– ¡Va armado! -gritó Lindell-. ¡A por ellos! ¡A por ellos!
Lindell arrancó el coche y pisó el acelerador a fondo. Aunque el vehículo avanzó a toda velocidad hacia la limusina, Bosch sabía que no había nada que hacer; estaban demasiado lejos. Harry vio cómo se desarrollaban los acontecimientos con una fascinación macabra, como si estuviera contemplando una escena a cámara lenta de una película de Sam Peckinpah.
Powers abrió fuego con ambas pistolas y los casquillos saltaban a medida que se acercaba a la limusina. Aunque Felton intentó desenfundar su propia arma, fue el primero en caer en el tiroteo. Luego le tocó el turno a Verónica, que se quedó inmóvil frente a su asesino, sin intentar correr ni parapetarse. La viuda se desplomó sobre la acera, en un lugar donde Bosch no podía verla porque la limusina se lo tapaba.
Powers seguía avanzando y disparando. El especialista soltó la caja de herramientas, alzó las manos y comenzó a alejarse de la línea de fuego. Pero Powers no le hizo caso; Bosch no sabía si el policía disparaba al cuerpo caído de Verónica o a la puerta abierta de la limusina. Entonces ésta arrancó y, después de que las ruedas giraran un segundo sobre sus ejes, comenzó a moverse, con la puerta trasera todavía abierta. Sin embargo, en seguida se estrelló contra una fila de coches aparcados y el conductor salió huyendo hacia la cafetería.
Powers no prestó atención al fugado. Al llegar al punto donde había caído Felton, dejó la pistola sobre el pecho del capitán y alargó la mano hacia la bolsa de tela, que yacía en el suelo junto a él. Al tiempo que el policía descubría que la bolsa estaba vacía, a sus espaldas se abrieron las puertas del furgón y de él emergieron los cuatro federales armados con escopetas. El agente de la camiseta grasienta se aproximaba por el lado del Cadillac, apuntando a Powers con la pistola que había escondido en el motor.
El ruido de los coches que se acercaban hizo reaccionar a Powers. El policía soltó la bolsa, se volvió hacia los cinco agentes que tenía detrás y les apuntó con la pistola que le quedaba.
Los agentes abrieron fuego antes que él y la fuerza del impacto elevó a Powers por los aires. El policía fue a estrellarse contra el capó de una camioneta que debía de pertenecer a un cliente del banco. Cayó de espaldas y perdió la pistola, que rebotó en el capó y finalmente acabó en el suelo. Los ocho segundos que duró el tiroteo fueron un infierno de sonido, pero el silencio que siguió fue aún más ensordecedor.
Powers había muerto. Felton había muerto. Giuseppe Marconi, también conocido como Joseph Marconi o Joey El Marcas, había muerto; su cuerpo ensangrentado yacía sobre la tapicería de piel de la limusina.
Cuando llegaron a Verónica Aliso, la mujer estaba agonizando. Había recibido dos balazos en el pecho y la sangre espumosa que asomaba por su boca indicaba que tenía los pulmones destrozados. Mientras los agentes del FBI se apresuraban a acordonar la zona, Bosch y Rider se quedaron con la viuda.
Verónica Aliso tenía los ojos abiertos, pero apagados. Sus pupilas se movían de un lado a otro como si buscaran algo o alguien que no estaba allí. Su mandíbula comenzó a moverse y pronunció algo inaudible. Bosch se agachó y acercó el oído a sus labios.
– Quiero… hielo -farfulló.
Bosch la miró, sin comprender. Entonces ella comenzó a hablar y él volvió a acercar el oído.
– … la acera… tan caliente. Necesito… hielo.
Bosch la miró y asintió con la cabeza.
– Ahora viene, ahora viene. Verónica, ¿dónde está el dinero?
Al inclinarse sobre ella, Bosch se dio cuenta de que tenía razón; la acera estaba ardiendo.
– Al menos… al menos no lo tienen -logró decir ella.
