– Sí, mucho -se volvió y le sonrió.
Y en ese momento se dio cuenta de que lo amaba. Lo amaba de verdad. No era un capricho infantil con el muchacho más apuesto del pueblo, sino el amor profundo que siente una mujer por un hombre. Amaba su seguridad y disciplina, su integridad y su motivación.
Al escucharlo hablar sobre sus sueños, anheló que fuera feliz, tanto como que correspondiera su amor. No sabía si alguna vez sentiría esta irresistible atracción del corazón hacia ella. Pero por el momento era suficiente estar aquí, sentada en silencio a su lado, escuchando su voz y creyendo en la posibilidad de compartir aquellos sueños.
– ¿Te das cuenta? -dijo, riéndose de sí mismo-. Parezco Clark Kent: verdad, justicia y el estilo norteamericano.
Para su sorpresa, sus mejillas se sonrojaron de vergüenza.
– No -insistió ella, y levantó la mano a su mejilla-. Eres excepcional.
El instante en que su mano lo tocó, la mirada de él se clavó en la suya. La duda en sus ojos le dio el coraje para no echarse atrás. Había tantas cosas que le colmaban el corazón, anhelando ser expresadas, pero sabía que si lo hacía, sus sentimientos lo atemorizarían.
– Algún día -dijo en voz queda-, sé que serás un jefe de prensa maravilloso.
El aire quedó en suspenso entre ellos. Él levantó la mano para tocarle la cara. Por un instante, ella pensó que él podía ver todo lo que sentía reflejado en sus ojos. Pero al inclinarse hacia ella, sus ojos se cerraron, y sólo pudo sentir.
El roce de sus labios sobre los suyos fue como una pregunta susurrada, y respondió con un suspiro. Su mano tembló mientras las yemas de sus dedos trazaron un suave camino desde su mejilla hasta su cuello, y ella tembló a su vez.
Deseaba esto… oh, sólo ella sabía cuánto. No importa lo que sucediera en el futuro, esta noche sería suya para siempre. Se inclinó hacia él, manifestándole con la urgencia de su boca lo que no podían decir sus palabras. El cuerpo de él se tensó un instante, titubeando antes de que su lengua se hundiera en su boca, gozando de lo que ella ofrecía en abundancia. Cuando acarició sus brazos y su pecho, sus músculos se endurecieron bajo sus caricias, y su propio cuerpo se tensó en respuesta.
Su boca abandonó la suya, buscando desesperadamente su cuello, y deteniéndose al encontrar la barrera de su blusa. Ella arqueó la espalda para invitarlo a descender, pero él no respondió.
Cuando levantó las pestañas, lo halló con la mirada clavada en su cuerpo, su rostro surcado por la preocupación, como si librara una batalla interna. Gimió al volver a posar su boca sobre la suya, dura y exigente. Ella se abrió la blusa con manos temblorosas. Él ya no necesitaba más aliciente para deslizarla sobre el sillón.
Ella acogió su peso y la dureza de su entrepierna que apretaba su muslo. Su mano se extendió sobre sus costillas. Su pecho agonizaba de anticipación, pero él no hizo nada por tocar los pezones que se fruncían contra el encaje de su corpiño. Un gemido escapó de su garganta, cuando profundizó el beso, suplicando que la tocara.
Los labios de él se apartaron, y ella oyó sus jadeos:
– No. Espera. Detente.
Ella parpadeó mirándolo, demasiado aturdida para comprender.
¿Había interpretado mal su atracción? ¿O habría cambiado de opinión durante el beso?
– Lo siento, yo…
Ella intentó tomar la blusa para cubrirse, pero la mano de él la detuvo. Cuando lo miró a los ojos, vio el deseo atormentado en lugar del rechazo.
– ¿Tienes idea de cuánto te deseo en este momento? -dijo.
Una sensación de alivio se derramó sobre ella:
– Esperaba que fuera así -esbozó una tímida sonrisa-, pues yo también te deseo.
Con un gemido, atrapó sus labios, provocando y saboreando. La mano de él se deslizó hacia abajo sobre su falda, y luego subió por su muslo desnudo. Ella tembló al sentir que sus dedos se deslizaban bajo su ropa interior para ahuecar y apretar sus nalgas. Pero cuando ella presionó los labios contra los suyos, él se apartó.
