– Lo lamento, es sólo que no me entusiasma -por el rabillo del ojo vio a Keshia Jackson, su compañera conductora, salir de la sala de maquillaje y peinado y dirigirse al estudio-. Oye, Laura, fue grandioso hablar contigo. Me refiero a que, en serio. Tal vez podríamos salir juntos alguna vez, pero…
– Brent, espera -el pánico se coló en su voz-. Sé que este pueblo no significa nada para ti, pero es mi hogar, y siento cariño por él. No sólo por el pueblo, sino por la gente que vive aquí. Este festival es importante para nosotros.
– Me doy cuenta de ello. Pero lo que es importante para Beason’s Ferry no coincide con lo que es importante para mí. Tú deberías saberlo.
– No, no lo sabía. Siempre te importaron mucho las cosas, tanto como a mí. Pero resulta que se trata del pueblo, y entonces le das la espalda sin miramientos. ¿Cómo se supone que debo comprenderlo, Brent? No tiene ningún sentido.
– Tiene sentido para mí -apretándose el puente de la nariz, se dio cuenta de que nada había cambiado. Él y Laura seguían siendo los mismos inadaptados de siempre. Ella seguía intentando salvar el mundo, y él, enfrentándolo intrépidamente, con los hombros bien erguidos y los puños apretados.
– Lo siento -dijo suavemente.
– No -suspiró-. Soy yo quien lo siente. Por tantas cosas. No tenía derecho a pedírtelo -continuó-. Ni siquiera debí llamarte. Debí saber que jamás considerarías algo así…
– Puedes callarte -dijo. Dios, odiaba cuando se menospreciaba. Por otra parte, aunque jamás lo admitiera en voz alta, la idea de regresar a Beason’s Ferry como un héroe conquistador había sido una tentación persistente desde que se había vuelto a Texas dos años atrás. Cuando echaba a volar su imaginación, se le ocurrían todas las posibilidades, desde un desfile que le daba la bienvenida, completo con banda de música, hasta las miradas desconfiadas de los fundadores del pueblo, deseando saber qué hacía “él” de nuevo en el pueblo.
– ¿No estarás pensándolo, no? -preguntó ella esperanzada.
Él no respondió.
– Porque si lo estás, quisiera aclararte que sería sólo por un fin de semana. El primer fin de semana de abril. Si no tienes otros planes.
No los tenía, por desgracia. Cerró los ojos y sintió una gran ola de resignación.
– Puedes dedicar un fin de semana… ¿no? -preguntó en una voz suave, dulce, que lo hizo pensar en una tartaleta de duraznos servida a la sombra de un viejo roble, rodeado del perfume del césped recién cortado y de las madreselvas-. ¿Lo harías por mí?
Si cualquier otra persona que no fuera Laura le hubiera hecho tal requerimiento, habría colgado el teléfono. Pero en el fondo se dio cuenta de que deseaba regresar, aunque más no fuera para volver a verla.
– Está bien -soltó un suspiro contenido-. Lo haré. Pero con una condición.
– Por supuesto. Lo que quieras.
– Quiero que tú seas una de las solteras.
– ¡No puedo hacer eso! Sería hacer trampa.
Él sonrió:
– Ese es mi precio, muchacha. Me niego a tener que soportar toda la noche a alguna idiota sobreexcitada como Janet.
– ¿Cómo sabías que planea concursar?
– Digamos que adiviné -puso los ojos en blanco y miró el reloj. Tres minutos, dieciocho segundos-. ¿Trato hecho?
– No me voy a subir a un escenario en frente de todo el pueblo para hacer el papel de tonta.
– Oh, pero sí me lo puedes pedir a mí, ¿no? -preguntó, sabiendo que la tenía atrapada-. ¿Qué te parece, Laura? Lo haré, si tú lo haces.
– Oh, está bien -respiró con fuerza-. Pero yo también tengo una condición. Debes prometer que no me escogerás de entrada. Al menos, ten en cuenta a las otras concursantes.
– No hay problema -asintió distraído. Poniéndose de pie, se enderezó la corbata de seda-. Pero ahora, de veras debo marcharme.
– Está bien, está bien -un asomo de picardía se coló en su voz-. Haré que te llame Janet para explicarte los pormenores. Adiós, Brent.
