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– Laura -le dio otro apretón en la mano-, sabes que encontrar un empleo lleva tiempo.

– Lo sé -miró hacia abajo a sus manos entrelazadas, ocultando sus ojos tras sus pestañas-, pero el primer doctor echó un vistazo rápido a mi solicitud y me hizo a un lado.

– Es evidente que el hombre era un idiota.

– Y el segundo doctor ni siquiera se preocupó por acudir a la cita. Hizo que una de las enfermeras tomara mi solicitud y me dijera que se pondrían en contacto conmigo si estaban interesados.

– Otro idiota.

– No pueden ser todos idiotas -dijo en voz queda.

– ¿Puedes dejar de tomarte esto tan personalmente?

– Tienes razón, tienes razón -respiró hondo y levantó la mirada al edificio de veintidós pisos con sus feas escaleras de metal y puertas abolladas que se abrían a un descanso exterior-. Pero nunca encontraré un empleo si me quedo aquí afuera.

– Sólo una cosa -dijo él, mientras ella tomaba su cartera y alcanzaba la manija de la puerta-. No tienes que aceptar el primer empleo que te ofrezcan, ¿sí?

Ella sonrió:

– Tan sólo esperemos que me ofrezcan uno.

– Te lo ofrecerán -él sonrió abiertamente.

– Gracias -le besó la mejilla-. Ahora, deséame suerte -con esas palabras, se bajó del auto y cruzó el estacionamiento.

Él mantuvo su sonrisa hasta que subió las escaleras y desapareció a través de una puerta en el segundo nivel; luego soltó el bufido que había estado conteniendo. Si le daban este empleo, se pegaba un tiro. La mujer ni siquiera tenía derecho a entrevistar a alguien en un barrio como éste. Jamás debió animarla a mudarse a Houston.

Pero ahora que estaba aquí, lo menos que podía hacer era verla bien instalada. Así, cuando rompieran la relación, no se tendría que preocupar tanto por ella. Y aun después de anoche, sabía que romperían. Era inevitable. Sus relaciones con las mujeres jamás duraban.

Mientras esperaba que terminara su entrevista, se preguntó cuánto tiempo estarían juntos… y cómo lo manejaría él cuando ella lo dejara. Las pocas rupturas anteriores que había sorteado no habían sido tan terribles. Hubo gritos, algunas furiosas acusaciones sobre su resistencia a comprometerse con una relación, seguidas por un portazo o dos. Después de lo cual había suspirado aliviado y se había concentrado en el trabajo.

Tal vez Laura tendría más paciencia con su inhabilidad de acercarse a una mujer. Tal vez comprendería, porque sabía cuál era el motivo que había detrás: temía el abandono porque su madre lo había abandonado de niño. Un estudiante de psicología de primer año se podía dar cuenta sin siquiera abrir un libro.

Las mujeres necesitaban un compromiso emocional. Lo merecían. Pero él no podía ofrecerlo. Cuando se daban cuenta, lo dejaban.

Tal vez debiera explicárselo a Laura. Sólo que, si lo hacía, tal vez se marchara en el acto en lugar de dentro de unos meses. Aunque fuera egoísta, anhelaba esos pocos meses. Planeaba disfrutar cada momento. ¿Tan mal estaba?

Echó un vistazo otra vez al edificio de oficinas, preguntándose cuánto demoraría la entrevista. Las primeras dos habían terminado incluso antes de que se acomodara para esperarla. Pasaron varios minutos mientras observó el tránsito y se fijó en su reloj cinco veces. Tal vez debería entrar y asegurarse de que estaba bien.

Justo cuando tomaba la manija para abrirla, ella reapareció en el balcón del segundo piso. En el instante en que se dio vuelta, con una sonrisa radiante, él juró que pudo sentirla hasta el otro lado del estacionamiento. Su cuerpo, que debió de estar completamente satisfecho después de la noche anterior, adoptó el estado de alerta.

Sacudió la cabeza ante la reacción física que sentía por el solo hecho de verla correr escaleras abajo y precipitarse hacia él.