– Espera -dijo con voz ronca, arrancando su boca de la suya-. No podemos seguir.
– ¿Por qué? -lo miró extrañada.
– Porque… -una arruga se formó entre sus cejas y su mirada descendió a sus pechos descubiertos a medias-. No te invité acá para una aventura de una noche.
– Y yo tampoco vine aquí para eso -acalló iguales dosis de incertidumbre y frustración. Anhelaba decirle que lo había esperado toda la vida, y no veía por qué debía seguir esperando-. Brent -suspiró, ahuecando su rostro en sus manos para que la mirara-. Prácticamente nos criamos juntos. ¿Estaría tan mal saltear la etapa de conocimiento preliminar?
Soltó una carcajada:
– Jamás sé qué esperar de ti -inclinándose, besó sus labios, con suavidad, con dulzura. Ella levantó los brazos para atraerlo hacia sí.
– No -se apartó, sonriendo-. Si vamos a hacer esto, hagámoslo bien.
Antes de que pudiera comprender lo que sucedía, él se puso de pie y la ayudó a pararse al lado de él. Su blusa se abría, y ella levantó la mano para cerrarla. Él la detuvo, y tomó su mano, acercándola a su boca.
– Aun con poca antelación, puedo disponer de algo más romántico que el sofá.
Al parecer, cuando se puso de pie, su intrepidez quedó de lado, pues sus palabras la hicieron ruborizarse. Intentó agachar la cabeza, pero él le levantó el mentón, reprendiéndola con una sonrisa:
– Jamás sientas vergüenza por aquello que te da placer.
Con la mano de ella aún ahuecada en la suya, caminó hacia atrás, conduciéndola por una puerta a través de la cual todavía no había entrado. Empujó la hoja montada en goznes silenciosos, y ésta se abrió revelando la recámara principal. En medio de las sombras azuladas, apenas entrevió la enorme cama. Los cuatro postes de metal se elevaban casi hasta el cielo raso. La sobria masculinidad la atraía como un antro de placer prohibido.
Hace un instante había querido entregarle todo a Brent, sin reservas. Pero esto parecía diferente, por algún motivo. Más calculado. El pecado que su padre había nombrado.
Sintió los ojos de Brent, mientras la observaba, sintió que se echaba atrás, de un modo intangible.
– Laura -suspiró, apartando el cabello de su frente hacia atrás-. No tenemos que…
– No -sus ojos se abalanzaron sobre los suyos, al tiempo que la necesidad y la incertidumbre luchaban en su interior. ¿Y si entregarse a él terminara ahuyentándolo? ¿Y si su cuerpo no lo satisfacía? Pero, ¿y si esta noche era todo lo que tenía?
Respiró hondo, para armarse de valor:
– Te deseo -cuando la duda permaneció en sus ojos, ella ahuecó su mano con la mano que tenía libre-. Y deseo esto.
La tensión en su rostro se diluyó, al tiempo que le dio un breve beso, luego la condujo al centro de la habitación.
– Espera aquí -dijo, y fue a la cómoda para buscar algo en un cajón. Al observarlo en la oscuridad, posó una mano sobre su estómago para aquietar los nervios.
Raspó el fósforo, y una diminuta llama comenzó a brillar. La acercó a la mecha de una vela, y un romántico destello inundó la habitación. Por encima de la luz parpadeante, observó su reflejo en el espejo del tocador, una presencia fantasmal más que real, dorada y blanca, flotando en la oscuridad.
Él se movió para pararse detrás de ella, como si fuera parte de las sombras más que de la luz. Era mucho más alto, ancho y sólido que ella, y abrumadoramente masculino. Lo observó, paralizada, deslizar la blusa de sus hombros. Flotó hacia abajo y desapareció como una preocupación olvidada.
Sus manos temblaron al descansar sobre sus hombros. Ella lo observó en el espejo agachar la cabeza. Sus labios firmes se posaron sobre su cuello en el instante mismo en que sintió su blandura. La realidad de su piel contrastaba dulcemente con la ilusión reflejada en el espejo, confundiendo sus sentidos. Sus ojos se cerraron lentamente, y se apoyó sobre él, absorbiendo la sensación de su cuerpo duro y sus manos tiernas. Ella sintió que su corpiño se tensaba y se aflojaba, y lo imaginó siguiendo el derrotero de la blusa, desapareciendo lentamente como la neblina a la luz de la Luna.