Le gustaba que sus mujeres, cuando tenía tiempo para ellas, tuvieran experiencia, fueran sofisticadas y despreocupadas respecto del sexo. No tenía tiempo para inquietarse por cuestiones como el abuso o, Dios no lo quisiera, quebrar el frágil corazón de alguien.
No, Laura tenía razón. Lo mejor era hacer de cuenta que lo de anoche jamás había sucedido. Debía estar contento con que ella le ofreciera una solución tan fácil. De esta manera, podían conservar el recuerdo de su amistad libre de complicaciones libidinosas.
Sí, era el mejor camino a seguir.
Entonces, ¿por qué se sentía tan vacío de repente?
Tal vez fuera sólo la resaca. Lo que necesitaba era comer algo… algo más que el jugo de frutas y los pasteles que servían en la hostería. Necesitaba un plato grasiento de papas y cebollas doradas en la sartén, huevos y salchichas, servidas con un litro de café negro en la cafetería del pueblo.
Pensando en ello, se duchó, se vistió con pantalones y una camiseta de golf, y salió de la hostería por las escaleras traseras. Al girar para cruzar el estacionamiento de grava, se detuvo en seco. Inclinándose sobre su Porsche como para admirar el interior estaba el sheriff Bernard Baines.
– Maldición -masculló. Y él que creía poder fingir que lo de anoche jamás había sucedido.
El sheriff se enderezó con una sonrisa de falsa amistad:
– Buen día, Zartlich.
– Buenos días, sheriff -sin tener otra opción, Brent cruzó el pequeño estacionamiento para estrechar la mano del sheriff. El hombre siempre le recordaba al muñeco Pillsbury [1], pero con la tez morena: un enorme muñeco que había jugado de guardia izquierdo el año en que los bulldogs de Beason’s Ferry jugaron la final del estado. La torpe recuperación de Bubba Baines y el touchdown le habían ganado a los Bulldogs el título de campeones del estado. Era el motivo por el cual había logrado cierta fama que más tarde lo había ayudado a obtener el cargo de sheriff del condado.
– Me enteré de que habías vuelto al pueblo -empujó hacia atrás el sombrero de vaquero gris, y se volvió hacia el Porsche-. Vaya, qué auto bonito tienes por aquí.
Brent jamás había creído el papel que hacía de muchachito de pueblo ignorante y pobre. Bernard Baines era sumamente listo. Y Brent tuvo la impresión de que acababa de caer en el medio de una trampa perfectamente planeada.
– Dime, ¿qué tipo de motor tienes bajo el capó? -preguntó Bubba, parándose frente a él-. ¿Un dos ochenta y dos?
– No, el nueve once viene con un tres quince -respondió Brent, que prefirió no mencionar los pequeños ajustes que le había hecho para incrementar los caballos de fuerza a cerca de cuatrocientos.
– Tres quince -el sheriff silbó-. Apuesto a que un auto así puede volar en serio.
– Pasa de cero a sesenta en exactamente seis segundos, y se detiene con la misma rapidez -respondió Brent con impaciencia. Se preguntó cuánto tiempo más pensaba divertirse el hombre con él antes de que las mandíbulas de la trampa se cerraran con fuerza.
– Sabes -dijo el sheriff mientras continuaba su circuito alrededor del elegante convertible color amarillo-, resulta realmente asombroso que una de estas bellezas pase por mi jurisdicción, pero dos en un fin de semana me deja completamente atónito.
– ¿Dos? -parpadeó Brent.
– Pues, claro, ¿acaso no supiste? -Bubba le dirigió una sonrisa amplia que dejaba ver sus dientes blancos-. Todo el pueblo está hablando del convertible Porsche nueve once que anoche derrotó finalmente al Mustang de JJ en una carrera callejera. Por cierto, las dos docenas de personas que la vieron de primera mano dicen que fuiste tú quien manejaba. Pero yo creo que habían bebido demasiado. ¿Acaso no invitaste a la señorita Laura Beth anoche? Y un tipo inteligente como tú ciertamente habría tenido la sensatez de no llevar a una niña buena como Laura Beth a correr carreras cerca de Snake’s Pool Palace.
