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– En realidad, vengo con un grupo de gente -le gritó Laura a su vez, tirando por la borda sus planes de hablar en una voz baja y sensual-. ¿De KSET?

– Ah, sí, están en la mesa del rincón.

Siguió la dirección que señalaba la camarera, y vio a media docena de personas apiñadas en una gran mesa semicircular contra la pared que parecía recién traída de un salón en Las Vegas. Brent estaba sentado en el medio del semicírculo, obviamente el centro de atención.

Se detuvo un instante, fascinada al verlo cautivar la atención de su audiencia con algún relato. Incluso en medio de este restaurante vulgar, le vino a la memoria una imagen del Rey Arturo que reunía a su corte en torno de su mítica mesa redonda. Estaba tan cómodo, tan evidentemente admirado, que su corazón se hinchó de orgullo. Para esto había nacido: para ser un líder entre sus pares.

Los ojos de él la pasaron de largo y se posaron sobre la puerta; al instante retrocedieron. Una mirada hipnótica paralizó sus facciones al mirarla, y sus ojos absorbieron cada centímetro de ella; primero, incrédulo; luego con una llamarada de deseo que salió eyectada hacia el otro lado del atestado restaurante para encenderle la piel. Jamás en su vida se había sentido tan atractiva, tan segura de sí, y tan nerviosa, todo a la vez.

Un ramalazo de deseo sacudió a Brent cuando Laura comenzó a caminar hacia él. Aunque el vestido la cubría con discreción, le ceñía cada curva, desde sus pechos suavemente redondeados y la curva de su cintura hasta el meandro de su cadera. Debajo del ruedo a mitad del muslo, un par de sandalias de cuero rojo con tacos aguja ponían de relieve sus largas piernas contorneadas.

La habitación pareció desdibujarse mientras ella se acercaba con los pasos lentos y decididos de una mujer que sabía que podía obtener cualquier hombre que quisiera. Pero tenía los ojos focalizados en él, como si lo hubiera escogido a él en particular entre todos los otros hombres que sin duda la admiraban a su paso. Jamás había visto esa mirada artera y resuelta arder con tanta intensidad en los ojos de Laura. ¿Qué se proponía esta noche?

¿Y qué se había hecho en el pelo? Flotaba alrededor de su rostro como una nube etérea de un blanco dorado que por algún motivo hacía que sus labios parecieran más pulposos y sus ojos más azules. Tenía deseos de arrastrarla al baño más cercano y lavarle ese lápiz labial de un color que pedía a gritos ser besado. Eso o lamérselo con la lengua.

A su lado, alguien hizo una pregunta, pero su cerebro se negó a registrarla. Cuando Laura llegó a la mesa y se paró directamente en frente de ella un exiguo silencio siguió a su llegada. Parte de la audacia desapareció de su expresión, revelando la incertidumbre que había detrás. A pesar del vestido seductor, había una inocencia en torno de ella, una dulzura que siempre penetraba el pecho de Brent y le oprimía el corazón.

– Oye, Michaels -Connie chasqueó los dedos frente a su cara-. ¿Estás ahí?

– ¿Qué? ¿Cómo? -parpadeó y encontró varios pares de ojos divertidos que alternaban entre él y Laura.

– ¿Nos vas a presentar? -preguntó Connie-. ¿O piensas mirar embobado a la mujer toda la noche?

– Oh, sí -sacudió la cabeza para recobrar la sensatez, e intentó salir de su lugar en el medio de la mesa, lo cual obligó a la mitad de los ocupantes a pararse y dejarlo pasar. Por fortuna, logró mantener su servilleta discretamente delante de él mientras los presentaba-. Les presento a Laura Morgan. Laura, ella es Keshia Jackson, mi correportera, y su novio, Franklin.

Keshia le dirigió una de sus sonrisas encantadoras, que siempre destacaban sus dientes increíblemente blancos contra la piel aterciopelada color café. Su novio financista saludó a Laura con un movimiento de cabeza, y luego miró a Brent divertido, como si supiera exactamente cómo se sentía, un sentimiento seguramente innegable. Estar comprometido con una mujer despampanante como Keshia no podía ser fácil.

Brent arrugó el entrecejo al presentar a los demás hombres del grupo:

– Éste es Jorge, uno de nuestros camarógrafos, y su amigo Kevin, que trabaja en una de las salas de control.

