– Así que, eh, ¿a qué hora te espera Melody? -le preguntó, subiendo las escaleras de la entrada. Ella lo miró de reojo. ¿Estaría él tan nervioso como ella?
Ella se obligó a adoptar un tono despreocupado:
– Dijo que no había apuro.
– Excelente -su sonrisa, y el significado sutil detrás de esa única palabra, envió una oleada de calor por todo su cuerpo, aun cuando lo precedió entrando en el fresco interior de la casa.
– Oh, cielos -exhaló, seducida por la belleza masculina y la sobria elegancia de la decoración.
Luces empotradas iluminaban cálidamente los pisos de madera, las suaves paredes color marrón, y las molduras blancas. En la sala a la derecha y en el comedor formal a la izquierda, alfombras orientales agregaban toques de color que contrastaban con las oscuras antigüedades.
– Hay un par de dormitorios arriba -explicó, haciendo un gesto hacia las escaleras-. Empleo uno de oficina y el otro de sala de pesas.
Los ojos de ella no pudieron dejar de advertir los resultados de esas pesas mientras él la conducía a través del comedor. Se le hizo agua la boca al observar su estrecha cintura, sus nalgas firmes, y los muslos corpulentos que se movían debajo de su ropa.
Del otro lado del comedor, entraron en la cocina. Con los ojos aún puestos en Brent, apenas advirtió las cacerolas de cobre que colgaban sobre una isla de madera maciza, la cocina empotrada en el ladrillo rojo, o las hierbas plantadas en una ventana encima de la pileta. Prestó más atención a la textura de su voz que a sus palabras.
– Y ahora, mi cuarto favorito -anunció.
Pasó a través de una segunda puerta, y extendió el brazo:
– La sala de estar.
Luego de recuperar el sentido, entró en una habitación que rezumaba masculinidad. Rústicas vigas, una chimenea de piedra, y muebles de cuero le daban al cuarto un aire de lodge de montaña. Las luces en riel hacían resaltar audaces pinturas del impresionismo de Santa Fe. Sobre la mesa de centro, candelabros de hierro forjado sostenían velas que jamás habían sido prendidas. La habitación era perfecta. Casi demasiado perfecta, pensó al advertir las Architectural Digest desplegadas sobre una mesa auxiliar.
El sonido de una cascada la atrajo hacia las ventanas que daban al patio. Muebles de palo colorado estaban dispuestos ajustadamente en torno de macetas con flores. Un pequeño jardín de agua borboteaba. Parecía el escenario para una sesión de fotos: hermoso para mirar pero no completamente real. Descartó la descabellada idea.
– Debes hacer fiestas maravillosas.
– En realidad -titubeó-, eres la primera persona a la que invito.
Se volvió hacia él, interrogándolo con la mirada.
Él metió las manos en los bolsillos:
– Hace rato que quiero invitar a algunas personas del trabajo. Tal vez cuando termine de descolocar y volver a pintar las molduras en el comedor.
– Brent -sacudió la cabeza-, si esperas hasta terminar todo, jamás invitarás a nadie. Sé lo que te digo, he vivido en una casa antigua toda mi vida.
– Lo sé -encogió los hombros-, pero todavía hay tanto que hacer, aunque ya está completamente transformada.
Ladeando la cabeza, lo miró divertida.
– ¿Qué? -él se movió nerviosamente, algo que rara vez lo había visto hacer.
– Tú -sonriendo, caminó hacia él-. ¿O acaso te olvidaste de lo que dijiste cuando te pedí que ayudaras con el Tour de las Mansiones? -cuando no respondió, ella hizo más grave la voz para imitar la suya-. Restaurar casas antiguas no es una causa que valga la pena.
– ¿Dije eso?
– Sí, lo dijiste -tocó su mentón con la punta del dedo.
– Supongo que lo que quise decir es que no es una obra de beneficencia que valga la pena. Yo, por mi parte, no le estoy pidiendo a nadie que me dé dinero. Lo hago por mí y, bueno, por la casa -lanzó una mirada a su alrededor-. No te imaginas lo venida abajo que estaba. Aun en medio de todas las demás casas restauradas, nadie parecía darse cuenta del potencial que tenía. Eso, o la consideraban muy pequeña como para tomarse el trabajo de hacerlo -le dirigió una rápida mirada, y se sonrojó-: Olvídalo. Es difícil explicar.