Entonces Verónica comenzó a toser. Era una tos fuerte y húmeda; tenía el pecho lleno de sangre y no tardaría mucho en ahogarse. Bosch no sabía qué hacer ni qué decirle a esa mujer. Era consciente de que seguramente la habían matado con sus propias balas y de que se estaba muriendo porque él había cometido un error al dejar escapar a Powers. Casi quería pedirle que lo perdonara, que ella le dijera que comprendía por qué las cosas habían salido tan mal.
Bosch desvió la mirada. En ese momento oyó unas sirenas que se aproximaban, pero Harry había visto suficientes heridas de bala para saber que Verónica no iba a necesitar la ambulancia. Bosch volvió a mirarla. Tenía la cara muy pálida y parecía a punto de desvanecerse. Cuando sus labios volvieron a moverse, su voz fue poco más que un carraspeo desesperado. Bosch no la entendió y le susurró al oído que lo repitiera.
– …jenamija…
Bosch se volvió a mirarla, perplejo, y negó con la cabeza. Ella se molestó.
– Dejen -pronunció claramente, empleando sus últimas fuerzas-, dejen… a mi hija.
Bosch la miró a los ojos mientras asimilaba la frase y, sin pensarlo, asintió con la cabeza. Entonces Verónica exhaló. Sus pupilas se apagaron para siempre.
Bosch se levantó.
– Harry, ¿qué ha dicho? -le preguntó Rider.
– Ha dicho…, no estoy muy seguro de lo que ha dicho.
Apoyados contra el maletero del coche de Roy Lindell, Harry Bosch, Edgar y Rider contemplaban a los agentes del FBI y la Metro que no cesaban de llegar a la escena del crimen. Lindell había ordenado que acordonaran todo el centro comercial, lo cual había provocado el comentario sarcástico de Edgar: «Cuando esta gente monta una juerga, nunca se quedan cortos».
Los tres detectives de la policía de Los Ángeles ya habían declarado y no formaban parte de la investigación. Habían sido meros testigos de la operación y, en esos momentos, seguían siendo simples observadores.
El agente al cargo de la oficina del FBI en Las Vegas había acudido a dirigir la investigación. Los federales también habían llevado una caravana con cuatro salas, donde estaban tomando declaración a los diversos testigos que habían presenciado el tiroteo. Los cadáveres seguían en la acera y en la limusina, aunque cubiertos con plástico amarillo: un toque de color que agradecían los periodistas que filmaban la escena desde sus helicópteros.
Bosch había logrado sacarle a Lindell un poco de información sobre lo que estaba pasando. El FBI ya había identificado el Cadillac en el que Powers se había ocultado durante al menos cuatro horas, el tiempo que el aparcamiento había estado vigilado. Por lo visto el vehículo pertenecía a un hombre de Palmdale, un pueblo en medio del desierto, al noreste de Los Ángeles. El FBI ya lo tenía fichado por participar en diversas actividades racistas, entre ellas la organización de dos manifestaciones antigubernamentales en los últimos dos Días de la Independencia. El propietario del Cadillac también había intentado recaudar fondos para contribuir a la defensa de los hombres acusados del atentado en la sala federal de justicia de Oklahoma hacía dos años. Lindell le dijo a Bosch que se había cursado una orden de arresto contra él por ayudar a Powers a planear el asesinato de Verónica.
El plan era bastante bueno. El maletero del Cadillac estaba forrado con moqueta y varias mantas. La cadena y el candado que lo cerraban se podían abrir desde dentro y los agujeros oxidados en los guardabarros y el maletero habían permitido a Powers observar y esperar hasta el momento propicio, con las pistolas listas.
El especialista en cajas de seguridad, que efectivamente era Maury Pollack, estuvo encantado de cooperar con los agentes, feliz por no haber acabado bajo aquel plástico amarillo. Pollack le contó a Lindell y a sus colegas que Joey lo había ido a buscar esa mañana; le había pedido que se pusiera ropa de trabajo y trajera su taladro. Maury desconocía el objetivo de la operación, porque nadie había hablado mucho durante el trayecto en la limusina. Sólo notó que la mujer estaba asustada.