Laura resistió el deseo de gritar mientras cruzaba a toda carrera el pavimento resquebrajado hacia la parcela de sombra en donde Brent había estacionado. La entrevista había salido muy bien. Muy bien. Lo presentía. En el mismo instante en que le estrechó la mano al doctor Velásquez, sintió que congeniaban. El pediatra era de estatura baja con manos delicadas y la voz baja, pero percibió una fortaleza de carácter que exigía respeto. Para una madre, no podía haber un médico mejor para sus hijos, y Laura no podía imaginarse un mejor jefe.

Saltó en el auto, se inclinó y le dio un beso a Brent en la mejilla:

– ¿Adivina?

Su rostro se puso rígido:

– Te dieron el empleo.

– Tal vez -sintió su propia sonrisa radiante-. La entrevista salió bien. Muy, muy bien.

– ¿Y? -sus labios parecían petrificados en una sonrisa, pero después de la mañana que había tenido, probablemente no quería hacerse demasiadas expectativas.

– No lo sabré hasta dentro de un par de días. El doctor Velásquez dijo que tiene que entrevistar a otra gente. Pero creo que lo tengo. Al menos, eso espero.

– Laura… -la miró fijo como si se hubiera vuelto loca-. Realmente no tienes que aceptar el primer empleo que te ofrecen.

– Lo sé. Pero deseo este empleo. Me gusta mucho el doctor Velásquez, y también te gustará a ti cuando lo conozcas.

– Si tú lo dices -farfulló mientras prendía el motor.

Ella lo observó en silencio salir manejando del estacionamiento.

– ¿Te sientes bien?

– Claro, estoy bien -cuando la miró de reojo, su mirada no llegó a encontrarse con la suya.

– ¿Estás seguro? -insistió ella.

– Por supuesto -dijo él-. ¿Por qué no habría de estarlo?

– No lo sé. Sólo pensé que estarías más contento por mí, es todo.

– Estoy contento por ti -insistió él, con más fuerza de lo que debiera. Luego, se retractó y suspiró-: Es que tengo demasiadas cosas en la cabeza, es todo.

– ¿Oh, sí? -ella ladeó la cabeza para mirarlo a los ojos-. ¿Hay algo de lo que quieras hablar?

Haciendo caso omiso a su pregunta, se metió en el tránsito:

– ¿Qué calle dijiste que debo tomar?

Ella suspiró y le dio la dirección de la casa de Melody, pero no pudo quitarse de encima la sensación de que se había levantado una barrera entre los dos.

* * *

Capítulo 15

En el lado opuesto del pantano de Buffalo de donde vivía Brent, el barrio de Melody tenía un aire completamente diferente. Más que mansiones de ladrillo con jardines tapiados, aquí hermosas casas de estilo Victoriano pintadas en varios colores alternaban con casas de tablones de una sola planta. La mayoría de las casas había sido restaurada amorosamente como residencias privadas o convertidas en oficinas de abogados, pero algunas parecían listas para ser declaradas no habitables. Una explanada recorría el centro de la calle principal con senderos para gente que caminaba o andaba en bicicleta. Cada tanto, estatuas, glorietas, y faroles de estilo gótico con serpientes marinas que sostenían las bombillas de luz le daban un toque romántico.

– No hay nada como un barrio en transición -masculló Brent, que parecía advertir los aspectos ruinosos más que los románticos.

– A mí me parece encantador -replicó Laura, entusiasmada por la entrevista. Al ver el cartel de la calle que había estado buscando, le señaló-: Aquí debes doblar -cuando giró el Porsche a una calle lateral, ella miró sus anotaciones y señaló a una casa de tablones en el medio de la cuadra-. Es aquélla.

Por encima del cerco que rodeaba todo el jardín, por delante y por detrás, vio la casa azul zafiro con los marcos en color blanco y rubí. Sonrió encantada ante la colorida joya anidada bajo una maraña de robles, pecanas y pinos.

– Es exactamente el lugar en donde viviría una artista.

– Supongo -dijo Brent. Apenas bajaron del auto, puso la alarma del auto.

Ignorando su extraño humor, ella aspiró ávidamente. Debajo del olor a tránsito y smog, absorbió la embriagadora fragancia de las flores de una profusión de canteros en un jardín vecino. Sinsontes y urracas daban pequeños saltitos entre las ramas más altas, agregando su ruidosa algarabía a los sonidos de la gente a la distancia. A diferencia del ritmo sedado de Beason’s Ferry, aquí los sentidos estaban constantemente estimulados.