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– ¿Qué hiciste?

– Aguanté durante algunos años más, pero era tal nuestra desdicha, que me di cuenta de que ni él ni yo salíamos ganando.

– ¿Entonces?

– Entonces finalmente me armé de valor para decirle cómo me sentía. Hubo lágrimas en abundancia, y promesas mutuas en las que jurábamos jamás dejar de amarnos y que podíamos recurrir el uno al otro si había necesidad de hacerlo. Me ayudó a encontrar un lugar para vivir, hasta me lo pintó y me regaló los perros. Luego, un año más tarde, casi al cumplirse un año exacto, paf… ¡fue y se casó con la viuda de uno de sus amigos de la fuerza aérea!

Los ojos de Laura se abrieron aún más ante la vehemencia de Melody:

– ¿Estabas celosa?

– ¡Me quedé helada! La mujer es el ser más aburrido del mundo, totalmente previsible y estable. Totalmente competente y autosuficiente. Lo vuelve loco a Roger… incluso más que yo. Él no soporta no rescatar a la gente. Aunque debo decir, me gusta ver que en ocasiones también lo rescatan a él. Odio admitirlo, pero son tal para cual.

– Pero de todas formas estás celosa -adivinó Laura.

– No, en realidad, estoy enfurecida.

– ¿Por qué?

– Piénsalo -Melody levantó una mano-. Después de toda la agonía y la culpa que sufrí, dejar a Roger terminó siendo una bendición para él. Yo me estaba castigando por nada.

Laura frunció el entrecejo al escucharla, preguntándose si se podía aplicar la misma situación al caso de ella y su padre. ¿Es que había que lastimar a la gente en algunas ocasiones, para hacer lo que más les convenía? No estaba segura de que le gustara la idea, pero era algo para pensar durante el resto del camino.

Cuando llegaron a la casa, Laura le indicó a Melody que estacionara detrás, al lado de su propio auto. Advirtió que el auto de su padre no estaba, y respiró aliviada.

– Al menos podremos empacar tranquilas -le dijo a Melody mientras subía las escaleras a la puerta trasera. Para su sorpresa, el pomo de la puerta no cedió-. Qué curioso -murmuró-; jamás cerramos esta puerta con llave durante el día.

Metió la mano en la cartera y extrajo su llave rara vez usada. Pero la llave no entraba.

– ¿Sucede algo? -preguntó Melody.

– No lo sé. Tal vez esté oxidada la cerradura. -Al inclinarse a inspeccionar la cerradura, sintió algo frío asentársele en la boca del estómago. Brillaba como si fuera nueva. A través de la cortina transparente que cubría la ventana de la puerta, vio una sombra que se movía-. ¿Clarice? -golpeó y esperó que la mujer se cercara a la puerta arrastrando los pies.

– Oh, señorita Laura Beth -los ojos de Clarice se llenaron de lágrimas cuando abrió la puerta-. Lo siento tanto.

El corazón de Laura le dio un vuelco.

– ¿Qué? ¿Qué sucedió? -entró para tranquilizar a la mujer-. ¿Se trata de papá? ¿Está enfermo?

– No -la anciana lloriqueó, y luego levantó la barbilla en señal de rebeldía-, aunque ojalá lo estuviera. Me gustaría ponerlo yo mismo en el hospital.

– ¡Qué! -exclamó Laura-. Clarice, ¿qué pasó?

– Fue él quien cambió las cerraduras de la casa. Me hizo prometer que tuviera todo cerrado con llave hasta que usted llegara -sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas-. Y no sólo eso. Todas sus cosas están empacadas -le tembló el mentón-. Lo siento, señorita, pero si no lo hacía, hubiera arrojado todo al jardín.

– ¿Mis cosas? -susurró Laura. Volviéndose hacia el vestíbulo de atrás, subió corriendo las escaleras, con Melody atrás. Se detuvo en la entrada de su habitación. En el medio del piso había una pila de cajas de cartón. La cama con baldaquino había sido despojada del cobertor de encaje que su madre le había escogido. Hasta los volados del dosel y las cortinas habían sido retirados. El tocador donde había aprendido a maquillarse y el escritorio donde hacía las tareas estaban desprovistos de fotos, perfumes y adornos.

