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– Esta semana es la tercera vez que no me dejas pagarte el almuerzo. Si no fuera porque te conozco, pensaría que estás tratando de rechazarme.

En lugar de entrar en un tema espinoso, echó un vistazo a su cuerpo delgado enfundado en pantalones beige y una blusa de seda color crema.

– ¿Crees que todo esto es para mí?

Dos manchas rojas riñeron las mejillas de Greg, y al instante ella se sintió culpable. Era un hombre tan amable; lo que menos quería era herir sus sentimientos. Pero tarde o temprano, tendría que decirle que ya no sentía lo mismo por él. En el instante en que llegó la comida, Greg la tomó, y dejó que ella llevara las bebidas.

– ¿Así que te retirarás del concurso? -le preguntó mientras ella lo guiaba hacia las tiendas de arte, y él la seguía de cerca.

– Greg, no puedo -se movió zigzagueando entre la multitud, sonriéndole a amigos y vecinos-. Es demasiado tarde para retirarme, aunque lo quisiera.

– Maldita sea, Laura Beth, no puedes hacer esto. ¡Estamos prácticamente comprometidos!

– ¿Desde cuándo? -se paró en seco, y él casi se la lleva puesta.

– Oh, sé que acordamos pensar en ello por un tiempo, pero todo el mundo sabe que al final nos terminaremos casando.

La culpa se apoderó de su conciencia. Hace seis meses, cuando Greg le había propuesto matrimonio, ella había intentado decirle que no. Realmente lo había intentado. Salvo que la palabra no parecía haber desaparecido de su vocabulario. Al final, consintió en pensarlo y volver a hablar con él. Supuso que seis meses de silencio eran respuesta suficiente. Aparentemente, estaba equivocada.

Sacudió la cabeza, y continuó caminando hacia un puesto que vendía camisetas pintadas a mano, donde dejó la bandeja de salchicha. Repartir almuerzos no era una tarea que los voluntarios del festival solieran hacer, pero había tantos artesanos que estaban solos al frente de sus puestos que Laura no lo podía evitar.

– Aquí está la comida y el cambio que necesitabas.

– ¡Genial… gracias! -la mujer proveniente de Houston parecía sorprendida de que efectivamente Laura hubiera regresado con su dinero-. Eres tan dulce.

Sonrojándose por el cumplido, Laura se apuró por llegar al segundo puesto, donde una pareja de Hill Country vendía figuras recortadas en madera de vacas, gallinas y cerdos. Mientras les entregaba sus sándwiches y gaseosas, pensó en la propuesta matrimonial de Greg. Si tuviera dos dedos de frente, se casaría con el hombre. Era considerado, responsable y atractivo. ¿Qué más podía pedir una mujer? Era todo lo que había soñado tener durante aquellas noches solitarias de su niñez. Excepto que no era Brent.

Pero Brent era un sueño. Greg era real.

Por desgracia, cada vez que se imaginaba como la señora Greg Smith, sentía que se ahogaba. ¿Cómo podía explicárselo sin destruir su ego masculino? Volviéndose hacia él, tomó su choclo asado, que seguía envuelto en la tibia chala:

– Greg, cuando termine este fin de semana, realmente creo que debemos hablar.

– Eso me gustaría, Laura Beth -una sonrisa suavizó su rostro-. Sabes que siempre disfruto de hablar contigo.

Fijó la mirada en él, y se sintió realmente tentada a pegarle con el choclo. ¿Acaso no presentía que ella deseaba romper con él?

– Después de todo -dijo, acercándose para tocarle el brazo-, últimamente no hemos podido estar mucho tiempo juntos, ya sea por tu trabajo en el Tour de las Mansiones, o porque yo estaba tan ocupado con… pues… ya sabes.

Sacudió la cabeza cuando no se le pudo ocurrir una excusa por su propia falta de tiempo. La verdad era que jamás hacía nada. Trabajaba. Veía televisión. Jugaba al golf. Eso era todo: en dos palabras, la vida de Greg Smith. No es que hubiera mucho más para hacer en Beason’s Ferry, motivo por el cual muchos de sus compañeros se habían marchado a Austin y Houston y jamás habían regresado.

