Se le cerró la garganta:
– Adiós, papá -logró susurrar antes de cruzar el umbral y cerrar la puerta tras de sí.
Enjugándose las mejillas, Laura condujo el auto de Brent por First Street hacia la salida del pueblo. Sus ojos llorosos hacían que la dirección y los frenos sensibles fueran aún más difíciles de manejar. Al diablo con este auto y con todas sus mañas. ¿Por qué tenían que tener los hombres autos tan sensibles como sus egos? Al diablo con todos los hombres, y al diablo también con su padre.
Bueno, en realidad, al diablo con su padre, no. Al diablo con sí misma por dejarse afectar por sus palabras. Sabía que haría una escena antes de irse. Sólo que no había anticipado que sacaría a relucir el tema de su madre. Había sido un golpe bajo.
Al llegar a la autopista, condujo el auto a una velocidad constante. Un vistazo en el espejo retrovisor confirmó que se le había corrido el rímel. Masculló algunas maldiciones y se llevó un pañuelo a la cara para limpiar las manchas. Se suponía que éste era su gran día: su emancipación. Y en lugar de celebrarlo, el llanto le estaba arruinado el maquillaje.
Al diablo con eso, decidió. Su padre sólo le podía arruinar el día, si ella se lo permitía. Acomodándose en el asiento anatómico, se dejó llevar por la sensación de la ruta a través del volante.
Le gustaba bastante esta imagen de sí misma, corriendo a Houston en un Porsche para reunirse con un apuesto hombre. En cuanto al día, no podía haber elegido uno mejor: el sol fulguraba en lo alto de un cielo sin nubes, y una profusión de flores silvestres florecía a la vera de la autopista. Ahora sólo necesitaba la música adecuada.
Con un ojo en el camino, revolvió la ecléctica selección de CD de Brent, que incluía desde rhythm and blues hasta rock. Después de apartar los temas más livianos, eligió algo para crear el clima que quería: ZZ Top [2].
Mientras intentaba sacar el disco del estuche, un auto pasó zumbando por el carril rápido como si ella estuviera parada. Se sobresaltó con el sonido y miró hacia abajo al velocímetro. Señalaba setenta millas por hora, exactamente el límite de velocidad. Cualquiera pensaría que ya era lo suficientemente rápido. Pero al meter el CD en el reproductor, una camioneta se acercó detrás de ella tan rápido, que temió que la chocara, antes de que zigzagueara al otro carril y pasara volando al lado de ella.
¡Maldición! Presionó una mano sobre el corazón que le latía con fuerza, y luego se rió de sí misma por ser tan temerosa. Si la vida transcurría así de rápido fuera de Beason’s Ferry, entonces tendría que acostumbrarse a ello.
Buscó en la cartera y halló sus anteojos de sol, se los puso, y se deslizó hacia abajo en su asiento. Con la voz de Billy Gibbons cantando a voz en grito el comienzo de Gimme All Your Lovin, apretó el acelerador a fondo.
Estaba cansada de ser la conductora más lenta de la ruta.
Capítulo 12
Sus ojos se agrandaron por la sorpresa al girar en la calle que conducía a la casa de Brent. A una cuadra de Westheimer, entre las residencias prestigiosas de Kirby y Shepherd, había un mundo que jamás pensó que existía. Aunque se había criado oyendo a la gente hablar sobre los “pintorescos barrios antiguos”, jamás los había visto. Cuando había venido a la ciudad en ocasiones anteriores, había ido directo a la Gallería [3], o a algún otro destino sobre las calles principales, y luego de vuelta a casa. Pero aquí, en esta calle lateral, en uno de los barrios más sofisticados, descubrió el corazón romántico del Viejo Houston.
Deslizando el auto por el asfalto matizado de sombras, admiró el tapete verde del césped, los canteros coloridos de flores y las majestuosas mansiones de dos pisos. Detrás de las paredes de ladrillo, alcanzó a ver garajes y los reflejos azules de las piscinas.
