Durante todos estos meses había estado atormentada por la manera en que rompería con él sin lastimarlo, ¡y él ni siquiera la amaba!
– ¡No puedo creerlo!
– ¿Qué? -preguntó él arrugando el ceño.
Se dio vuelta e hizo un gesto amplio con el brazo.
– Durante toda mi vida he sacrificado mis propios sueños para allanarles el camino a los demás. Aunque hacerlo me dejara sangrando por dentro. Mientras todos estaban felices, ¿a quién le importaba cómo se sintiera la prudente y sensata Laura Beth?
Se dio vuelta para mirarlo:
– ¿Sabes algo, Greg? Estoy harta de quedarme aquí sentada dócilmente mientras me pasa la vida por delante. Tengo un montón de excesos que cometer, y tengo la intención de cometerlos. Así que anda, espérame. Espera todo lo que quieras. Pero te digo lo siguiente -le clavó un dedo en el pecho, empujándolo hacia atrás hasta que cayó indecorosamente sobre la cama-. Mientras tú estés acá poniéndote viejo, yo estaré allá afuera disfrutando de la vida a manos llenas para seguirla adonde me lleve.
Después de decir esto, levantó la caja del piso, tomó la de la cómoda, y salió con paso firme de la habitación.
Capítulo 17
Mientras Laura estaba fuera de la ciudad, Brent decidió que cuando regresara, se disculparía por su extraño ataque de posesividad y le aseguraría que jamás tenía ese tipo de reacciones, al menos no en relación a las mujeres. Aún no sabía por qué había actuado así, pero como no estaba seguro de querer comprender esta insólita reacción de su inconsciente, decidió no examinar el incidente demasiado.
Pero esa decisión quedó en la nada cuando pasaron dos días y no supo de ella. El desconcierto se transformó rápidamente en furia, cuando de dos pasaron a ser tres días. ¿Había decidido terminar la relación por una sola pelea? Si fuera así, no sería él quien la llamara primero. Aunque sonara infantil incluso a él, ella había prometido llamarlo cuando volviera, y él estaba decidido a respetar la consigna.
Además, no era que no tuviera oportunidad de salir con otras mujeres. Una de las representantes de ventas de anuncios en el canal le echaba miraditas cuando se cruzaban en el pasillo. O podía llamar a la presentadora del mediodía del canal rival a quien había llevado a algunas recepciones de premiación. Salvo que la representante de ventas era demasiado entusiasta para su gusto, y jamás había sentido ningún tipo de atracción por la presentadora.
No como la que sintió por Laura.
Cuando llegó el fin de semana, había pensado en diferentes maneras de responderle a Laura si alguna vez encontraba el tiempo para llamarlo. Primero, la levantaría en peso por preocuparlo; después de todo, podría estar muerta a la vera del camino, por lo que a él concernía. No es que realmente lo creyera, pero al decirlo la pondría a ella en una posición de tener que disculparse.
El domingo por la noche ya estaba lo suficientemente indignado como para decidir que no la perdonaría inmediatamente cuando le presentara esas disculpas. Además comenzó a preguntarse si tal vez no habría sufrido un accidente de verdad.
El lunes y martes apenas podía concentrarse en su trabajo al imaginar su cuerpo hecho pedazos en alguna camilla de hospital, sin que a nadie se le ocurriera llamarlo.
Desafortunadamente, esta pequeña fantasía ocupaba el mismo lugar que otra en la cual ella lo llamaba para decirle que había decidido no mudarse a Houston sino quedarse en casa y casarse con el rubio timorato que llevaba anteojos con montura de metal.
Para el jueves por la noche, estaba tan angustiado, que ya no le importaba si había decidido quedarse en Beason’s Ferry y criar una docena de niños con otro hombre… si sólo llamara. Se quedó despierto en la cama, con la mirada fija en la oscuridad y el sudor que le pegaba las sábanas al cuerpo, deseando saber cómo rezar. En ese momento, le habría ofrecido cualquier cosa a Dios sólo por saber que Laura estaba a salvo.