A través de la puerta abierta del armario, vio sólo perchas vacías. Paralizada, caminó hacia la cómoda, abrió un cajón, y halló que estaba vacío. Aun sabiendo que era Clarice quien había empacado sus cosas, la absoluta invasión de su privacidad le produjo un profundo desgarro.

– No comprendo -susurró, observando el cajón vacío-. ¿Cómo pudo hacer esto?

– Dijo… -Clarice hizo una pausa-… dijo que le dijera que si se salía con la suya, no debía regresar nunca más, y que no quería nada en la casa que lo hiciera recordarla.

Toda la culpa que Laura había sentido al marcharse se esfumó en un soplo. Cerró el cajón con fuerza y se volvió para mirar a Clarice, que lucía estupefacta:

– Así que eso dijo, ¿no?

Volvió a mirar la habitación y entendió el motivo del ardid: una estrategia para que regresara corriendo a casa, pidiera perdón de rodillas, y prometiera no volver a abandonarlo nunca más.

– En ese caso, Clarice -dijo impávida-, dile a mi padre que seguiré a pies juntillas el juego que propone.

La criada parpadeó, confundida:

– ¿Disculpe, señorita?

– Me oíste -dijo Laura, haciendo caso omiso al temblor en su estómago-. Dile al doctor Morgan que cuando decida que quiere volver a ver a su hija, sabe dónde encontrarme. Mientras tanto, tengo una tarea que emprender -se volvió a Melody-. ¿Te importaría ayudarme a cargar estas cajas?

Melody la interrogó con la mirada, y luego asintió, comprendiendo y apoyándola:

– Claro que sí.

– Clarice -dijo Laura, mientras levantaba una caja de sus muñecas Madame Alexander y la disponía a un costado para cargar en último lugar-, si no estás demasiado ocupada, ¿podrías hacer un poco de té helado? Me da la impresión de que vamos a estar muertas de sed cuando terminemos de cargar todas estas cajas.

Clarice la miró fijo un instante, obviamente sorprendida de que no cediera a las órdenes de su padre. Luego, una sonrisa se extendió lentamente por su rostro, reacomodando sus arrugas:

– Sí, señorita.

La criada se volvió y salió de la habitación más animada que lo que Laura la había visto en mucho tiempo.

Levantando una de las cajas con su ropa, Laura comenzó a descender las escaleras, y Melody la imitó. A medida que subía y bajaba con cajas, acarreó los pedazos de su vida al exterior de su casa, apilándolos al lado de la camioneta. Melody se ocupó de organizar las cajas en el espacio en que normalmente llevaba su casilla y los trabajos artísticos por todo el país.

– ¿Cuántas más hay? -preguntó Melody, al tiempo que levantaba una pesada caja de libros.

– Con un viaje más terminamos -Laura se volvió para dirigirse a la casa, pero el sonido de un auto que se acercaba por la entrada la detuvo. Por una fracción de segundo, su corazón palpitó esperanzado… y temeroso… de que su padre hubiera cambiado de opinión, de que hubiera regresado a casa para enfrentarla personalmente. Luego se volvió y vio a Greg, ataviado en su típica camisa de farmacéutico con cierre delantero, que bajaba de su clásico Chrysler color azul.

Soltó un suspiro, sin estar segura de si estaba decepcionada o aliviada.

– ¿Quién es? -preguntó Melody, sacando la cabeza por la parte de atrás de la camioneta-. Oh, él. -Parecía excesivamente irritada-. Lo único que nos faltaba.

– Hola, Greg -lo saludó Laura con impaciencia mal disimulada, mientras él se acercó caminando por la entrada. No habían hablado desde el día después del Tour de las Mansiones, cuando le había dicho que se mudaba a Houston.

– Laura Beth -corrió hacia ella, con el rostro surcado por la preocupación-. Me llamó Clarice para decirme que estabas acá.

Cuando llegó hasta ella, la rodeó con sus brazos. Ella aguantó el abrazo en silencio, repitiéndose que no era justo descargar la furia que sentía por su padre con Greg. Pero lo que menos tenía ganas de hacer en este momento era lidiar con la terquedad de Greg para aceptar que ya no estaban juntos.