó claramente y nunca olvidaría, el patrullero aterrizó en el suelo.

– ¡Verónica!

Cuando ella, Felton y el especialista se volvieron hacia el origen del alarido, Powers apuntó dos pistolas hacia ellos. En ese instante Bosch distinguió el brillo de su propia arma, la Smith & Wesson, en la mano izquierda del asesino.