La furia que sentía Brent por el sheriff se extendió para abarcar a todo el pueblo… y a él mismo:
– Le aseguro que, en lo que a mí respecta, no volverá a ocurrir.
Brent le sostuvo la mirada un instante más, y luego asintió.
– Yo diría que es lo mínimo que puede hacer un hombre -comenzó a marcharse, luego se volvió-. Oh, y puedes estar seguro de que estaré a la caza del conductor de ese otro convertible color amarillo. Si alguna vez vuelve a exceder los límites de velocidad en mi condado, voy a tener que arrestarlo por conducir en estado de ebriedad. Es bastante difícil que un hombre pueda sobreponerse a una cosa así. Aunque se trate de una importante celebridad, no sé si me comprendes.
– Perfectamente bien, señor.
El sheriff Baines volvió a sonreír.
– Entonces, me voy -volvió a hacer una pausa-. Oh, sólo una cosa más.
¿Ahora qué?, casi estalla Brent.
– ¿Sí, señor?
– Tal vez te convenga revisar el capó antes de prender ese motor de lujo. A mí me parece que estás perdiendo aceite.
Brent echó un vistazo debajo del auto y vio una enorme mancha de aceite sobre el suelo justo al lado del neumático derecho. Sintió un vacío en el estómago al tiempo que se le ocurrieron un montón de posibilidades inverosímiles. ¿Había el sheriff destrozado su auto a propósito? No, Baines no haría una cosa así, pero Jimmy Joe, sí. Se tiró al suelo para mirar por debajo. Un pequeño agujero marcaba el centro de una enorme abolladura en el refrigerador de aceite.
– ¡Maldición!
– ¿Hallaste el problema? -preguntó el sheriff.
– Tengo un agujero en uno de los refrigeradores.
– Me pregunto cómo pudo suceder algo así en una ruta asfaltada.
Fastidiado, Brent miró al sheriff, que sabía perfectamente bien cómo había sucedido. Brent había chocado con una roca o se había metido en un pozo cuando se apartó de la calle asfaltada para evitar que lo atrapasen.
– Mmmmm -el sheriff Baines sacudió la cabeza-. Como decía mi madre, de un modo u otro, la gente siempre paga cuando hace algo mal. -Habiéndole dedicado estas sabias palabras, el sheriff se marchó tranquilamente.
Brent dejó caer la cabeza sobre la grava. Mirando hacia arriba al chasis aceitoso, sintió que el corazón se le partía en dos. Mi auto. ¿Cómo pude hacerle esto a mi dulce y hermoso auto?
Capítulo 10
Entre la discusión con el conductor del camión de remolque y el mecánico, ninguno de los cuales parecía saber cómo tratar a un auto con reverencia y respeto, Brent apenas tuvo tiempo para grabar un par de citas jugosas en la plaza de los tribunales. Trozos de esas entrevistas pregrabadas serían transmitidas como publicidad a lo largo del día… menos las preguntas irritantes que la gente que entrevistaba le hacía una y otra vez respecto de Laura Beth y la carrera de autos de la noche anterior. Por supuesto, ahora incluso sus colegas en el trabajo estaban enterados de la carrera, pues eran ellos quienes editaban la grabación.
¿Cómo se supone que iba a fingir que lo de anoche no había sucedido cuando ya estaba enterada la población de tres condados?
Al cabo del final de la tarde, había perdido toda la concentración. Se paró en la cima de la colina que daba al parque e intentó redactar un simulacro de noticia antes de que las cámaras comenzaran a rodar. Quince minutos antes de la hora prevista, aún no había escrito su presentación.
– Oye, Michaels -le gritó Jorge, el camarógrafo-: La señorita Rosenstein quiere que hagas una prueba de sonido.
Brent levantó la vista de sus notas para calzarse el dispositivo de audio en la oreja. Uno similar se ajustaba en la oreja del camarógrafo, pero estaban en frecuencias diferentes para que el productor pudiera hablarles juntos o por separado.
– Michaels, ¿estás ahí? -la voz áspera de Connie le perforó el tímpano.