– No, espera… -la comunicación se cortó. Miró el teléfono furioso durante un instante, y luego se rió. Laura Beth Morgan. ¿Quién habría dicho que iba a hablar con ella después de todos estos años? Se preguntó qué aspecto tendría sin la boca llena de frenillos.
Laura exhaló aliviada al colgar el teléfono. No podía creer que efectivamente había llamado a Brent Zartlich, o más bien Brent Michaels, como se lo conocía ahora. Pero, ¿qué otra opción tenía? El comité para recaudar fondos se había reunido aquella tarde. Si ella no se hubiera apurado por llegar a casa, buscar desesperadamente el número del canal en Houston, y realizar esa llamada, habría sido Janet quien lo hubiera llamado.
Laura se estremeció de sólo imaginar a Janet metiendo la pata… y a Brent rechazándola de plano. Ahora sólo debía preocuparse por el trato que le daría a Brent la gente de Beason’s Ferry cuando volviera. Su vuelta a casa no podía ser tan terrible, ¿no? Desde que se había marchado, la actitud de la gente hacia él había cambiado radicalmente. Mientras que antes la gente lo consideraba un huraño solitario, con más orgullo que inteligencia, ahora la gente se ufanaba diciendo “siempre supimos que llegaría lejos”.
La pregunta era, ¿cómo reaccionaría él ante esta nueva actitud? Sus cambios de humor podían ser tan impredecibles como el clima en Texas.
El reloj de pie en el pasillo dio cinco campanadas. Puntualmente, entró su padre, el doctor Walter Morgan, en el escritorio revestido en madera. Aunque debía valerse de un lustroso bastón negro, conservaba un porte digno. Sus rasgos severos no delataban más emoción que de costumbre, aunque ella advirtió que las arrugas alrededor de su boca lucían más profundas esa noche. Mucha gente creía que se había vuelto distante desde la muerte de su madre, pero pocos conocían la verdadera historia.
Sintió pena mientras lo vio sentarse en su sillón de cuero.
– ¿Puedo servirte algo antes de comenzar a preparar la cena? -preguntó-. ¿Un vaso de té helado?
Su padre hizo un sonido que ella tomó por afirmativo, mientras apuntaba el control remoto hacia los controles de la televisión. Nunca dejaba de dolerle la rapidez con que la hacía a un lado. Anhelaba hacer algo para que su vida fuera más fácil, más feliz. Él no deseaba otra cosa que una casa limpia, que le sirvieran puntualmente la comida, y, fuera de esto, que lo dejaran solo, sumido en veinte años de duelo a causa de su viudez.
Poniéndose de pie, alisó su falda y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo al escuchar la voz de Brent, al tiempo que su imagen llenaba la pantalla. Verlo la sacudió, como todas las noches. Aunque su cabello oscuro estaba ahora profesionalmente recortado y había subido de peso, aún tenía los ojos azules más increíbles que jamás hubiera visto, y una sonrisa irresistible.
Cómo recordaba esa sonrisa de aquellos sábados de años atrás, cuando Brent venía a cortarle el pasto a su padre. La primera vez, ella no debería tener más de diez años. Brent era mayor, trece. Lo reconoció enseguida como el niño que provenía de las afueras del pueblo, aquel de quien la gente siempre cuchicheaba. Mientras empujaba la enorme cortadora de pasto sobre la gran extensión de césped, le hizo acordar a su padre, desafiando al mundo a que le ofreciera una palabra de cariño o de ayuda.
Ésa fue la época cuando comenzó a quedarse tendida en la cama de noche, soñando con ser grande y tener hijos propios para reír con ellos y amarlos, y un marido que advirtiera el empeño que ponía en transformar su casa en un hogar.
Y en aquellos sueños su marido siempre tenía el aspecto de Brent.
Suspiró, observándolo leer las noticias mientras miraba la cámara de televisión. Ciertamente había recorrido un largo camino desde el reservado muchacho con el que las niñas de Beason’s Ferry tenían prohibido salir, pero que era considerado el más apuesto de todos. La confianza que proyectaba le había ganado la admiración que merecía, y el éxito que había alcanzado hacía que el corazón se le hinchara de orgullo.