Cuando las primeras luces del amanecer se filtraron por la ventana de su dormitorio, se dio cuenta de que no podía seguir así. De una forma u otra, tenía que saber si ella estaba bien… aunque le diera una perorata y lo llamara un estúpido sobreprotector y le dijera que jamás lo quería volver a ver.
Por otra parte, además de estar loco de preocupación, la extrañaba. En algún momento de la noche, se percató de que una parte suya la había extrañado durante años. Era la única persona con la que se había sentido verdaderamente cómodo alguna vez. Estaba cansado de tener que cuidar cada palabra que decía por temor a que la gente descubriera que era un farsante. Laura ya sabía que era un farsante, y no entendía por qué pero le tenía simpatía igual.
Eso es lo que necesitaba en su vida. Volver a ver a Laura lo había hecho darse cuenta de que, por amplio que fuera su círculo de conocidos, no tenía amigos de verdad. Estaba tan solo ahora como cuando era un niño. Y estaba cansado de estar solo.
Laura levantó la mirada de la pantalla de la computadora cuando Cathy, la asistente del médico, entró en su oficina:
– ¿Terminaste? -le preguntó.
– Por lo menos terminé con los pacientes -respondió Cathy, al tiempo que se dirigía al armario detrás del escritorio de Laura para buscar su ropa de calle. Como el doctor no atendía pacientes los viernes después del mediodía, los empleados se tomaban más tiempo para almorzar, antes de volver a encarar el trabajo que había quedado por hacer-. Pero te aseguro que no siempre hay el caos de esta semana. Sucede que queríamos entrenarte.
– Pues definitivamente lo lograron -Laura se rió, pensando en lo ajetreada que había sido la semana. Se sentía agradecida, ya que había estado demasiado ocupada para pensar en Brent más que… pues, unas doscientas veces por día. Arrugó el entrecejo al intentar comprender por enésima vez lo que había sucedido entre ellos. No podía creer que la relación hubiera acabado siquiera antes de comenzar. Y todo por una discusión. ¿Qué más podía pensar si los días continuaban sucediéndose sin saber nada de él?
– Oh, cielos, miren eso -exclamó Cathy desde atrás. Cuando Laura echó un vistazo por encima del hombro, la enfermera estaba mirando por la ventana que daba al estacionamiento-. ¡Oye, Margarita! -llamó Cathy lo suficientemente fuerte como para que la otra enfermera en la sala de espera la oyera-. ¡Ven a ver esto!
Margarita entró en la oficina de Laura, luciendo agotada tras una mañana de niños enfermos y padres afligidos.
– Terminé de reponer todos los medicamentos en las salas de examen -le dijo a Laura-. A menos que no tengas nada más que hacer, me voy a almorzar.
– Sí, ve -dijo Laura.
– No, espera -Cathy le hizo un gesto con la mano hacia su colega, mientras miraba abajo al estacionamiento-. Tienes que ver esto.
Arrastrando los pies, Margarita se acercó a la ventana, y se quedó de una sola pieza, en estado de alerta:
– ¡Dios! Ése sí que es un chico sexy.
– Lo suficientemente como para que se me caiga la baba -dijo Cathy.
Laura les dirigió a las mujeres una mirada de desconcierto. Si bien sus colegas solían admirar algún niño particularmente encantador, el tono de su voz tenía un dejo de avaricia.
– ¡Dios mío! -Margarita se paró en puntas de pie para no perder de vista al chico atractivo, al tiempo que se desplazaba bajo la ventana-. Creo que está a punto de subir.
– ¡No puede ser! -Cathy empujó a la otra mujer a un lado para poder ver mejor-. ¿Qué vendría a hacer a un lugar como éste?
– No lo sé -Margarita estiró el cuello para mirar por encima del hombro de Cathy-. Pero si entra, seré yo quien le tome la temperatura.
– Personalmente, yo prefiero hacerle subir la temperatura.
Laura reprimió una sonrisa al comprender lo que sucedía. Durante su primera semana y media de trabajo, las dos mujeres habían sido una fuente constante de diversión. Aunque vapuleaban a los hombres sin piedad, rápidamente cambiaban de parecer cuando oteaban a algún miembro particularmente apuesto del sexo masculino.