– Esperando ansioso -respondió Brent, y realizó la prueba de sonido automáticamente.
Cuando Connie apagó su audífono para hablar con Jorge, Brent dejó vagar la mirada hacia el clubhouse del parque de la ciudad. Podía ver a Laura a través de la ventana de la cocina. Ya había estado allí cuando él llegó al parque media hora antes. Su primer impulso fue correr y preguntarle cómo estaba sobrellevando las cosas luego de la violenta embestida de lenguas de la noche anterior. Pero temió que si intentaba acercarse a ella en público, todo el pueblo haría silencio para intentar escuchar lo que se decían.
La idea le hizo hervir la sangre. ¿Cómo era posible que gente normalmente respetuosa tuviera tanta necesidad de emoción como para transformar el único desliz de Laura en una noticia de primera plana?
Cielos, odiaba este pueblo. Lo odiaba con tanta pasión como hace catorce años. Deseó poder hacer ahora lo que había hecho entonces: meterse en el auto y alejarse sin mirar atrás. Sólo que su automóvil había sido tomado de rehén en un taller mecánico por una sarta de idiotas que aseguraban que no estaría listo hasta dentro de una semana, tal vez, dos.
– Michaels -la voz de Connie se oyó otra vez por su audífono-. Repasemos tus líneas.
Como si tuviera alguna. Decidiendo improvisar, Brent levantó el micrófono para que tanto Connie en la estación como el camarógrafo delante de él pudieran escucharlo:
– Está bien, Jorge, comienza con una toma de cerca. Comenzaré diciendo: “Durante los terribles días que siguieron a la caída del Álamo, la milicia texana huyó buscando refugio en Louisiana con las tropas de Santa Anna pisándole los talones. Directamente en el camino de ambos ejércitos se hallaba el pueblo fronterizo de Beason’s Ferry”. En ese momento, aléjate y enfoca a mi izquierda para mostrar a la multitud sentada sobre la ladera detrás de mí. Cuando comience a hablar de la recreación como la reunión anual, acércate a la cabaña que está en la base de la colina.
– ¿Te refieres a esa pila de troncos que acaban de embeber en querosene? -preguntó Jorge con un ojo puesto en el visor.
Brent le dirigió una mirada impaciente. Lo único que le faltaba: un camarógrafo con un sentido del humor.
– Eso mismo, acércate a los troncos dispuestos en forma de cabaña.
Como preámbulo a la recreación, un hombre y un niño, vestidos en camisas blancas infladas por el viento y pantalones a la rodilla, simulaban trabajar en un “campo” alrededor de la cabaña. Más cerca de ésta, una mujer en delantal y un vestido a cuadros colgaba la ropa mientras una pequeña jugaba descalza. Una muñeca, que desempeñaba el excitante papel de bebé de la mujer, dormía plácidamente sobre una frazada, indiferente a la obra de teatro que estaba a punto de representarse.
– Está bien, Jorge, cuando diga la palabra “heraldo”, quiero que te acerques a la colina detrás de la cabaña.
– Un momento, Jorge -interrumpió Connie-. Michaels, salvo que vaya a aparecer realmente el heraldo mientras hablas, esto se va a poner aburrido demasiado pronto si no hay gente en la toma. Jorge, mantente atrás lo suficiente como para que Brent permanezca en la imagen durante toda la toma. Mientras estemos pagando una fortuna por esa guapísima cara, más vale que la usemos.
– Lo que digas -respondió el muchacho.
Acostumbrado a este tipo de comentarios sobre su aspecto, Brent procedió a describir sin pausa de qué manera el heraldo aparecería galopando por encima de la colina, gritando que los mexicanos estaban justo detrás de él.
– Después de advertir a los colonos -dijo-, el jinete se marchará a toda prisa para prevenir a la siguiente granja, mientras el hombre y el muchacho abandonan sus herramientas en el campo. La madre recoge a las hijas en sus brazos y huye a pie. Viajarán hacia el este, a Louisiana, que, en aquella época, era la puerta de entrada más cercana del estado mexicano de Texas a los Estados Unidos.