– Brent -agachó la cabeza para mirarlo directamente a los ojos-. Lo entiendo. Perfectamente.
– Gracias -le besó la frente.
– Bueno -dijo alegremente-, ¿qué tienes planeado para esta noche?
– Pues, a ver… -la atrajo levemente hacia sí-… podemos salir para ver una película y cenar, o quedarnos aquí para ver una película y cenar.
– Oh, ya entiendo -se rió mientras le hociqueaba el cuello-. Me engañaste para que viniera hasta aquí sólo para que te preparara una cena casera, Pues, olvídalo, querido -presionó una mano sobre su pecho y lo miró con severidad-. Estoy en huelga oficial de cocina durante los próximos días.
– En realidad, yo iba a cocinar para ti. ¿Qué te parece algo seudoitaliano?
Ella estrechó la mirada:
– ¿Estás hablando de cocinar, no es así? ¿No de levantar el teléfono y pedir una pizza?
– Qué comentario tan machista.
– Sólo deseaba estar segura.
– Bueno, señorita sabelotodo, ¿qué te parece carne al vino tinto y fettuccine con salsa verde?
Su cara se iluminó:
– Me parece fantástico.
– Qué bueno, porque ya tengo la carne marinada en el refrigerador. Pero tendremos que ir al supermercado. Me acabo de quedar sin cebollín y corazones de alcaucil.
– Encantada -sonrió asombrada, decidiendo que le gustaba este costado inesperadamente doméstico de Brent. Le gustaba mucho.
Dado que el día estaba soleado pero fresco, Brent bajó el techo del Porsche y tomó la “ruta panorámica” al supermercado. Quería mostrarle a Laura todas las mansiones espectaculares del otro lado de Kirby de donde él vivía.
– No es que yo me pueda dar el lujo alguna vez de comprar algo así -dijo-. Pero son hermosas para ver.
– ¿Realmente te gustaría algo tan grande? -parecía un tanto horrorizada por la idea.
– Claro -respondió-. ¿A quién no?
Ella sacudió la cabeza:
– Después de todos estos años de vivir en la casa de mi padre, lo único que quiero es un lugar que sea mío. Puede ser una mansión o un rancho, no me importa -él observó el viento enredarle el cabello mientras escudriñaba las casas. Tenía una extraña mezcla de satisfacción y añoranza que ahora advirtió siempre había existido. Lo que deseaba parecía tan sencillo, y, sin embargo, estaba más allá de su alcance.
Volviéndose hacia el camino, adoptó un tono burlón para restarle solemnidad al momento:
– Siempre que la choza tenga un cerco de estacas y un par de niños en el jardín, ¿no es cierto?
– Tal vez -le dirigió una sonrisa oblicua-. Aunque la vida es algo más que el matrimonio y los niños, ¿sabes?
Para su sorpresa, su sonrisa dejó entrever un destello malicioso. El pulso se le aceleró al evocar lo que había sucedido la última vez que habían estado solos en este mismo auto. Su mirada revoloteó sobre las piernas delgadas que había intentado ignorar. Expuestas por su falda de denim color caqui, lucían provocativamente suaves… y desnudas de todo salvo de un bronceado. Como si lo quisiera provocar adrede, cruzó las piernas con un movimiento lento y sensual que lo hizo sonreír.
Tal vez salir con Laura no terminara siendo un desastre, después de todo. Parecía perfectamente preparada para manejar una relación temporaria. Volviéndose hacia la ruta, se permitió disfrutar del suave zumbido de tensión en su entrepierna.
Cuando regresaron a la casa, Laura se sentó de piernas cruzadas sobre una banqueta en la cocina de Brent, mientras éste preparaba la comida. El reproductor de CD en la sala de estar enviaba una selección de melodías roncas y melancólicas a toda la casa. Dando pequeños sorbos a la copa de vino que él le había servido, lo observó fascinada.