– Sí, señor -para el asombro de Brent, se dio cuenta de que el sheriff tenía la intención de perdonarlo para salvaguardar la reputación de Laura. No debió sorprenderlo. Además de proceder de una familia prominente, Laura siempre había sido el tipo de muchacha de credenciales impecables que las figuras de autoridad adoraban; mientras que Brent era del tipo al que se le aplicaba todo el rigor de la ley tan sólo por cruzar imprudentemente la calle.
– Hablando de la señorita Laura Beth… -el sheriff Baines se acercó del lado del auto donde estaba Brent y sacó un talonario de multas del bolsillo de atrás. El alivio de Brent duró lo que un suspiro-. Me ayudó a mí y a mis ayudantes a organizar una rifa para comprar uniformes de ligas infantiles para los niños de bajos recursos. Incluso consiguió que las Damas Auxiliares donaran un acolchado confeccionado a mano.
– ¿Una rifa? -Brent hizo un gesto de desconcierto al observar el talonario de multas. ¿Qué tenían que ver los uniformes de la liga infantil con la multa por exceso de velocidad? ¿Y podía el sheriff realmente hacerle una multa tanto tiempo después de los hechos, aun si tenía dos docenas de testigos?
– Como sabía que ibas a querer comprar algunas de estas rifas -Bubba levantó el talonario de multas-, pensé en ahorrarte la molestia de venir a buscarme.
– ¿Rifas? -Brent escudriñó más de cerca el talonario y casi estalla en carcajadas. No podía creer que estaba a punto de zafarse de tener que pagar por la insensatez de la noche anterior nada más que comprando algunas rifas-. Por supuesto, me encantaría comprar algunas -dijo, buscando el clip donde llevaba el dinero-. ¿Cuánto cuestan?
– Dos dólares cada una -dijo el sheriff-. O veinte dólares la docena. Por supuesto que sabiendo lo generosas que son ustedes las celebridades, me tomé la libertad de traer todo el talonario -Bubba sostuvo el talonario en alto como si estuviera presentando el primer premio en un concurso televisivo.
– Ya veo -Brent entornó los ojos al ver el talonario-. ¿Y el talonario completo cuesta…?
– Doscientos dólares.
– ¡Doscientos dólares!
– Por ciento cincuenta rifas -la sonrisa del sheriff se estiró de oreja a oreja-. Puedes pagar con cheque o efectivo. Y por supuesto es una donación desgravable.
Por un instante, Brent casi le informa al sheriff Bubba Baines dónde podía meterse las rifas. Pero provocar el enojo de un sheriff de condado jamás era buena idea. Al menos de esta manera no tendría el antecedente de una multa por exceso de velocidad, lo cual le ahorraría mucho más que doscientos dólares con el seguro. Y la reputación de Laura no sufriría menoscabo. Y ni hablar de lo que podía suceder si las agencias de noticias se enteraban de ésta. Se podía imaginar el informe en la cadena rival KTEX: reportero de noticias de KSET es multado por imprudencia riesgosa.
Tirando coléricamente de su bolsillo, Brent extrajo cuatro billetes de cincuenta dólares de su clip de dinero. En nombre de Laura, debía agradecer al sheriff por su discreción, realmente debía hacerlo, pero, por algún motivo, no lograba reunir la suficiente motivación para hacerlo.
– Con eso está muy bien -dijo el sheriff Baines, al tiempo que Brent le alcanzaba el dinero-. Los muchachos y yo agradecemos mucho tu colaboración.
– Faltaba más -masculló Brent mientras aceptaba el talonario de rifas.
El sheriff se dio vuelta para marcharse, luego volvió sobre sus pasos y su expresión se tornó más seria:
– ¿Sabes? De todas maneras, es una lástima lo que sucedió con la dulce Laura Beth.
– ¿A qué se refiere? -Brent frunció el entrecejo.
– Pues ya sabes cómo es la gente de por acá. Una vez que tienen un chisme jugoso para comentar, les gusta hablar del tema hasta agotarlo. Ahora bien, normalmente no les presto demasiada atención, pero la verdad que me duele que la gente esté diciendo cosas tan terribles sobre la chica de Morgan -los ojos de Bubba se clavaron en Brent-. Sólo me cabe esperar que, una vez que acabe todo este alboroto, no vuelva a suceder jamás una cosa así.