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Por lo visto, aquello que les había provocado una suba de presión salió de su campo visual, pues suspiraron a dúo decepcionadas y se volvieron de la ventana.

– Entonces, Laura -preguntó Cathy-, ¿vienes a Loose Willie’s con nosotras?

Según se había enterado, Loose Willie’s era un bar donde iban las empleadas para almorzar distendidas los viernes y celebrar los happy hours después del trabajo.

– No, todavía tengo que completar este formulario de apelación para el seguro y hacer el depósito. Pero tal vez me puedan traer algo.

– Yo no puedo. El doctor V. me dio la tarde libre -dijo Margarita-. Así que vamos, Laura, ven con nosotros.

Su primer impulso fue decir que no. Además de tener cosas que hacer, tenía la impresión de que Loose Willie’s no era mucho más respetable que Snake’s Pool Palace en Beason’s Ferry. ¿Pero acaso no se trataba de eso su declaración de independencia? ¿Hacer lo que quería, cuando quería y con quien quería?

– Saben -dijo, sonriendo-, creo que iré con ustedes.

Antes de que Margarita pudiera responder, la recepcionista, Tina, asomó la cabeza por la puerta:

– ¡Psst! -los ojos de Tina tenían el tamaño de platillos, y su voz sonó como un susurro arrebatado-: ¡Laura!

– ¿Sí, Tina? -Laura arrugó el entrecejo-. ¿Qué sucede?

– Hay un hombre que pregunta por ti.

Laura sintió un hormigueo en la piel, al tiempo que Cathy y Margarita se quedaron paralizadas detrás de ella.

– ¿Te dijo quién era?

– No hizo falta -dijo Tina-. Lo reconocí del noticiario. Es, ya sabes, ese Michael algo.

El corazón le dio un vuelco, y luego comenzó a cabalgar desesperadamente. Después de una semana y media de esperar que sonara el teléfono, lo último que esperaba era que Brent apareciera en persona. ¿Había venido a hacer las paces o a terminar de romper oficialmente?

– Dile que ya voy -logró decir con voz hueca.

Haciendo tiempo para dejar de temblar, acomodó las planillas de los pacientes sobre su escritorio. Podía sentir las miradas de Cathy y Margarita y temió que advirtieran sus nervios. De todas formas, se levantó con las piernas temblorosas, alisó su falda entallada de lino, y se dirigió al área de recepción.

En el instante en que giró en la esquina y lo vio, el aire hinchó sus pulmones y sintió vértigo. Él estaba parado en el medio de la sala abarrotada de cosas, entre el caos de juguetes y pequeños muebles de plástico. Tenía las manos en los bolsillos y el entrecejo fruncido. Jamás había visto a un hombre tan fuera de lugar, y, sin embargo, tan irresistiblemente masculino. Lo único que impidió que estallara de júbilo de verlo fue el gesto de contrariedad mientras observaba el raído consultorio. Era obvio que no había cambiado de opinión respecto del lugar en donde ella había elegido trabajar.

– Hola, Brent -dijo, lo más calma que pudo, cruzando las manos delante del cuerpo.

Su cabeza se levantó bruscamente. Por un momento, sus facciones denotaron una expresión de alivio, seguido por emociones demasiado extraordinarias para ser nombradas. Pero esa mirada desapareció rápidamente, oculta tras la sonrisa lánguida y sensual que había refinado con los años. Su mirada la recorrió de arriba abajo, y fue consciente de su vestuario recién adquirido. Aunque similar a su antiguo estilo, la falda color verde salvia, la chaqueta suelta, y el top de seda color blanco lucían más alegres y juveniles que los colores que solía usar. Incluso había incurrido en un derroche al comprar un par de sandalias con taco para completar el conjunto.

El recorrido de sus ojos se detuvo a medio camino entre el breve ruedo de su falda y los zapatos nuevos.

– Yo… este… -comenzó, luego parpadeó y levantó la mirada para encontrarse con la de ella-. Andaba por aquí.

Por el pícaro brillo de su mirada se dio cuenta de que era una mentira descarada. Brent Michael Zartlich era la persona más exasperante, confusa e impredecible que jamás había conocido. Debía estar furiosa con él por no llamar. Y sin embargo, para su disgusto, tuvo que admitir que no podía seguir enojada con el hombre, como no había podido hacerlo con el niño.