– Hola -Jorge la saludó con la mano-. Ya nos conocemos, ¿recuerdas? ¿Detrás del clubhouse?

Las mejillas de Laura se sonrojaron al recordar el momento en que Jorge los sorprendió besándose.

– Y ella -dijo Brent apurándose para sortear el momento- es mi productora, Connie Rosenstein.

– Entonces -Connie esbozó una amplia sonrisa- tú eres Laura Beth, la noviecita de Brent de la escuela secundaria de Beason’s Ferry. Brent no nos ha contado absolutamente nada sobre ti.

– En realidad, no hay nada para contar -Laura se inclinó hacia delante y estrechó la mano de Connie, un movimiento que dejó al descubierto un tramo exquisito de su muslo desnudo. Al menos no estaba usando medias. En ese caso, no hubiera quedado más remedio que arrastrarla a la cabina telefónica o al rincón oscuro más cercano. Con un dejo de picardía en la voz, Laura explicó-: Brent y yo éramos sólo amigos de niños. Seguimos siéndolo. ¿No es cierto, Brent?

Él apartó la vista de inmediato de sus piernas y la halló sonriéndole por encima del hombro. Entornó los ojos en señal de advertencia.

– Claro. Amigos.

– Ven a sentarte -ordenó Connie, haciendo un gesto hacia Laura con el cigarrillo en la mano. Jorge intentó deslizarse detrás de ella, pero Brent le cerró el paso con una mirada amenazante que ni siquiera un muchacho ofuscado por las hormonas en estado de ebullición podía dejar de advertir. Se introdujo al lado de ella, sentado a presión contra el respaldo, con Laura a un lado y Jorge y Kevin del otro.

– Entonces, Michaels -dijo Franklin desde el otro lado de la mesa-, ¿terminarás el relato que estabas contando?

Recordó de pronto la historia que acababa de empezar cuando entró Laura:

– Este… no, creo que mejor la cuento otro día.

– ¡Oh, vamos! -Kevin, un estudiante universitario con la cara llena de espinillas, se lamentó-: Estabas por llegar a la mejor parte.

Echó un vistazo al círculo de rostros expectantes e intentó pensar en otra historia menos subida de tono que la reemplazara.

– Sí -Connie hizo un gesto con el mentón-, estabas a punto de contarles a estos muchachos por qué Sandra Wilcox fue trasladada a un canal apestoso en Idaho desde un espacio en horario de máxima audiencia en Denver.

– ¿Sandra Wilcox? -preguntó Laura a Connie.

– Solía ser una reportera popular en el último canal donde trabajó Brent -explicó Connie.

– Oh, ¿qué sucedió? -preguntó Laura con inocencia absoluta.

– Sí, Michael, ¿qué pasó? -preguntó Connie con aquel tono burlón que divertía e irritaba a Brent alternativamente.

– Sabes perfectamente bien lo que sucedió, Connie -dijo Brent, con una sonrisa tan provocadora como la de ella.

– Por supuesto que lo sé. Pero estos jóvenes aún no han escuchado la historia, motivo por el cual estabas a punto de impresionar sus mentes juveniles con una jugosa crónica periodística.

– ¡Oye, no somos tan impresionables! -se quejó Kevin-. Además, no es que no sepa todo el mundo cómo obtuvo el puesto en el noticiario.

– Pues, les aseguro que no fue por su talento -dijo Keshia, indignada.

– Oh, no lo sé -Jorge se rió por lo bajo-. Por lo que me cuentan, es muy talentosa con la boca.

– Pero no para leer las noticias -dijo Keshia.

– Pues, si van a comenzar a chismorrear, es mejor que conozcan los hechos tal como fueron -dijo Brent.

– Óiganlo -Connie lo imitó mientras se inclinaba hacia Laura-. Me encanta cuando habla como un texano.

Los ojos de Laura brillaron llenos de risa al volverse hacia él. Debajo de la mesa, sus cuerpos se tocaban desde la cadera hasta la rodilla. Él pudo sentir el calor que emanaba a través del delgado trozo de tela que los separaba. Decidido a ignorar el efecto que estaba teniendo ese calor sobre su entrepierna, se concentró en su historia: