Laura, por supuesto, esperó cortésmente a que el valet se lanzara corriendo del otro lado del capó y le abriera la puerta. Entró con la gracia innata que la caracterizaba, doblando las piernas con elegancia, con los tobillos cruzados y las rodillas arrimadas.
Él le dirigió una mirada prolongada, y esperó que ella cambiara de idea. Ella enarcó una ceja como para decir: ¿Y? ¿Vamos o no?
Como respuesta, metió primera y se dirigió a la salida.
– Ésta es la idea más estúpida que he oído jamás.
– Será divertido -dijo ella.
– ¿Qué haces? -la miró irritado, mientras ella se quitaba la chaqueta azul. La dobló prolijamente con el crisantemo por encima y la puso en el asiento de atrás. El viento le adhería la camisa al cuerpo, y dejaba ver el encaje de su corpiño a través de la delgada seda. Rayos, ¿cómo era posible que una mujer luciera tan pudorosa y tan sexy a la vez?
– No sé por qué -respondió-, pero no creo que un traje para ir a misa y un ramillete de flores sean apropiados para un salón de pool.
Brent se obligó a concentrarse en la carretera. Esto era una locura. Debía hacerla desistir antes de que los pueblerinos retrógrados que frecuentaban Snake’s pudieran echarle el ojo a Laura. Se arrojarían encima de ella más rápido que lobos sobre un corderito recién nacido.
Por el rabillo del ojo, vio que el viento había comenzado a despeinar su rodete francés. Ella levantó las manos para recoger los mechones que se habían soltado, y lo inundó una sensación de alivio. Laura Beth Morgan iba a echarle un solo vistazo a Snake’s e iba a pedir que la llevara a casa.
Sólo que, con gran horror, advirtió que no había vuelto a recoger el cabello. ¡Lo estaba soltando!
Laura intentó disimular su decepción cuando giró el cuerpo para observar el oscuro edificio separado de la ruta por un estacionamiento de grava. No tenía nada que ver con lo que había anticipado. En las pocas ocasiones en que había manejado por este camino rural de día, había intentado imaginar cómo luciría el edificio de aspecto abandonado de noche. Estridentes luces de neón iluminarían las ventanas, y el sonido retumbante de la música inundaría el aire nocturno. Las parejas estarían trenzadas en abrazos apasionados contra coches fantásticos y camionetas desvencijadas. Tal vez incluso vería a dos vaqueros ebrios salir tambaleando por la puerta de entrada para iniciar un pleito de bar. Jamás había visto un pleito de bar. Por supuesto, los únicos bares que había conocido eran los que estaban anexados a restaurantes respetables.
– ¿Y? -preguntó Brent con el tono de reproche de un hermano mayor que por algún motivo había adoptado-. ¿Ya viste suficiente?
Ella le dirigió una sonrisa de suficiencia:
– Todavía ni siquiera hemos entrado.
– Entonces, cómo no, entremos -Brent salió del auto. Ella esperó que viniera a abrirle la puerta, pero él se dio vuelta y comenzó a cruzar el estacionamiento.
– Oye, espera -salió rápidamente del auto, colgándose la delgada correa de la cartera sobre el hombro. Sabía perfectamente bien que estaba intentando que se echara atrás, pero ella estaba dispuesta a demostrarle que era más aguerrida de lo que creía.
La alarma del auto hizo sonar un gorjeo detrás de ella mientras comenzó a caminar detrás de él. Se resbaló sobre la grava y se agarró de un viejo Oldsmobile. Su padre tenía razón, realmente se torcería el tobillo con estos zapatos.
Para su sorpresa, sintió que el auto se mecía. Echó un vistazo a través de la ventana mugrienta y alcanzó a ver movimiento en el asiento trasero.
– ¿Vienes, chiquita? -llamó Brent.
Ella se apartó de un salto del auto, e intentó no sonrojarse ni reír mientras se apuraba para reunirse con él.
– ¿Por qué te ríes? -le preguntó cuando lo alcanzó.
– Por nada -se le escapó una risita.
– Laura… -dijo en tono amenazante.
– Había… -bajó la voz- gente. En el asiento trasero del auto. Ya sabes… haciéndolo.
– ¿Qué auto?