No es que fuera a perdonarlo así de fácilmente. Enarcó una ceja:

– ¿Ah, sí?

– En realidad -inclinó ligeramente la cabeza-, es un día hermoso y tenía ganas de hacer un picnic. Tengo entendido que cierran al mediodía, y como conozco un lugar fenomenal en el pantano de Buffalo, se me ocurrió persuadirte para venir conmigo. No se puede hacer un picnic de verdad estando solo -al acercarse lentamente hacia ella, vio un destello detrás de la picara expresión, un atisbo de soledad y urgencia que le provocó una punzada de piedad-. ¿Qué te parece si me acompañas?

No se detuvo hasta que estuvo parado directamente ante ella. Sintió el perfume de la loción para después de afeitarse, la fragancia de la ropa recién lavada, y una nota de almizcle masculino. La embriagadora fragancia despertó recuerdos que le hicieron sentir un hormigueo en las rodillas. Cerró los ojos, pero la falta de visión sólo hizo que las imágenes fueran más vividas.

Recordó con demasiada claridad la sensación de sus manos acariciando su piel, el efecto de sus labios, el sonido de sus propios gemidos de placer.

– Almuerza conmigo, Laura -las palabras pronunciadas con suavidad acariciaron sus sentidos. Este hombre la desarmaba demasiado rápido, demasiado por completo. ¿Podría sobrevivir una vez más a caer en sus brazos sin esfuerzo… sólo para terminar sola otra vez?

– Yo… no puedo. En serio. Sólo porque no veamos pacientes al mediodía no significa que tengamos el resto de la tarde libre. Además, les prometí a las enfermeras que las acompañaría a almorzar.

– Ve, Laura -dijo Cathy a sus espaldas-. Al doctor V. no le importa si te tomas un almuerzo largo, y puedes ir con nosotras en cualquier otro momento.

– Ya ves -dijo Brent-, parece que, después de todo, estás libre.

– No sé -se demoró, deseando estar con él, pero a la vez temiéndolo. Tenía el poder para atraparla con demasiada facilidad. Y si se preocupaba por ella, si realmente quería estar con ella, ¿por qué no había llamado?

– Entiendo -soltó un suspiro resignado. Cuando levantó la mirada, ella vio que la máscara estaba nuevamente en su lugar. ¿Era posible que estuviera tan dolido y confundido como ella?-. No te preocupes, entonces. Sólo pensé…

Comenzó a retroceder, se detuvo, y se volvió:

– Oh, vamos, Laura, ven a almorzar conmigo. Sólo esta vez. Yo… -sus ojos parpadearon hacia el pasillo detrás de ella, y bajó la voz-: Tengo algunas cosas que realmente necesito decirte, y prefiero decirlas en privado.

Si no hubiera sido por el énfasis en la palabra necesito, habría opuesto más resistencia.

– Está bien -suspiró, exasperada, y luego hizo un gesto fingido de contrariedad-. Con una condición.

– ¡Ah! Ahora viene -se dio una palmada sobre el pecho como si estuviera lesionado. Qué rápido volvía a desempeñar el rol de ingenioso seductor-. Bueno, vamos, dilo.

– Que me dejes manejar.

– ¿Quieres que deje mi auto en este barrio? -parecía tan incrédulo, que ella casi se ríe.

– No, tonto. Me refiero a que me dejes manejar tu auto.

Sus ojos se abrieron aún más durante varios segundos, antes de respirar hondo y responder:

– Está bien; acepto.

Brent mantuvo la conversación en cuestiones de poca importancia, tales como la mudanza a casa de Melody, mientras ella maniobraba el convertible color amarillo a través del odioso tráfico de Houston. Aunque hubiera querido hablar de algo más íntimo, estaba demasiado ocupado aferrándose al apoyabrazos e intentando lucir tranquilo. Sin embargo, debía admitir, Laura manejaba con una rápida agresividad que le sorprendió. Parecía completamente a gusto, y muy sexy, hundida en el asiento de cuero con una mano en el volante y la otra en la palanca de cambio, mientras el viento le revoloteaba el cabello.