Encontró la dirección que Brent le había dado al girar en la esquina al final de la calle. Era una casa más pequeña que las otras… un chalet, en realidad… enclavado entre una hilera recién construida de casas adosadas y la imponente pared de una mansión. Un chalet bastante grande, advirtió, al zanjar la magnolia que daba sombra al jardín delantero y ocultaba parcialmente el techo a tres aguas.
Estacionó en el camino de entrada, y revisó las indicaciones para estar segura de que ésa era la casa. Desconocía el motivo, pero no imaginaba que Brent pudiera ser dueño de una casa que podría haber embellecido las páginas de Southern Living. Un departamento de acero y metal en un rascacielos, sí. Un chalet campestre, no.
Pero al levantar la vista, Brent salió a la entrada y nadie parecía más a gusto en su casa que él. Vestido en pantalones color canela y una camisa de polo, daba toda la impresión de pertenecer a una familia adinerada, como si hubiera nacido sobre esta misma calle entre una fortuna silenciosa y las azaleas en flor.
– La encontraste -llamó a voces mientras ella descendía del auto. Su cálida sonrisa disipó cualquier duda que podría haber conservado sobre su venida a Houston.
– Por supuesto -inhaló profundamente para tranquilizar las furiosas palpitaciones de su corazón-. Tus indicaciones fueron perfectas.
Al llegar al auto, él hizo una pausa, como si quisiera tocarla pero no estuviera seguro de hacerlo. Miró de soslayo al Porsche.
– ¿Tuviste algún problema con el auto?
– Ninguno -un impulso de picardía la llevó a agregar-: Bueno, excepto por la multa que me dieron por exceso de velocidad al pasar por Katy.
– ¿Multa por exceso de velocidad? -dijo distraído, mientras seguía buscando indicios de algún daño.
– Le dije al policía que te enviara la multa, por ser tu auto.
Levantó la mirada, confundido, y luego despejó la frente:
– Pequeña mentirosa -se rió-. No te hicieron una multa.
– No -ella sonrió. Pero debieron hacérmela.
Ahuecando su rostro en sus manos, le dio un rápido beso y se echó hacia atrás, pero volvió para rozarle con suavidad los labios, y luego una y otra vez, cada vez durante más tiempo. Para cuando levantó la cabeza, ella se sentía a punto de desfallecer.
– Me alegra que hayas venido -dijo con la voz ronca y queda.
– Mmm -un tibio resplandor pareció surgir bajo su piel cuando abrió los ojos-. Yo también.
– Aunque debo admitir que estoy un poco sorprendido.
– ¿Sorprendido?
Encogió los hombros:
– Casi esperaba que tu padre sacara un as de la manga a último momento. Ya sabes, alguna emergencia de vida o muerte para evitar que vinieras.
– No -el resplandor de su rostro se atenuó-. Nada de vida o muerte.
Él la miró, entornando los ojos:
– ¿Qué hizo?
– Nada -insistió.
– ¿Laura…?
– Nada de lo que quiera hablar, ¿está bien?
Por un instante, pareció que iba a comenzar a discutir, pero luego cambió de idea.
– Está bien -se aflojó y señaló hacia la casa-. ¿Y? ¿Te gusta?
Miró detrás de él, a la casa de ladrillo rojo con molduras blancas y postigos negros.
– Me encanta.
– ¿En serio? -una sonrisa de chiquillo le iluminó el rostro-. A mí también. Pero aún necesita muchos arreglos.
– Las casas antiguas siempre necesitan arreglos.
– ¿Qué te parece si te hago la visita guiada antes de decidir lo que haremos esta noche?
– Buena idea -sintió un cosquilleo de calor en el estómago al tiempo que él la conducía por el camino de ladrillo hacia la entrada. Para su sorpresa, se sintió más nerviosa que durante la primera “cita” con él. Es cierto, aquello había sido arreglado de antemano. Esta noche estaba con Brent porque él la había invitado motu proprio.