– Aquél. Allá atrás. ¡Cielos, no mires! -intentó aferrarse a su brazo, pero fue demasiado tarde.
En lugar de susurrar, como ella, él levantó la voz:
– ¿Te refieres al que tiene una pegatina en el parachoques que dice “Si este auto se está meciendo, no te atrevas a tocar la puerta”?
– ¡Breeent! -se tapó la cara con la mano. Él se rió, lo cual fue un paso adelante respecto del rostro ceñudo que había adoptado desde que salieron del club de campo-. ¿Podemos entrar de una vez?
Él dejó de reírse, y ella bajó la mano. Había adoptado de nuevo el gesto contrariado.
– Laura, escucha… -hizo una pausa-, no sé lo que intentas demostrar, pero no tenemos que hacer esto.
Anhelaba decirle que no estaba intentando demostrar nada, pero era mentira. Necesitaba demostrar, al menos a sí misma, que sólo porque su vida era aburrida, ella no lo era.
– Brent -dijo-. Tengo veintiocho años. Una edad en que la mayoría de la gente soltera está pensando en echar raíces. ¿Pero cómo voy a conseguir hacer eso, si ni siquiera sé cuáles tengo que cortar?
Él la observó con detenimiento; su rostro era inescrutable en la oscuridad.
– Me refiero a que… -se movió nerviosamente-. ¿No debería tener todo el mundo al menos una noche en la vida de la que se arrepiente?
Él suspiró con fuerza:
– Tan sólo recuerda que la que dijiste eso fuiste tú, no yo.
– Totalmente -inmediatamente le cambió el ánimo.
– Y arráncate esa sonrisa entusiasta de los labios -subió las escaleras hacia la sencilla puerta color marrón-. Cielos, he querido preguntarte qué tipo de galletas estás vendiendo este año.
– De avena -su sonrisa se ensanchó aún más.
– Entra de una buena vez -abrió la puerta de un tirón y la sostuvo para que pasara.
El olor a humo y cerveza rancia le llenó las fosas nasales al traspasar el umbral. Un silencio se adueñó del austero interior. Directamente frente a ellos, dos viejos granjeros estaban sentados en el bar, no el que había imaginado, tallado y ornamentado en madera y con un espejo por detrás, sino un sencillo bar de madera con simples taburetes de madera. Una variedad de botellas de bebidas alcohólicas abarrotaba los estantes que se hallaban detrás.
Los dos bribones, ataviados en sucias camisas a cuadros y gorras de béisbol, echaron un vistazo por encima del hombro para dirigir una mirada fiera a los recién llegados. Laura se acercó aún más a Brent.
– Hay demasiado silencio aquí dentro, ¿no te parece?
– Es temprano -dijo, cerrando la puerta tras él.
Laura miró al costado, donde dos jóvenes se inclinaban sobre una de las tres mesas de pool. Sobre cada mesa colgaban imitaciones de plástico de lámparas estilo Tiffany con logos de cerveza, y proyectaban haces de luz cargados de humo sobre la superficie de juego.
– ¿Te gustaría tomar asiento? -preguntó Brent con exagerada cortesía-. ¿O prefieres directamente un partido de pool, apostando fuerte?
– No, no, me gustaría sentarme.
Fue un gran alivio cuando la condujo hacia la derecha, donde una variedad de mesas de diferentes estilos rodeaba una diminuta pista de baile. Una máquina de discos se hallaba delante de un escenario que parecía no haber sido usado en muchos años. Brent eligió una mesa al lado de las ventanas pintadas de negro que daban al frente, alejado de las mesas con bancos corridos que se hallaban en el fondo. Mientras se acomodaban sobre las sillas de plástico rajadas, Laura se alegró de ver a otras dos mujeres cerca, aunque las mujeres tuvieran el mismo aspecto pendenciero y acabado que los hombres.
– Creo que pediré un whisky -dijo Brent-. ¿Tú qué deseas?
Ella miró fijo el bar, y deseó poder echar el cabello hacia atrás y decir algo insinuante como: “Yo beberé lo mismo, cargado y con hielo”. ¿Pero cargado de qué? Jamás había bebido whisky y ni siquiera sabía qué opciones tenía.