Al seguir por el sendero de césped, se preguntó cómo habría sido su vida, si hubiera ido a una universidad importante en lugar de viajar todos los días a Blinn College en el pueblo vecino de Brenham. Un sentimiento de melancolía se apoderó de ella, como siempre le ocurría cuando se imaginaba la vida fuera de su pequeño mundo. Tantas veces, aun antes de conocer a Greg, había querido preguntar: ¿Ésta es la vida? ¿Acaso no hay nada más? Rechazando el sombrío pensamiento, Laura se acercó a un puesto al final de la hilera, que estaba lleno de pinturas alegres y coloridas.

– ¡Mi salvadora! -exclamó la artista al verla venir. Melody Piper era una artista habitual del Tour de las Mansiones y Laura la consideraba una amiga. El cabello color naranja brillante era tan vigoroso como sus pinturas, y desentonaba espectacularmente con su camiseta teñida de rosa, sus calzas violetas y los borceguíes. Amuletos de dragones plateados y cristales pendían de su cuello y colgaban de sus orejas-. Pensé que desfallecería de hambre si no volvías.

Sonriendo por la exuberancia de Melody, Laura le entregó el choclo.

– Como siempre, las opciones son limitadas para los vegetarianos.

– Lo que sea. Estoy famélica -dijo Melody mientras Greg se paraba en seco. Quedó absorto con el atuendo chillón de la mujer. Bajando la voz, Melody preguntó:

– ¿Has tenido oportunidad de pensar en mi oferta?

Laura echó un vistazo a Greg. Lo último que quería hablar delante de él era acerca de la posibilidad de ser la compañera de apartamento de Melody en Houston. Ni siquiera había tenido tiempo de pensarlo. Al menos, no en serio. Dirigiéndole a Melody una mirada de advertencia, le preguntó:

– ¿Qué tal va el show?

– ¡Fabuloso! -respondió Melody, captando el mensaje. Salieron a relucir más dragones y cristales cuando sacudió la mano señalando un espacio vacío en su puesto-. Vendí el enorme adefesio, lo cual significa que ahora tendré que reorganizar toda la muestra para llenar un agujero. -Se volvió a Laura, interrogándola con su mirada chispeante-: Es mucho pedir que me ayudes, ¿no?

– Me encantaría, en serio, pero no puedo -Laura señaló el edificio del siglo XIX del teatro de la ópera que se alzaba sobre la plaza, como una magnífica diva-. Debo ayudar a los estudiantes de teatro a prepararse para el show del Juego de las Citas.

– Oh, es cierto -dijo Melody con una amplia sonrisa-. Te apuesto cinco dólares a que el periodista te elige a ti.

Greg se arrimó abruptamente:

– Laura Beth jamás arrojaría dinero en una apuesta frívola.

Una sonrisa perezosa se dibujó en sus labios al volverse hacia el farmacéutico encrespado:

– ¿Quieres apostar?

– Melody -se interpuso Laura rápidamente-, no creo que hayas conocido a mi… amigo… Greg.

La curiosidad chispeó en los ojos de Melody:

– ¿Así que éste es Greg? -extendió la mano fláccidamente-. Me han hablado tanto de ti.

Las manchas en las mejillas de Greg se volvieron color carmesí. Dudó, y luego tomó su mano llena de sortijas; parecía no saber si debía besarla o estrechársela.

– Me alegra conocerla -farfulló.

– Entonces, sir Gregory -Melody se arrimó hacia él-, ¿le gustaría a usted socorrer a una dama en apuros?

– Sí, por supuesto -Laura se abalanzó sobre la idea, mientras que era evidente que Greg estaba horrorizado-. Eso sería perfecto. Greg te puede ayudar a reorganizar tu puesto, mientras yo voy a ayudar a los estudiantes.

– Pero… -se volvió a Laura con ojos de súplica.

– Buena suerte con el resto del show -le gritó a Melody, saludándola con la mano.

– Tú también -gritó Melody a su vez-. Y si Brent Michaels te termina eligiendo, me debes cinco dólares.

Al cruzar la calle, Laura suspiró aliviada. Ahora que había logrado librarse de Greg, dirigió su atención a un problema mucho mayor: cómo transitar las siguientes horas sin quedar como una idiota.

Al salir de la posada Boudreau, la mirada de Brent abarcó la escena delante de él. Visitantes de todo el estado abarrotaban las calles mientras se amontonaban para entrar en el distrito histórico. Muchos de los autos bajaban la velocidad cuando los pasajeros comenzaban a vislumbrar las casas completamente restauradas.